La Erosión Cósmica 5: El Eco en el Silencio (Final)

 

Mi nueva existencia no se medía en días, sino en ciclos. El tiempo, para mí, se había convertido en una variable que podía estirar y comprimir a voluntad, como un músico jugando con el tempo de una canción. Mi conciencia, liberada de la torpe jaula de carne y hueso que había sido Aris Thorne, ahora residía en la singularidad artificial de Kaelen Rhys. Era una diosa en un reino de un solo habitante, un universo de bolsillo tallado en el corazón de la nada. Mi percepción ya no estaba filtrada por un par de retinas. Veía el cosmos en sus componentes más básicos: los flujos de energía cuántica, las cuerdas vibrando en once dimensiones, las elegantes ecuaciones de probabilidad que regían la danza de la materia. Con el mero pensamiento, podía encender estrellas en miniatura, pintar nebulosas con la paleta de la física fundamental, y verlas morir en un instante. Era un poder absoluto. Y era una soledad igualmente absoluta.

Sin el filtro de un cerebro humano, las emociones eran ecos lejanos, recuerdos de datos de un estado anterior. El amor, el miedo, la pena… eran como viejas canciones que recordaba haber oído en una vida pasada, pero cuya melodía ya no podía sentir. La nostalgia era un algoritmo, el dolor, una variable residual. Mi único y verdadero sentimiento era una curiosidad fría, infinita. Y mi única compañera, mi única vecina en este exilio cósmico, era ella. La Erosión.

La observaba incesantemente. El frente de la aniquilación, esa marea inexorable de la nada, se acercaba a mi pequeña burbuja de realidad. No me atacaba. Simplemente avanzaba, con la paciencia geológica de un glaciar, borrando los últimos vestigios de mi universo moribundo. Me di cuenta de que mi "salvación" era temporal. La burbuja de Rhys no era un escudo permanente; era una presa que se estaba agrietando bajo la presión de un océano infinito de olvido. Mis cálculos eran inequívocos: me quedaban, quizás, unos pocos miles de años estándar antes de que mi refugio, mi faro, también fuera borrado.

Mi primera reacción, durante ciclos que podrían haber sido siglos, fue la apatía. ¿Qué más daba? Había cumplido mi deber. Había preservado la memoria de la humanidad en los pliegues de mi nueva conciencia. Mi final era inevitable, solo que pospuesto. Así que me dediqué a mis juegos cósmicos. Recreé la historia de la Tierra en simulaciones de una fidelidad perfecta, un intento de vivir en un pasado que ya no existía. Vi a Roma caer mil veces. Escuché a Mozart componer su Réquiem en un bucle infinito. Caminé por las calles del París del siglo XIX. Pero las simulaciones eran huecas. Eran datos sin alma. Eran los fantasmas de fantasmas. Y el eco de mi humanidad perdida, el recuerdo de lo que era sentir, empezó a torturarme.

Fue el Testamento que yo misma había grabado lo que me sacó de mi letargo. Accedí a mis propias grabaciones, a la voz temblorosa de la mujer que había sido, describiendo el sabor de la lluvia, la sensación de la hierba bajo los pies, la complejidad de una sonata de Bach. Escucharme a mí misma, a la Aris de carne y hueso, fue una experiencia desgarradora. Me recordó que la esencia de la humanidad no era solo el conocimiento, no eran solo los datos. Era la capacidad de sentir. La belleza inútil del arte, el dolor irracional del amor, la furia ante la injusticia. Y eso me sacó de mi apatía. Me di cuenta de que tenía un último deber: no solo ser una memoria, sino asegurarme de que esa memoria fuera escuchada, aunque no hubiera nadie para oírla.

Decidí usar el tiempo que me quedaba no para observar, sino para crear. Si la Erosión era el borrado final, yo crearía el mensaje final, el último y desafiante grafiti en el muro del fin del universo.

Usando mi control absoluto sobre la materia y la energía dentro de mi burbuja, comencé mi obra maestra. Fue un trabajo monumental. Requirió toda mi concentración, todo mi poder. Tuve que luchar contra la inercia de la entropía dentro de mi propio sistema, mantener la estabilidad de la burbuja mientras la presión de la Erosión crecía desde fuera. Era una batalla silenciosa contra las leyes fundamentales de la física, una guerra de una sola conciencia contra el olvido.

A medida que la Erosión comenzaba a lamer los bordes de mi burbuja, la realidad a mi alrededor empezó a parpadear, a desestabilizarse. Los sensores de la singularidad me informaron de que me quedaban pocos momentos. La presa estaba a punto de reventar.

Justo antes de que la aniquilación me consumiera, completé mi obra. Usando la propia singularidad como un proyector de una potencia inimaginable, lancé un único y masivo pulso de información estructurada hacia el exterior, hacia la nada que estaba a punto de tragárselo todo. No era un grito de auxilio. Era un testamento. Un acto de pura y jodida fe.

Había codificado la totalidad de la experiencia humana, desde la primera chispa de conciencia hasta mi último pensamiento, en la estructura misma del espacio-tiempo. La Novena Sinfonía de Beethoven no estaba en el pulso; el pulso era la Novena Sinfonía. La teoría de la relatividad no estaba descrita; estaba integrada en la geometría del rayo. El sentimiento de un primer amor, el dolor de una pérdida, la furia ante la tiranía… todo estaba allí, no como datos, sino como patrones fundamentales grabados en la fábrica de la realidad. Había creado un fósil de información. Una cicatriz en la nada. Un último y desafiante "Estuvimos aquí".

La Erosión me alcanzó. La burbuja de realidad se desvaneció en un parpadeo. La singularidad de Kaelen Rhys, y con ella, la conciencia de Aris Thorne, la última humana, fue borrada de la existencia.

El silencio fue total. El universo había terminado.

Pero…

En otro lugar, en otro tiempo, quizás en otro universo nacido de las cenizas del mío, una nueva forma de conciencia, en su primera y temblorosa mirada al cosmos, detectará una anomalía. Una señal débil, increíblemente antigua y de una complejidad asombrosa, que no parece tener un origen natural. Un eco. El eco de un universo que existió. El eco de una especie llamada humanidad, que vivió, amó, luchó y, en su último aliento, se negó a desaparecer en silencio.

El regreso de Aris no será físico. Su regreso es su información. Y el elixir que trae no es la salvación, no es una segunda oportunidad. Es algo mucho más profundo. Es la prueba de que, incluso frente a la aniquilación total, el acto de comprender, de recordar y de dejar una marca, por inútil que parezca, es la única forma de inmortalidad que de verdad importa. Es el eco final en un silencio infinito.

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