La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 2: El Rastro del Fantasma

 

El regreso ya no es una patada. Es más sutil, más insidioso. Es como emerger lentamente de las profundidades de un océano de alquitrán, sin aire en los pulmones, con la presión aplastando cada centímetro de tu ser. No hay un dolor agudo esta vez, no hay un clavo en el cráneo. Solo un vacío. Un frío que no nace de la temperatura de la habitación, sino que irradia desde el centro de mi pecho, un agujero negro donde antes, supongo, había algo parecido a un alma. Abro los ojos a un mundo en penumbra, teñido por la luz sucia y anaranjada que se filtra a través de una ventana cubierta de mugre. El aire es espeso, cargado con el olor salobre del mar, el hedor a pescado podrido de un puerto cercano y el aroma metálico y rancio de la sangre seca. 

Mi sangre. 

Me incorporo lentamente desde el suelo, una alfombra raída y manchada que ha visto días mejores y noches peores. Llevo un traje. Un traje caro, de un corte que jamás podría permitirme, de un tejido suave y oscuro que se siente obscenamente fuera de lugar en este entorno decrépito. Pero la tela está rígida en los puños, y mis manos… mis manos son un mapa de carnicería. Están cubiertas de sangre seca, cuarteada, que se mete bajo mis uñas y dibuja patrones abstractos en mis nudillos. No es mía. Recuerdo el pinchazo del cristal detrás de la oreja, la gota solitaria que resbaló por mi cuello. Esto es diferente. Esto es el resultado de un trabajo. 

La habitación es un apartamento de una sola estancia en lo que parece un edificio a punto de derrumbarse. Una cama deshecha, una silla solitaria y una mesa. Sobre la mesa, dos objetos que no deberían estar aquí, que no deberían estar juntos: un maletín de titanio, de un diseño elegante y funcional que grita "corporación", y a su lado, una pistola. Negra, compacta, con un silenciador atornillado a su cañón como una promesa de violencia discreta. El arma del autómata. El arma de la sombra que viste mi piel. 

El pánico amenaza con subir, esa bilis familiar, pero el vacío interior lo mantiene a raya. Soy un espectador de mi propia escena del crimen. Un detective que se despierta con las manos manchadas y el cuerpo de la víctima en paradero desconocido. ¿Qué has hecho, Damián? O, más bien, ¿qué han hecho contigo esta vez? 

Un picor. Sordo, insistente, en mi antebrazo izquierdo. Me subo la manga del traje caro. Y allí, sobre mi piel, veo el testamento del hombre que era antes de que la oscuridad me tragara. Cuatro palabras, grabadas a fuego en mi memoria y, literalmente, en mi carne. Arañadas con el trozo de cristal, las líneas son torpes, desesperadas, pero legibles. Las costras ya se han formado, un relieve oscuro contra mi piel pálida. 


CAMPO. NARANJA. PURGA. OMNICORP. 


El recuerdo no vuelve como una película. Vuelve como un golpe en el estómago. La imagen del campo bajo el cielo de plomo. El color violento de los monos. El sonido ahogado de los disparos. La conversación susurrada sobre un lote defectuoso. Es un ancla. Una puta ancla en un océano de amnesia. Por primera vez, el hombre que lucha y el hombre que es usado han logrado comunicarse. He conseguido pasar una nota a través de los barrotes de mi propia jaula craneal. Una victoria pírrica, diminuta, pero me aferro a ella como un náufrago a un trozo de madera. OmniCorp. El nombre del diablo. 

Mi atención vuelve a la mesa. La Caja de Pandora. Me acerco, mis movimientos son rígidos, como si mi cuerpo aún no estuviera seguro de a quién pertenece. La pistola me repugna, pero el maletín… el maletín es una pregunta que exige una respuesta. Lo abro. Los cierres ceden con un clic suave y satisfactorio. Dentro, protegido por una espuma de alta densidad, hay un dispositivo de datos, una tableta delgada y sin puertos visibles, y un único vial de cristal. El vial contiene un líquido de un verde pálido que emite una suave bioluminiscencia, pulsando con un ritmo lento y orgánico. 

Toco la superficie lisa del dispositivo de datos. Se enciende al contacto con mi piel. La pantalla muestra una interfaz compleja, protegida por capas de encriptación que harían llorar a un hacker gubernamental. Pero mis dedos se mueven. Se mueven con una seguridad, una fluidez que no es mía. Teclean secuencias, trazan patrones, navegan por laberintos de código con una familiaridad innata. Es el conocimiento del autómata, una habilidad implantada, un software de trabajo que emerge cuando es necesario. Es como ver a un extraño usar mis manos. 

Logro romper la primera capa de seguridad. La pantalla muestra un archivo. Un objetivo. Un nombre: Elara Vance. Debajo, una dirección en un distrito residencial de la ciudad alta. Y una directriz, simple y brutal: "Neutralizar y recuperar activo biológico". El activo biológico. El vial. 

Una nueva ventana se abre. Es una transmisión en directo, temblorosa, desde una cámara corporal. Mi cámara corporal. Veo el interior de un apartamento lujoso, minimalista. Veo a una mujer, Elara Vance, de espaldas, mirando por una ventana panorámica las luces de la ciudad. Veo mis propias manos, enfundadas en guantes negros, levantando la pistola con silenciador. No hay sonido, pero no hace falta. Veo el fogonazo, el pequeño salto del arma. Veo a la mujer desplomarse. Y luego, me veo a mí mismo acercándome, extrayendo una muestra de sangre con una jeringuilla y depositándola en el vial luminiscente. La misión. La he cumplido. He sido un fantasma, un asesino a sueldo, y el rastro de mis acciones está aquí, en esta pantalla. 


Lejos, en un lugar donde el aire es siempre reciclado y la luz siempre artificial, Silas observa una pared de monitores. Su centro de mando es un santuario de orden y control, un nexo de datos que fluyen como ríos silenciosos. Él es el Pastor, y su rebaño son las unidades del Proyecto Quimera. Un rebaño que debe ser dócil, predecible, perfecto. 

Pero una de sus ovejas se ha descarriado. 

En la pantalla principal, un punto rojo parpadea con una intermitencia errática. Unidad 734. Damián Ferrer. El activo anómalo del lote B-7. 

—Informe de estado —dice Silas, su voz es una calma peligrosa que llena la sala. 

—Señal activa, señor —responde una técnica sin levantar la vista de su consola—. La unidad completó la misión Vance hace tres horas. Ahora está estática en el distrito portuario. Pero… hay algo más. 

—Hable. 

—Estamos detectando micro-fluctuaciones en la salida neuronal del chip. Picos de actividad en el córtex prefrontal que no se corresponden con ningún protocolo activo. Es… ruido. Estática. Como si la conciencia residual estuviera intentando… resistirse. 

Silas se inclina hacia adelante, sus ojos fijos en los gráficos que danzan en la pantalla. La resistencia no es un fallo técnico. Es una herejía. Es una corrupción en el sistema perfecto que él ha jurado proteger. Él no es un simple matón corporativo; es un creyente. Cree en un futuro sin el caos de la emoción humana, sin la imprevisibilidad del libre albedrío. Un futuro de paz y productividad dirigido por una lógica superior. Y Damián Ferrer es un virus en ese futuro. 

—Desviaciones inaceptables —murmura Silas—. La unidad está comprometida. No podemos arriesgarnos a otra purga pública. Localícenlo. Activen el equipo de recuperación urbana. Quiero a la anomalía contenida. Viva, si es posible. Necesitamos estudiar cómo se ha producido esta corrupción. 

En su consola personal, Silas activa su propio implante, una versión superior, un modelo de pastor. Cierra los ojos y se sumerge en la red de datos, buscando el rastro digital de la unidad 734, sintiendo esa estática, esa interferencia, como una nota discordante en una sinfonía perfecta. Y una sonrisa fina, casi imperceptible, se dibuja en sus labios. Le gusta cazar. Sobre todo, le gusta cazar a las presas que creen que pueden pensar por sí mismas. 


De vuelta en el apartamento sórdido, el horror de lo que he hecho, de lo que me han hecho hacer, me amenaza con ahogarme. Soy un asesino. Mi cuerpo lo es. He dejado huérfanos, viudos, amigos de luto. El rostro de Elara Vance, aunque solo lo vi de espaldas, se grabará en mi memoria para siempre. Si es que me dejan conservar alguna. 

Necesito una salida. Una pista. Algo más que estas cuatro palabras arañadas en mi brazo. Vuelvo al dispositivo, mis dedos trabajando de nuevo con esa eficiencia ajena. Busco en los subdirectorios, en los archivos fragmentados. ¿Por qué ella? ¿Por qué OmniCorp quería muerta a una periodista? 

Encuentro un archivo de audio, doblemente encriptado. "FUENTE_QUIMERA.wav". Es el último archivo que Elara Vance abrió antes de que yo entrara. Me cuesta varios minutos, pero finalmente, el conocimiento implantado en mi cerebro logra descifrarlo. 

La voz de Elara es clara, profesional. —¿Está seguro de que puede hablar? 

La otra voz es una distorsión electrónica, un susurro paranoico. —No estoy seguro de nada. Me han estado siguiendo. El Proyecto Quimera es real. Lo que empecé como una terapia, lo convirtieron en un programa de asesinato. Crean autómatas, fantasmas que pueden activar a voluntad. Los llaman "activos". 

—Necesito pruebas. Un nombre. Alguien que pueda corroborarlo. 

—No queda nadie. Huyeron, o los silenciaron. Yo fui la arquitecta principal. Yo diseñé la interfaz neuronal. Mi nombre es… era… Dra. Aris Thorne. Si OmniCorp sabe que he hablado con usted, estoy muerta. Si publican esto, estoy muerta. Pero la gente tiene que saberlo. Tienen un modelo beta, un superviviente del lote B-7… 

El audio se corta. 

Dra. Aris Thorne. La arquitecta. La creadora de mi jaula. Una esperanza. Una aguja en un pajar. Pero es la única pista que tengo. Borro los datos del dispositivo, una limpieza de bajo nivel, y lo meto de nuevo en el maletín. Cojo la pistola. Su peso en mi mano es repugnante, pero en el mundo al que me han arrojado, ir desarmado es un suicidio. 

Tengo que desaparecer. Irme de esta ciudad. Encontrar a Aris Thorne. 

Salgo del edificio y me mezclo con la marabunta anónima que fluye por las calles del distrito portuario. Me muevo rápido, con la cabeza gacha, la paranoia como un segundo abrigo. Llego a una estación de aerotrén, el sistema de transporte que es la sangre de esta metrópolis. Un billete a cualquier parte, lo más lejos posible. La estación es un caos de gente, de ruidos, de olores. Un lugar perfecto para perderse. 

Estoy en el andén, esperando el próximo tren, intentando parecer un viajero más, un hombre de negocios volviendo a casa tras un mal día. Intento controlar mi respiración, ignorar el temblor de mis manos. Y entonces lo siento. 

No es el zumbido de la toma de control. Es algo nuevo. Un pitido agudo, casi inaudible, en el borde de mi percepción. Una señal de proximidad. Un rastreador. Me están buscando. 

Mi corazón se dispara. Escaneo a la multitud con la mirada, buscando una amenaza, un rostro que no encaje. Y lo veo. En el reflejo de la ventana sucia de un quiosco cerrado, veo al otro lado del andén. Un hombre alto, vestido con un abrigo oscuro, perfectamente quieto en medio del torrente de gente. No puedo ver sus rasgos con claridad, pero la forma en que está parado, la intensidad de su postura… está observando. Está cazando. 

Nuestras miradas se cruzan en el reflejo. Por un instante, el mundo se detiene. No hay duda en su lenguaje corporal. Sabe quién soy. Me ha encontrado. 

Silas. 

Las puertas del tren a mi lado se abren con un siseo neumático. Es mi salida. Doy un paso hacia ellas, el instinto gritándome que corra. Pero es demasiado tarde. Antes de que pueda poner un pie en el vagón, dos figuras se materializan a mis lados. Hombres vestidos de paisano, con rostros anodinos que no recordarías un segundo después de verlos. Pero sus manos son de acero. Me agarran por los brazos con una fuerza brutal, inmovilizándome. Sus dedos se clavan en mis bíceps como tornillos de banco. 

—Unidad 734 —dice uno de ellos, su voz es un susurro sin emoción en mi oído—. El Pastor quiere verte. 

Estoy atrapado. El andén lleno de gente se convierte en un borrón. El sonido del tren preparándose para partir es como la campana que anuncia el final de un asalto. Mi asalto. La libertad era solo una ilusión, un breve interludio entre una misión y la siguiente. Y ahora, el cazador ha reclamado a su presa. 

Portada del libro El rugido de Pavía

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