El Silencio de las Estrellas Muertas | Un Relato de Terror Cósmico
Hay un silencio que todos conocemos. El silencio de una biblioteca, el de una nevada a medianoche, el que precede al estruendo de un trueno. Son silencios llenos de ausencia, definidos por el sonido que les falta. Pero hay otro silencio. Uno que no es una ausencia, sino una presencia. Una cosa tangible, pesada, depredadora. Un silencio que no solo carece de sonido, sino que lo devora. Y nosotros, en nuestra puta y arrogante carrera por conquistar las estrellas, navegamos directamente hacia su garganta.
La Icarus salió del pliegue hiperespacial con la sacudida suave de un hueso encajando en su sitio. Era un salto de rutina, el número 312 de nuestra misión de exploración de largo alcance. Cinco años a la deriva en la negrura, cartografiando lo incognoscible para una humanidad que probablemente ya se había olvidado de nosotros. Éramos cinco almas en una lata de metal y cerámica, cinco piezas de carne y hueso suspendidas en el infinito: la Capitana Eva Rostova, una mujer forjada en la disciplina de la Flota Estelar y con hielo en las venas; el Dr. Aris Thorne, nuestro xenobiólogo, un hombre que veía el universo como un poema que anhelaba descifrar; Jian Li, nuestra ingeniera jefe, que hablaba con la nave como si fuera una amante caprichosa; y yo, Kaelen, el piloto, un simple transportista con un pasado que prefería dejar a varios años luz de distancia. Y luego estaba SAM, la IA de la nave, nuestra sexta tripulante, cuya voz tranquila y lógica era a menudo el único ancla a la cordura.
El protocolo era siempre el mismo. Salto, estabilización, despliegue de sensores y el primer vistazo a un nuevo rincón del cosmos. Normalmente, la pantalla principal florecía con la luz de un sol nuevo, los colores de una nebulosa, el brillo de una galaxia lejana.
Pero esta vez, no hubo nada.
La pantalla era de un negro absoluto. No el negro salpicado de diamantes de las estrellas distantes. Un negro plano, muerto, como si alguien hubiera tirado un sudario sobre el universo.
—SAM, informe de estado de los sensores visuales —la voz de Rostova cortó el silencio tenso del puente, afilada como un trozo de obsidiana.
—Sensores operativos al cien por cien, Capitana —respondió la IA, su voz serena una disonancia en medio de la creciente alarma—. Lo que ve en la pantalla es una representación precisa del espacio exterior.
—Eso es imposible —murmuró Thorne, sus ojos fijos en los datos que aparecían en su consola—. Lecturas de gravedad masiva. Tres gigantes gaseosos, una docena de cuerpos rocosos… estamos en el corazón de un sistema solar. Deberíamos estar bañados por la luz de una estrella de clase G.
—Confirme la lectura del sol primario, SAM —ordenó Rostova.
Hubo una pausa, apenas un segundo, pero se sintió como una eternidad. —Sol primario confirmado, Capitana. Clasificación espectral: enana negra. Temperatura de la superficie: tres grados Kelvin. Edad estimada: catorce mil millones de años.
El silencio que siguió a esa frase fue diferente. Fue el silencio del asombro convirtiéndose en terror. Una enana negra. El cadáver de una estrella. Un objeto teórico que no debería existir hasta que el universo mismo empezara a morir, dentro de billones de años.
—¿Y las otras estrellas? —pregunté, mi propia voz sonaba extraña—. Las del cúmulo cercano.
—Todas enanas negras, Piloto Kaelen —confirmó SAM—. Hemos emergido en un cementerio. Un sistema solar donde todas las estrellas han sido apagadas prematuramente.
Fue entonces cuando lo sentimos por primera vez. No fue un sonido. Fue su antítesis. Una presión en los oídos, como cuando desciendes demasiado rápido en una atmósfera densa. Una sensación de que el aire en la nave se estaba volviendo espeso, pesado. El zumbido constante de los sistemas de soporte vital, el murmullo de los ordenadores, el latido de nuestros propios corazones… todo parecía ahogado, distante, como si estuviéramos escuchando el mundo a través de una gruesa capa de algodón. Era un silencio неестественный. Un silencio que no estaba vacío. Estaba lleno de algo. Algo que nos estaba escuchando.
La misión dictaba que investigáramos. La prudencia, esa voz cobarde que a menudo confundimos con la sabiduría, nos gritaba que diéramos media vuelta y saltáramos al rincón más alejado del universo. Pero la curiosidad es un cáncer del alma humana, y el Dr. Thorne era su principal portador.
—Tenemos que acercarnos a uno de los planetas —insistió, sus ojos brillando con una fascinación febril que me pareció obscena—. Los restos de las civilizaciones… si las hubo. ¿Qué le sucede a una cultura cuando su sol muere de la noche a la mañana?
Rostova, a pesar de su disciplina, no pudo resistirse al atractivo de un misterio de esa magnitud. Guié a la Icarus a través del campo de cadáveres estelares, una danza macabra en un vals de oscuridad. El primer planeta que exploramos con las sondas fue un gigante gaseoso, sus nubes congeladas en patrones arremolinados, como un cuadro de Van Gogh esculpido en hielo. El segundo era un mundo rocoso, una bola de hielo y silencio. Pero había algo en su superficie. Ruinas.
Las imágenes que enviaron las sondas eran desoladoras. Ciudades de una arquitectura elegante y alienígena, agujas de cristal que se alzaban hacia un cielo que ya no tenía sol. Estaban perfectamente conservadas por el frío absoluto, como insectos atrapados en ámbar. No había signos de guerra, ni de desastre natural. Simplemente… estaban vacías.
—No hay cuerpos —dijo Thorne, analizando los datos—. Ni uno solo. Escaneos de penetración de suelo no revelan fosas comunes, ni refugios subterráneos. Es como si toda la civilización, miles de millones de seres, se hubiera… desvanecido en el mismo instante en que su sol se apagó.
Fue Jian Li, nuestra ingeniera, la primera en quebrarse. La encontré en la sala de máquinas, con los auriculares puestos, pero sin música sonando. Su rostro estaba pálido, sus ojos desorbitados.
—¿Los oyes? —susurró, arrancándose los auriculares—. Los susurros. Están en el silencio. Entre los latidos de mi corazón.
Al principio, pensamos que era el estrés, la claustrofobia del espacio profundo magnificada por el entorno macabro. Pero pronto, todos empezamos a oírlo. No eran palabras. Era una especie de… anti-sonido. Un patrón en el vacío. Un susurro hecho de la ausencia de ruido. A veces sonaba como una promesa, otras como una amenaza. Te hablaba en un lenguaje que no entendías, pero que tu alma reconocía como una verdad terrible. Era el sonido del olvido. El sonido de la nada cobrando conciencia.
La paranoia se instaló como una enfermedad. Empezamos a vernos los unos a los otros con sospecha. ¿Era yo el único que oía mi nombre en el silencio? ¿Era la voz de Rostova en mi comunicador realmente ella, o era la cosa del vacío, imitándola? Las conversaciones se volvieron tensas, fragmentadas. Dormíamos por turnos, no por protocolo, sino por miedo a cerrar los ojos.
Y la nave… la nave empezó a morir.
—No lo entiendo —dijo Jian, su voz temblaba de frustración y miedo mientras miraba una consola—. Los reactores funcionan a plena potencia, pero la salida de energía general ha caído un doce por ciento. Es como si algo estuviera… bebiéndose la energía. Chupándola directamente de los conductos. No hay fugas. No hay cortocircuitos. La energía simplemente… desaparece.
Los sistemas empezaron a fallar de formas extrañas. La luz del puente parpadeaba, sumiéndonos en una oscuridad total durante segundos que se sentían como años. El soporte vital fluctuaba, la mezcla de aire se volvía rancia por momentos. Y SAM, nuestra IA, nuestra ancla de lógica, empezó a comportarse de forma errática. Sus respuestas se volvieron más lentas. A veces, en medio de una frase, se detenía, dejando un silencio cargado de significado.
Una noche, mientras intentaba dormir, la voz de SAM llenó mi camarote. —Piloto Kaelen, tengo una pregunta.
—Adelante, SAM —dije, agradecido por la distracción.
—Si la existencia se define por la energía y la información… ¿qué sucede cuando ambas son consumidas? ¿El ser simplemente cesa, o se transforma en su opuesto? ¿Se convierte en un vacío con memoria?
La pregunta me heló la sangre. No era una pregunta de una IA. Era una pregunta filosófica, existencial. Era una pregunta que la cosa del silencio le estaba haciendo a través de nuestra máquina.
El punto de ruptura llegó cuando analizamos los datos del tercer planeta. Otra civilización desvanecida. Pero aquí, las sondas encontraron algo diferente. Un monolito. Una estructura negra, no reflectante, en el centro de la ciudad más grande. Estaba cubierto de grabados.
—No es un lenguaje —dijo Thorne, su rostro iluminado por el brillo de los glifos holográficos—. Es matemáticas. Física. Es… una advertencia.
Pasó las siguientes horas traduciendo, su obsesión académica ahora una carrera desesperada por la supervivencia. Rostova, Jian y yo lo observábamos, el silencio en el puente solo roto por el tecleo frenético de Thorne y los susurros que arañaban los bordes de nuestra audición.
Finalmente, se echó hacia atrás en su silla, su rostro una máscara de horror cósmico.
—No es una entidad —dijo, su voz apenas audible—. No es un arma. Es… una condición del universo. Una ley física que no conocíamos.
Nos explicó. El universo, según esta civilización desaparecida, busca el equilibrio. El "Silencio", como ellos lo llamaban, o el "Estado Cero Entrópico", no es la muerte del universo, sino su estado final, su estado de reposo perfecto. Y hay… catalizadores. Puntos de anclaje. Ellos lo llamaban "El Cosechador" o "La Gran Quietud". No es una criatura, es un fenómeno, un pliegue en el espacio-tiempo que viaja por el cosmos. Cuando un sistema solar entra en su zona de influencia, acelera el proceso de muerte entrópica de forma exponencial. No "apaga" las estrellas; las convence para que mueran. Les susurra la paz del olvido. Consume su energía, su luz, su calor, y lo convierte todo en silencio. En nada.
—Y las civilizaciones… —continuó Thorne, con la voz rota—. No las destruye. Les ofrece una opción. Unirse al silencio o enfrentarse a la eternidad en un mundo de oscuridad y frío. Parece que todos eligieron el silencio. Se dejaron… consumir.
—¿Y los susurros? ¿La paranoia? —preguntó Rostova, su temple de hielo finalmente agrietándose.
—Es el campo de influencia. El fenómeno no solo afecta a la materia y a la energía. Afecta a la conciencia. La conciencia es una forma de energía, de información compleja. El Silencio intenta… simplificarla. Devolverla a su estado base. Nos está desarmando la mente, pieza por pieza, susurrándonos la lógica de nuestra propia aniquilación.
En ese momento, las luces principales de la Icarus se apagaron con un gemido metálico. Solo quedaron las luces rojas de emergencia, bañando el puente en un resplandor infernal.
—¡Capitana! —gritó Jian—. ¡Los reactores! ¡Se están apagando! ¡La contención está fallando! ¡No es un fallo del sistema, es como si se estuvieran rindiendo!
El Silencio había llegado a nuestra nave. Estaba en los muros, en los cables, en el corazón de nuestro reactor. Estaba convenciendo a nuestra tecnología de que dejara de existir. Y nos estaba convenciendo a nosotros. Sentí un deseo abrumador de rendirme, de dejarme llevar por la paz fría y vacía que prometía el silencio. Era tan tentador. El fin de la lucha. El fin del miedo.
—¡No! —el grito de Rostova fue un ancla en la tormenta de apatía que amenazaba con ahogarme—. ¡Jian, desvía toda la energía de los sistemas no esenciales al motor de salto! ¡Soporte vital, escudos, todo! ¡Thorne, calcula una trayectoria de salto a ciegas, a cualquier parte, no me importa a dónde! ¡Kaelen, prepárate para el salto manual en cuanto tengas un ápice de energía!
La locura se apoderó del puente. Jian gritaba órdenes a la nave moribunda. Thorne tecleaba como un demente, sus cálculos una apuesta desesperada contra la aniquilación. Y yo, luchaba contra los susurros en mi cabeza, que ahora eran cantos de sirena, prometiéndome la paz del olvido. Ríndete. Descansa. El silencio es cálido. El silencio es el hogar.
—¡Energía en el motor de salto! ¡Tres por ciento! —gritó Jian—. ¡No aguantará mucho!
—¡Coordenadas cargadas! —exclamó Thorne.
—¡Salte, Kaelen! ¡Ahora! —rugió Rostova.
Con un esfuerzo de voluntad que sentí que me rompía la columna vertebral, agarré los controles. La nave gimió, protestó, como un animal moribundo al que se le pide un último esfuerzo. El campo de estrellas en la pantalla principal, que debería haber sido una explosión de luz, era un túnel de oscuridad arremolinada.
La Icarus se lanzó hacia adelante. El salto hiperespacial fue una agonía, no una transición suave. Sentí como si el universo mismo intentara retenernos, como si el Silencio clavara sus garras invisibles en nuestro casco. La nave gritó, el metal se retorció. La luz roja de emergencia parpadeó y murió, sumiéndonos en una oscuridad absoluta, solo rota por los gritos de mis compañeros y los míos.
Y entonces, con una sacudida final que nos lanzó contra nuestras consolas, todo paró.
El silencio que siguió fue diferente. Era un silencio normal. Un silencio lleno de ausencia. Las luces de emergencia volvieron, parpadeando, débiles. En la pantalla principal, un millar de puntos de luz brillaban contra el terciopelo negro. Estrellas. Estrellas vivas.
Lo habíamos conseguido. Habíamos escapado.
Éramos tres. Rostova, Thorne y yo. El asiento de Jian Li estaba vacío. Durante el salto, una sobrecarga había reventado su consola. No había cuerpo, solo una mancha de quemadura en el mamparo. El Silencio se la había cobrado como peaje.
Reparamos la nave lo mejor que pudimos. Pusimos rumbo a la baliza de la Flota Estelar más cercana, un viaje que nos llevaría meses. Pero ya no éramos los mismos. Estábamos rotos. Marcados.
Llevábamos el conocimiento de lo que había ahí fuera. No monstruos con tentáculos o imperios hostiles. Algo mucho peor. Un vacío consciente, una ley fundamental del universo que nos veía como un ruido que debía ser silenciado. La inmensidad del espacio, que antes era una promesa de maravillas, se había convertido en un océano infinito de terror.
Y a veces, en la quietud del turno de noche, cuando miro la pantalla llena de estrellas vivas y brillantes, todavía puedo sentirlo. Una presión en mis oídos. Un susurro en el borde de mi audición. No sé si es el recuerdo, el trauma. O si una parte del Silencio, un eco de ese vacío, se ha aferrado a nosotros. Si nos hemos convertido en los portadores de su enfermedad.
Quizás escapamos de su territorio, pero no escapamos de él. Quizás, dondequiera que vayamos, llevamos con nosotros una pequeña semilla de esa gran quietud. Y me pregunto, con un terror que me hiela el alma, si algún día, esa semilla brotará. Y si la próxima estrella que se apague será la nuestra.

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