El Fotógrafo de Ausencias | Un Relato de Misterio y Duda Moral
Hay un hedor particular en la ausencia. No es una metáfora poética para adornar un libro barato. Es una verdad física, una agresión a los sentidos. Es una mezcla del olor a polvo estancado que ya no se mueve con el paso de nadie, el aroma fantasma del perfume o el tabaco de alguien que ya no respira en esa habitación, y el olor metálico y agrio de la propia pena, como el de una moneda vieja sostenida con fuerza en una mano sudorosa. Mi nombre es Simón, y mi oficio, mi puta maldición, es respirar ese hedor. Soy fotógrafo, pero mi lente no busca la belleza de un paisaje ni la mentira de una sonrisa en una boda. Yo fotografío los espacios vacíos que la gente deja atrás. Soy un coleccionista de la nada, un taxidermista de silencios. Soy el fotógrafo de ausencias.
Mi estudio, en una callejuela olvidada del barrio del Born, es un santuario de lo que ya no es. Las paredes no están adornadas, están cubiertas de cicatrices enmarcadas. Mis obras. Una silla de comedor de madera, solitaria, pero con el cojín aún hundido por el peso de un cuerpo que ya no volverá a cenar en ella. Una cama deshecha, las sábanas un mar revuelto por un sueño que nunca terminó, una pesadilla de la que el durmiente nunca despertó. Un columpio en un jardín descuidado, quieto, sus cadenas oxidadas por lluvias que ya nadie siente, esperando un impulso que jamás llegará.
Mi herramienta no es una cámara digital que vomita imágenes perfectas y sin alma. Es una bestia de principios del siglo XX, una reliquia de placas de plata, de latón y de madera de caoba, con un objetivo que parece un ojo de cíclope ciego. Parece absorber la luz en lugar de capturarla, beberse la atmósfera del lugar. Y a veces, cuando el dolor es lo suficientemente denso, cuando la ausencia es tan pesada que el aire se vuelve espeso y difícil de respirar, la cámara ve cosas. Cosas que no deberían estar ahí. O que, para desgracia de todos, lo están demasiado.
El gancho, el primer indicio de que mi arte era más una forma de nigromancia que una simple técnica fotográfica, llegó con el encargo del estudio del viejo pintor, un tal Julián Roca. Un hombre que un día se había desvanecido de su propia vida, simplemente había dejado de existir. Su familia, rica y desesperada por un cierre que el dinero no podía comprar, me contrató para "capturar su esencia". El estudio, en lo alto de un edificio del Eixample, estaba tal y como lo había dejado: un caos sagrado de lienzos a medio terminar, sus colores vibrantes ahora grises por el polvo; pinceles rígidos como dedos artríticos; el olor penetrante a trementina y a soledad rancia.
Me centré en su taburete. Un simple trozo de madera, desgastado, manchado por mil colores que eran el ADN de su obra. La luz que entraba por el tragaluz era perfecta, melancólica, una cascada de polvo dorado. Monté la bestia, mi cámara. Hice la foto, una exposición larga, dejando que el obturador se abriera como un párpado perezoso y bebiera la quietud, la pena, el eco del genio.
Fue en la penumbra roja de mi cuarto oscuro, mi confesionario personal, donde lo vi. El olor de los químicos llenaba el aire, un incienso profano. Sumergí el papel en el revelador, y la imagen emergió lentamente, como un fantasma tomando forma. Primero las líneas generales: el caballete, la ventana, el desorden del suelo. Luego los detalles. Todo estaba allí, con esa claridad etérea y dolorosa que era mi firma. Y entonces, mientras la imagen se oscurecía, se definía, una silueta empezó a formarse sobre el taburete.
No era un fantasma de sábana blanca, no era una aparición de película barata. Era una mancha de luz, una distorsión en el aire, como el calor que se levanta del asfalto, pero con la forma inconfundible del viejo pintor, encorvado, con un pincel en una mano inexistente, su cabeza ladeada como si estuviera juzgando un lienzo invisible. La foto no había capturado el vacío que había dejado. Había capturado la cicatriz que su existencia había dejado en el tejido de la realidad.
Esa foto, que titulé "El Último Pincel", me dio una reputación en ciertos círculos subterráneos. Los círculos de los afligidos con dinero, de los rotos que no buscaban un retrato, sino una prueba tangible de que lo que habían perdido había sido real. Me convertí, muy a mi pesar, en el médium de los desconsolados, el que ofrecía un último y doloroso vistazo al espectro de sus amores perdidos. Un trabajo de mierda, si quieres que te diga la verdad. Un puto buitre alimentándose de la carroña del dolor ajeno. Pero pagaba las facturas. Y en mis noches más solitarias, ahogado en whisky barato, me convencía a mí mismo de que ofrecía una especie de consuelo. Otra mentira para poder dormir en una cama que se sentía tan vacía como las que fotografiaba.
La mujer que entró en mi estudio una mañana de noviembre traía consigo un invierno propio, un frío que nada tenía que ver con la temperatura de la calle. Se llamaba Elena. Era alta, de una delgadez frágil, y vestía de un negro tan profundo que parecía absorber la poca luz que se filtraba por mi ventana polvorienta. Sus ojos eran dos pozos de un duelo tan fresco y crudo que casi podía olerlo, la herida aún abierta y supurando.
—Mi hijo… desapareció hace seis meses —dijo, su voz era un hilo, una cuerda de violín a punto de romperse—. Se llamaba Mateo. Tenía diecisiete años. Salió de casa una tarde para ir a la biblioteca y… nunca volvió. La policía cerró el caso. Sin pistas, sin cuerpo, sin peticiones de rescate. Simplemente… se desvaneció en el aire.
Colocó una llave sobre el mostrador de madera, arañado por décadas de dolor ajeno. El sonido del metal contra la madera fue el único ruido en la tienda durante un minuto entero. —Su habitación. Está intacta. Nadie ha entrado desde entonces. He sellado la puerta. No puedo soportarlo. Pero tampoco puedo… dejarlo ir. He oído hablar de usted. De su trabajo. Quiero que la fotografíe. Quiero… —su voz se quebró— necesito saber que sigue allí. De alguna forma. Que no se ha ido del todo.
La bajeza de mi oficio nunca me había parecido tan evidente, tan vil. ¿Qué clase de monstruo se aprovecha de la esperanza desesperada de una madre para la que su hijo desaparecido no está muerto, sino solo "ausente"? Un monstruo como yo, al parecer. Un fotógrafo de la pena, un mercenario de la memoria. Cogí la llave. Su contacto era frío.
La habitación de Mateo era un santuario congelado en el tiempo. Un Pompeya adolescente, preservado bajo una capa de polvo y silencio. El olor era abrumador: una mezcla de ropa sucia, el dulzor de un desodorante juvenil y ese hedor a ausencia que tan bien conocía. Pósters de bandas de rock que ya nadie escuchaba colgaban de las paredes, sus rostros sonrientes una burla a la quietud del lugar. Una pila de libros sobre astrofísica y filosofía en la mesilla de noche. Una guitarra eléctrica apoyada en una esquina, sus cuerdas cubiertas por una fina capa de polvo, esperando unas manos que nunca volverían. La cama estaba sin hacer, las sábanas un nudo de angustia adolescente. La ropa del día anterior, unos vaqueros y una sudadera, tirados en una silla como un sudario abandonado.
Era una ausencia tan ruidosa, tan llena de la vida que la había habitado, que el aire se sentía denso, difícil de respirar. Aquí no hacía falta buscar el epicentro del dolor. La habitación entera era una herida abierta, un corazón que había dejado de latir.
Monté la cámara sobre su trípode de madera de nogal, mis movimientos lentos, reverenciales, como los de un sacerdote en un lugar sagrado. No me centré en un solo objeto. Decidí capturar la habitación entera en una sola placa, el ecosistema completo de una vida interrumpida. El alma del lugar. Utilicé una exposición extremadamente larga, de casi una hora, dejando que el obturador de la vieja bestia se abriera y se bebiera la quietud, la pena, el silencio, las preguntas sin respuesta que flotaban en el aire como esporas.
Mientras la placa se exponía, sentí un frío que no era físico. Un descenso súbito de la temperatura en la habitación, la sensación inequívoca de que no estábamos solos. El pelo de mi nuca se erizó. Era la sensación que siempre precedía a una buena foto. Una foto verdadera. Una foto terrible.
El clímax de mi trabajo, la verdadera consumación de mi arte profano, siempre ocurría en la soledad roja de mi cuarto oscuro. Era mi ritual, mi misa negra, mi confesión. El olor acre de los químicos, el suave murmullo del agua corriendo, la tensión expectante mientras el papel en blanco, puro y virginal, se sumergía en la cubeta del revelador.
La imagen de la habitación de Mateo empezó a emerger, como un fantasma tomando forma en la penumbra. Primero las líneas generales, las siluetas de los muebles: la cama, la ventana, la silla. Luego los detalles, cobrando vida como recuerdos olvidados: los libros, los pósters, las cuerdas de la guitarra. Todo estaba allí, con esa claridad etérea y dolorosa, esa pátina de tristeza que solo mi cámara sabía capturar. Pero no había nada más. Busqué una silueta, una mancha de luz, un eco fantasmal. Nada. Sentí una punzada de decepción, extrañamente mezclada con un alivio inmenso. Quizás esta vez solo sería una foto de una habitación vacía. Un simple recordatorio, no una profanación. Un trabajo limpio.
Estaba a punto de pasar la foto al baño de detención, finalizando el proceso, cuando algo en la esquina superior derecha de la imagen me llamó la atención. Cerca de la ventana. Parecía… borrosa. Una imperfección en la emulsión. Entrecerré los ojos, me acerqué hasta casi tocar el líquido con la nariz. No estaba borrosa. Algo estaba escrito en el cristal de la ventana, como si estuviera empañado por un vaho que no debería estar allí, en una habitación sellada durante seis meses.
Saqué la foto del revelador, mis manos temblaban, salpicando el químico sobre el suelo de hormigón. La llevé bajo la luz roja de seguridad, el corazón martilleándome contra las costillas como un pájaro atrapado. Las letras eran infantiles, torpes, como si hubieran sido escritas con un dedo tembloroso en el vaho de un espejo. Pero eran legibles. Terriblemente legibles.
"NO FUE CULPA TUYA".
Me quedé sin aliento. Un jadeo que fue un golpe. ¿Un mensaje? ¿Del chico? ¿Para su madre? Era increíble, era imposible, pero ahí estaba, grabado en la emulsión de plata, una voz del más allá capturada por mi máquina del tiempo. Un milagro nacido de la pena. Un consuelo fantasmal que podría, quizás, aliviar el alma torturada de Elena.
Pero entonces, mientras mis ojos se acostumbraban a la imagen, vi el resto. El diablo siempre está en los detalles.
Debajo de la frase, había otra imagen que empezaba a tomar forma en el revelador, más débil, más sutil, como un pensamiento a medio formar. Al principio no la entendí. Era un reflejo en el cristal de la ventana. Un reflejo distorsionado de la habitación. Pero no era la habitación que yo había fotografiado. Era la misma habitación, pero en un momento diferente. En el reflejo, la silla donde Mateo había dejado su ropa no estaba vacía. Había alguien sentado en ella.
Una figura. No la de Mateo. Era la de un hombre. Un hombre mayor, con el pelo ralo y gafas. Su rostro estaba en la sombra, pero su silueta era pesada, familiar. Y en su mano, había algo que brillaba débilmente bajo la luz de la lámpara de la mesilla.
Incliné la foto, forzando la vista, mi respiración contenida. La imagen se volvió más clara, más nítida, como si la propia fotografía quisiera que viera, que entendiera. El objeto en la mano del hombre era una jeringuilla.
Un escalofrío helado, una serpiente de hielo, me recorrió la espalda y se instaló en la base de mi cráneo. Esto no era un mensaje de consuelo. Era una puta prueba. Una acusación silenciosa desde la tumba. La foto no había capturado la ausencia de Mateo. Había capturado la memoria del lugar. El último recuerdo de la habitación. La última persona que había estado allí con él.
El dilema moral me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago. ¿Qué coño hacía yo ahora? Mi trabajo era vender ecos poéticos, ofrecer consuelos ambiguos a gente rota y con dinero. No era un puto detective de homicidios. Si le enseñaba esta foto a Elena, le estaría entregando una verdad que la destrozaría mil veces más que la incertidumbre. Le estaría dando la imagen de su hijo siendo, probablemente, drogado y secuestrado por alguien que conocía, alguien a quien dejaba entrar en su casa. O peor. Le estaría robando la frágil y última esperanza a la que se aferraba, la idea de que su hijo simplemente se había marchado para empezar una nueva vida.
Pero, ¿y si esa verdad, por monstruosa que fuera, era lo que necesitaba para encontrar la paz? No la paz del olvido, sino la paz de la justicia, la paz del final de una búsqueda. ¿Quién era yo para decidir qué fantasmas debía enfrentar una madre? ¿Tenía derecho a censurar la memoria de una habitación? Mi trabajo, que siempre había navegado en aguas moralmente grises, acababa de hundirse en un abismo de negro absoluto. Podía quemar la foto. Podía hacer una copia nueva, una que no revelara nada, y entregarle a Elena una simple y hermosa imagen de una habitación vacía, dejándola con su dolor limpio y sin respuestas. O podía entregarle la verdad. Una verdad que la rompería en un millón de pedazos, pero que quizás, solo quizás, la haría libre.
La decisión me carcomió durante dos días y dos noches. La foto de la habitación de Mateo me miraba desde mi mesa de trabajo, una ventana a un horror que nunca debería haber presenciado. La ausencia se había convertido en una presencia. Una presencia que exigía una respuesta, una acción.
Al final, supe que no había elección. No realmente. No ser el portador de la verdad no me hacía menos responsable de ella. Ignorarla me convertía en cómplice.
Llamé a Elena. Su voz al otro lado del teléfono era un hilo de esperanza nerviosa. Vino a mi estudio, sus ojos buscando en mi rostro una respuesta que yo no podía darle. Le entregué la fotografía en un sobre grueso y sellado.
—A veces, la cámara ve más de lo que vemos nosotros, Elena —le dije, mi voz sonaba hueca, distante—. Y a veces, el vacío está lleno de respuestas. Pero tenga cuidado. Las respuestas no siempre traen la paz. A menudo, traen la guerra.
Ella abrió el sobre con manos temblorosas. Vi cómo sus ojos recorrían la imagen, cómo su rostro pasaba de la confusión a la incredulidad, y finalmente, a un horror tan profundo y silencioso que pareció absorber todo el aire de la habitación. Vio las palabras en la ventana. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla. Y luego, sus ojos se fijaron en el reflejo. Su mano voló a su boca, ahogando un grito que nació en lo más profundo de su ser. Su cuerpo se sacudió. Sus ojos se clavaron en la figura del hombre en la silla. Y un único sonido escapó de sus labios, un susurro roto, lleno de una traición insondable.
—Tío Robert…
No hizo más preguntas. No lloró más. Se quedó de pie, rígida como una estatua, mirando la foto, la verdad revelada en plata y químicos. La ausencia de su hijo se había llenado, no con un fantasma consolador, sino con la cara de un monstruo familiar. Para ella, el mundo, su pasado, su presente y su futuro, había cambiado para siempre en ese instante.
Se marchó con la foto, sin decir una palabra más. Unas semanas después, leí en las noticias que su cuñado, Robert, un respetado médico de familia, había sido arrestado en conexión con una red internacional de trata de personas. Habían encontrado pruebas irrefutables en su casa. Pruebas que la policía nunca habría buscado sin el catalizador de una madre que, de repente, sabía exactamente a quién y qué mirar.
Me quedé solo en mi estudio, rodeado de mis ausencias enmarcadas. Había hecho lo correcto, supongo. Había entregado una verdad que condujo a una justicia. Pero no me sentía como un héroe. Me sentía sucio. Profanador. Había convertido el dolor más íntimo y sagrado de una madre en una prueba de cargo. Había vendido un eco y había entregado un veredicto de culpabilidad.
Entendí entonces la verdadera naturaleza de mi oficio. No capturaba el pasado. Capturaba las cicatrices que el pasado deja en el presente. Y a veces, esas cicatrices no son para ser admiradas en la pared de una galería. Son para ser seguidas, como el rastro de sangre de una bestia herida, hasta su misma guarida. El vacío, aprendí ese día, no es un lienzo en blanco. Es un espejo. Y hay que tener mucho, mucho cuidado con lo que le pides que te refleje. Porque a veces, te devuelve la mirada. Y el rostro que ves en él es el del monstruo que siempre estuvo allí, en la habitación de al lado, sonriendo en las cenas familiares.

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