La Erosión Cósmica 4: El Testamento de la Última Humana

 

El Proyecto Prometeo se había convertido en la tumba de la esperanza, el mausoleo de la razón. El conocimiento de la oferta de Kaelen Rhys no trajo alivio a nuestro pequeño búnker en el fin del mundo; lo envenenó con una nueva clase de desesperación. La atmósfera ya no era de trabajo frenético, sino de una quietud sepulcral, la calma que precede a la aceptación del veredicto. Los pocos científicos que quedaban habían abandonado sus consolas. ¿Qué sentido tenía seguir midiendo y catalogando los parámetros de nuestra propia ejecución? Se dedicaban a los pequeños y fútiles rituales de los condenados: escribían cartas a familias que nunca las leerían, escuchaban música clásica con los ojos cerrados, intentando absorber una última dosis de belleza humana, o se sentaban en la cantina, bebiendo el alcohol de reserva en un silencio denso y fraternal. El mundo, para ellos, se había reducido a la aceptación.

Pero para mí, el mundo acababa de volverse infinitamente más complejo. La oferta de Rhys no era una salvación; era una sentencia de exilio de una magnitud que ningún ser humano había enfrentado jamás. La elección no era entre vivir o morir, una decisión simple y animal. Era entre dos tipos diferentes de muerte: una rápida, limpia y compartida con cada alma que había existido; o una lenta, solitaria y eterna, una muerte del corazón en un cuerpo de inmortalidad prestada.

Pasé las siguientes horas en un debate febril y silencioso conmigo misma, un juicio celebrado en el tribunal de mi propia conciencia. ¿Qué derecho tenía a sobrevivir cuando todos los demás, miles de millones de almas, perecerían? ¿Qué sentido tenía ser la única memoria de una especie si no había nadie con quien compartirla, nadie que pudiera entenderla? Sería como ser un libro escrito en un idioma muerto, en una biblioteca de un solo estante flotando en la nada. ¿No era eso un acto de egoísmo supremo, una traición final a la solidaridad de nuestra extinción compartida?

Mi primer instinto, el instinto humano, fue rechazarlo. La idea de una eternidad de soledad era un horror que empequeñecía a la propia Erosión. Era preferible el abrazo caliente y fugaz de la aniquilación junto a los míos que el frío eterno de una supervivencia sin sentido. Me acerqué a Ben, que estaba sentado frente a una pantalla muerta, su rostro una máscara de pena.

—No puedo, Ben —dije, mi voz era un susurro ronco—. No soy tan fuerte. Es demasiado. Prefiero… prefiero quedarme.

Vi una extraña mezcla de alivio y decepción en sus ojos. Alivio porque no lo abandonaría. Decepción porque una parte de él, la parte del científico, anhelaba que el experimento continuara, que los datos sobrevivieran.

—Prepara la matriz de transmisión, Ben —le ordené—. Envía mi negativa a Kaelen. Dile que le agradezco su sacrificio. Y que lo esperamos aquí. Para el final.

Mientras Ben se preparaba para teclear la sentencia de muerte de nuestra última y extraña esperanza, algo me detuvo. No fue una voz, ni una epifanía. Fue una imagen. La imagen de mi padre, enseñándome las constelaciones cuando era niña, su voz llena de asombro mientras me hablaba de la luz de estrellas muertas. "Nunca mueren del todo, Aris", me había dicho. "Mientras alguien las mire, su luz sigue viajando".

Dejé a Ben en la sala de control y deambulé por los pasillos vacíos del búnker. Mis pasos me llevaron, sin que yo lo quisiera, a la sala de archivos, el arca de Noé digital que habíamos intentado construir en nuestra arrogancia. El proyecto había sido abandonado hacía semanas. Era un intento patético de preservar una fracción de la cultura humana en servidores de datos que serían borrados junto con todo lo demás. Entré en la oscuridad. El aire era frío, olía a metal y a electricidad estancada.

Me senté en el suelo, en el centro de la habitación, rodeada por los fantasmas silenciosos de la humanidad. En esos discos duros dormían Homero, Da Vinci, Mozart, Einstein. La Capilla Sixtina reducida a píxeles. La Novena Sinfonía convertida en unos y ceros. La ecuación de la relatividad, una simple cadena de texto. Y me di cuenta. Si yo moría, todo eso moría para siempre. No solo la memoria de mi madre, o el recuerdo del sabor del café, o el dolor de un corazón roto. Todo. Cada poema, cada descubrimiento, cada acto de bondad o de crueldad. Todo el jodido y glorioso desastre de la experiencia humana se convertiría en un grito en un universo sordo y vacío. Mi deber no era para con mi propia felicidad, ni para con mi miedo a la soledad. Mi deber era para con la memoria de la especie. Yo era la última luz de una estrella moribunda. Y tenía el deber de seguir viajando.

Regresé a la sala de control. Ben tenía los dedos sobre el teclado, a punto de enviar el mensaje. Me miró, con los ojos llenos de lágrimas.

—Espera —dije, mi voz era firme por primera vez en días—. No envíes eso.

Ben me miró, confundido.

—Prepara la matriz de transferencia, Ben. Según mis especificaciones. Dile a Kaelen que acepto.

La decisión estaba tomada. Iba a convertirme en el arca viviente, en el último testigo.

Las últimas horas de la humanidad no las pasé sumida en el pánico o en la pena. Las pasé en un febril y último acto de creación. Con la ayuda de Ben, que ahora trabajaba con la energía desesperada de quien tiene un propósito final, comencé a grabar "El Testamento de la Última Humana". No era un diario. Era una cápsula del tiempo dirigida a nadie, a un dios hipotético, o quizás solo a mí misma, para no olvidar.

Grabé todo lo que pude recordar. La historia de la humanidad, desde las primeras herramientas de piedra hasta las naves estelares, con todas nuestras guerras estúpidas, nuestro arte sublime, nuestros descubrimientos que nos acercaron a las estrellas y a nuestra propia destrucción. Intenté describir el sabor de la lluvia sobre la tierra seca, la sensación de la hierba bajo los pies descalzos, la complejidad desgarradora de una sonata de Bach, la calidez de la mano de mi madre. Intenté destilar la esencia de la experiencia humana en datos puros, un sermón final para un universo vacío. Ben se convirtió en mi último aliado, mi confesor, el único testigo de mi transformación de mujer a recuerdo.

La cuenta atrás en la pared de la sala de guerra marcaba las últimas horas. El personal que quedaba se había reunido en la cantina para una última y silenciosa vigilia. Ben y yo nos quedamos solos. Era el momento.

Nos despedimos. No hubo un gran discurso. No hubo abrazos llorosos. Él simplemente me miró, y en sus ojos vi el reflejo de todo el miedo y toda la valentía de nuestra especie.

—Gracias por no dejarme sola, Ben —le dije.

—Alguien tenía que apagar la luz —respondió, con una sonrisa triste.

Le di una única y última orden. —Cuando la transferencia comience, quiero que sobrecargues el reactor del búnker. Destruye todos los sistemas. Nadie debe saber de la burbuja de Rhys. La historia de la humanidad debe terminar con un final limpio, no con el asterisco de una superviviente solitaria. Nuestra tumba no debe ser profanada.

Él asintió, entendiendo la necesidad de ese último acto de borrado.

Entré en la cámara de transferencia, una pequeña cápsula de metal y cristal conectada a la antena de neutrinos. Las luces se atenuaron. La secuencia se inició. Cerré los ojos, respirando por última vez el aire de mi mundo. Y sentí cómo la conciencia de Kaelen Rhys, a través de años luz de distancia, llegaba como un torrente de datos, de cansancio infinito y de una extraña paz. Y sentí cómo mi propia conciencia, mi "yo", mi Aris, comenzaba su viaje hacia el faro. La experiencia fue indescriptible. Fue un desgarro del alma. La sensación de ser descompuesta en información pura, cada recuerdo, cada emoción, cada pensamiento, convertido en un cuanto de luz y enviado a través del vacío a una velocidad imposible.

La escena final se dividió en dos, un díptico del fin y el principio. En el búnker de Gobi, un Kaelen Rhys físicamente envejecido, ahora habitando el cuerpo de un hombre de setenta años pero con la mente que yo le había entregado, abrió los ojos. Se levantó de la silla donde yo había estado sentada. Caminó hacia la superficie. La Erosión ya estaba aquí. Vio cómo la Vía Láctea, nuestra majestuosa espiral de luz, comenzaba a ser devorada por el borde de la oscuridad. Y sonrió. Una sonrisa de paz final, de deber cumplido. Había vuelto a casa para morir.

A la vez, a una distancia que ya no tenía sentido, en el corazón de la burbuja de realidad, yo abrí mis nuevos "ojos". Ya no veía a través de la óptica limitada de un par de retinas humanas. Veía directamente a través de los sensores de la singularidad. Veía el universo como una sinfonía de datos, las leyes de la física como las notas de una canción. Y vi a la Erosión. No como un frente de oscuridad, sino como lo que realmente era: un muro de silencio absoluto, de entropía perfecta, que se acercaba para reclamar mi pequeña y temblorosa isla de existencia.

Estaba a salvo.

Y estaba, ahora y para siempre, con una soledad tan vasta y tan profunda que tenía su propia forma de gravedad, completamente sola.

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