La Erosión Cósmica 3: El Réquiem de las Constelaciones


El mundo ya no tenía futuro; solo una rutina de extinción. El apocalipsis se había vuelto jodidamente aburrido. La visión de Andrómeda muriendo en el cielo nocturno, esa herida abierta en el cosmos, se había convertido en el nuevo y macabro espectáculo global. La gente salía de sus refugios por la noche no para ver las estrellas con asombro, sino para verlas desaparecer con una resignación vacía. El caos inicial, los disturbios, los cultos del fin del mundo, toda esa furia de los primeros meses se había consumido a sí misma, dejando tras de sí una apatía generalizada, una depresión colectiva del tamaño de un planeta. La humanidad, enfrentada a una sentencia de muerte ineludible, no había encontrado a Dios ni se había unido en una última y gloriosa muestra de solidaridad. Simplemente, se había rendido.

¿Para qué luchar, para qué robar, para qué rezar, si el veredicto ya estaba escrito en el firmamento con tinta de estrellas muertas? Las calles de las ciudades, antes escenarios de pánico, ahora estaban silenciosas, pobladas por gente que caminaba con la mirada perdida, esperando el final no con miedo, sino con un agotamiento infinito. En el Proyecto Prometeo, el ambiente era el de una unidad de cuidados paliativos. Ya no buscábamos una solución. Éramos los médicos que acompañan al moribundo en sus últimos días, registrando sus constantes vitales, no para curarlo, sino para documentar con una precisión clínica el proceso de su muerte. Nos habíamos convertido en los cronistas de nuestra propia aniquilación.

La llamada, el último giro del cuchillo del destino, llegó desde el pasado. Desde la tumba. Estaba revisando los viejos datos de Kaelen Rhys, una y otra vez, buscando algún detalle que se nos hubiera escapado, no por esperanza, sino por pura obstinación profesional. Era mi forma de negarme a sentarme y esperar en silencio. Fue Ben, mi leal y roto acólito, quien encontró la anomalía.

—Doctora… hay un archivo de audio aquí. Encriptado. Oculto en una subrutina de los datos originales de la "Sombra que Cae". Parece… un mensaje de voz.

Tardamos horas en romper el cifrado. Y entonces, la voz de Kaelen Rhys, grabada hacía veinte años, llenó el silencio de la sala de control. Era la voz de un hombre roto, pero lúcido. Un fantasma hablándonos desde el otro lado de su propia tumba profesional.

"Si alguien escucha esto", decía, su voz un susurro rasposo, "significa que es demasiado tarde. El mundo no me creyó, y supongo que a vosotros tampoco os lo ha puesto fácil. Pero hay una última pregunta que no me dejaron responder. Una que me ha atormentado durante dos décadas en mi exilio. La Erosión no es uniforme. La aniquilación no es perfecta. Hay… vacíos en su frente. Pequeños puntos ciegos. Como si la marea de la nada estuviera evitando ciertas rocas. O como si algo, en esas rocas, pudiera resistir el embate. Busquen la asimetría, quienquiera que sean. La respuesta, la última y jodida pregunta, está en la imperfección".

El mensaje terminó. El silencio que dejó atrás era ensordecedor.

La mayoría de los pocos científicos que quedaban en el Proyecto Prometeo desestimaron el mensaje con un gesto de cansancio.

—Puntos ciegos… ¿y qué? —dijo Moreau, un físico francés cuyo cinismo se había vuelto legendario—. Unas cuantas estrellas que tarden un poco más en morir. Aunque encontremos algo que sobreviva, no nos salvará a nosotros. Es un ejercicio inútil. Pura masturbación intelectual.

Tenía razón, por supuesto. Era inútil. Pero la futilidad, a veces, es la única motivación que le queda a un condenado. El derrotismo se había convertido en la nueva lógica. La mayoría abogaba por pasar los últimos días con sus familias, abandonando el proyecto. El enemigo ya no era la Erosión; era la desesperanza.

Pero yo me negué a rendirme. No por la esperanza de salvación. Esa zorra me había abandonado hacía mucho. Sino por pura y jodida curiosidad científica. La idea de una "asimetría" en la aniquilación perfecta, un error en el código del apocalipsis, era un puzzle demasiado tentador para ignorarlo. Rhys, a través de su mensaje póstumo, se había convertido en mi mentor final. No me había dado una solución. Me había dado una última pregunta que merecía ser respondida, aunque solo fuera para que la última conciencia humana muriera sabiendo un poco más.

Así que nos pusimos a trabajar. Ben y yo. Los dos últimos locos en el manicomio del fin del mundo. Iniciamos una búsqueda frenética en los terabytes de datos que habíamos acumulado. Reprocesamos cada imagen, cada lectura del frente de la Erosión, buscando esas imperfecciones, esos puntos ciegos. Era como buscar una aguja en un pajar cósmico, y el pajar entero estaba ardiendo y a punto de convertirse en ceniza.

Los días se convirtieron en un borrón de café sintético, pantallas de datos y la sensación constante de la guillotina cósmica pendiendo sobre nuestros cuellos. La cuenta atrás en la pared marcaba menos de una semana. Y entonces, lo encontramos.

Un único punto. Un píxel en el mapa de la aniquilación. Un sistema estelar solitario, en un brazo olvidado de la Vía Láctea, que según todas nuestras proyecciones, debería haber sido borrado por la Erosión hacía meses. Pero seguía allí. Parpadeando en nuestros sensores. Una isla de existencia en un océano de la nada. Un error en el código. Una blasfemia contra la ley de la entropía.

Apuntamos todos los instrumentos que nos quedaban, desde los radiotelescopios hasta los detectores de neutrinos, hacia ese sistema. Y lo que descubrimos fue una locura que hacía que la propia Erosión pareciera lógica en comparación.

El sistema no estaba vacío. Había planetas. Pero en su centro, no había una estrella. Había una singularidad artificial. Un objeto del tamaño de una luna pequeña, que no era ni un agujero negro ni una estrella de neutrones, y que emitía un campo de energía de una frecuencia que nunca habíamos visto. Un campo que parecía "repeler" activamente la Erosión, creando una pequeña y temblorosa burbuja de realidad a su alrededor. Y los datos de la singularidad, los patrones de su emisión de energía, coincidían con una precisión aterradora con las últimas y radicales teorías que Kaelen Rhys había publicado antes de su exilio. Teorías sobre la conciencia como una fuerza capaz de manipular el tejido del espacio-tiempo.

La verdad me golpeó con la fuerza de una explosión de supernova. Rhys no se había retirado a una isla a pudrirse en la autocompasión. Había seguido trabajando en secreto. Había encontrado la forma de construir un escudo, una anomalía. Había creado un puto milagro.

Pero el milagro tenía un precio. Para alimentar ese escudo, para sostenerlo contra la presión infinita de la nada, se necesitaba una cantidad de energía y procesamiento de datos que ninguna máquina, ninguna IA, podía generar. Se necesitaba… una mente. Una conciencia humana, conectada, amplificada, convertida en el motor de su propia salvación.

En un último y desesperado intento, sin saber si serviría de algo, modulé un rayo de neutrinos y envié un mensaje a la singularidad. La secuencia más simple y universal que conocía. Una cadena de números primos. Era como gritar en medio de un huracán.

Esperamos. Un día. Dos. La cuenta atrás marcaba menos de setenta y dos horas. Y cuando ya había perdido toda esperanza, la singularidad respondió.

En la pantalla principal del observatorio, apareció un único mensaje. No en un código complejo. En un simple texto.

"Os veo, Aris. Sabía que al final lo encontrarías. La lógica siempre encuentra el camino. Pero el faro necesita un farero. Y después de veinte años, estoy muy cansado".

Era Kaelen Rhys.

Estaba vivo. O una versión de él lo estaba. Había transferido su conciencia a la máquina. Se había convertido en el guardián de su propia y solitaria burbuja de realidad. Nos estaba ofreciendo un arca. Un refugio en el fin del universo.

Pero entonces llegó la segunda parte del mensaje.

"La matriz de transferencia solo tiene energía para un viaje. Y la burbuja solo puede sostener una conciencia a la vez. No puedo traerte aquí, Aris. Pero puedo ir a buscarte. Puedo intercambiar mi lugar por el tuyo. Puedo darle a la humanidad un último testigo. Alguien que recuerde que existimos. La elección es tuya".

Me quedé mirando la pantalla, el texto brillando en la oscuridad de la sala de control. A mi lado, Ben empezó a llorar en silencio.

La elección.

Podía quedarme y morir con el resto de mi especie, un final limpio, solidario. O podía aceptar la oferta de Rhys. Podía convertirme en la última humana. La única memoria viviente de la Tierra, de Shakespeare, de la guerra, del amor, del dolor. Condenada a una eternidad de soledad, flotando en una burbuja de realidad prestada mientras el resto del universo se desvanecía en el silencio. El faro necesita un farero.

Miré la cuenta atrás en la pared. Cuarenta y ocho horas. Y por primera vez, no sentí miedo. Sentí una calma terrible. La calma de la decisión final.

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