La Erosión Cósmica 2: El Sermón de la Entropía
Mi mundo ya no era el observatorio. Mi mundo se había encogido al tamaño de una cifra: setecientos dieciocho días. El conocimiento de la aniquilación inminente no es una carga, es un tumor. Un cáncer en la conciencia que hace metástasis en cada pensamiento, que convierte cada amanecer en una cuenta atrás y cada atardecer en un recordatorio de que el tiempo se agota. La certeza del fin no te libera; te encadena a un calendario de verdugo. Ben y yo nos movíamos por la sala de control, antes un santuario de lógica y descubrimiento, ahora la capilla ardiente de un universo entero. El mapa tridimensional de la Erosión seguía en la pantalla principal, una esfera de negrura perfecta que crecía en nuestras simulaciones, un dios oscuro y silencioso al que ahora rendíamos un culto de terror y fascinación. Ya no hablábamos del tiempo. Hablábamos de lo que quedaba de él.
El silencio entre nosotros había cambiado. Ya no era el silencio profesional de dos colegas concentrados en su trabajo. Era el silencio de dos condenados a muerte en la misma celda, dos desconocidos unidos por la intimidad más terrible de todas: la certeza compartida de su propio fin. Ben había superado el pánico inicial, reemplazándolo por una extraña y febril calma, una serenidad de nihilismo absoluto. Se había enamorado de la belleza matemática de nuestra propia destrucción. Yo, en cambio, sentía el peso aplastante de la responsabilidad. No había descubierto una anomalía. Había desenterrado la tumba de todo lo que existía, y ahora la pestilencia de ese conocimiento se me pegaba a la piel.
Sabía, con una claridad que me helaba el alma, que no podía guardar este secreto. Mantener a la humanidad en la ignorancia no era un acto de piedad. Era el acto de arrogancia definitivo, el de un dios decidiendo que sus hijos no merecían saber que el templo se les iba a caer encima. Era éticamente monstruoso. Así que hice lo único que una científica, lo único que un ser humano decente podía hacer: decidí contárselo al mundo.
Organicé una conferencia de prensa de emergencia, una transmisión global a todas las agencias espaciales, a los principales consorcios de noticias, a cualquiera que quisiera escuchar. Preparé mis datos, mis simulaciones, las imágenes del antes y el después, la evidencia irrefutable. Mi objetivo no era sembrar el pánico. Qué ilusa. Mi objetivo era iniciar la conversación más importante de la historia de la humanidad: ¿Qué hacemos, como especie, cuando sabemos la hora exacta de nuestra muerte?
La respuesta del mundo fue un muro. Un muro de negación, de burla y de una ira visceral. Los gobiernos, aterrorizados por la idea de perder el control, me acusaron de alarmista, de una científica renegada buscando sus quince minutos de fama a costa de la estabilidad mundial. Otras instituciones científicas, consumidas por la envidia o por un miedo paralizante, desacreditaron mis hallazgos. Hablaron de "errores de cálculo estadísticamente probables", de "artefactos instrumentales no considerados", de "la arrogancia de una sola investigadora desafiando el consenso". El consenso. Esa palabra tan cómoda para describir la cobardía colectiva. Las religiones, desde sus púlpitos de oro y marfil, me tacharon de blasfema, de una mensajera del diablo que pretendía usurpar el misterio del juicio final.
Y la sociedad, en su conjunto, me ignoró. La verdad era demasiado grande, demasiado terrible, demasiado abstracta para ser procesada. Era más fácil, más reconfortante, creer que la científica estaba loca a que el universo se estaba muriendo. La noticia duró un ciclo informativo, un parpadeo en la corriente incesante de mierda que llamábamos actualidad, y luego fue reemplazada por el último escándalo de una celebridad o la última escaramuza en alguna frontera olvidada. Me convertí en una Casandra moderna, una loca que gritaba sobre el fin del mundo en una plaza pública donde todos llevaban auriculares.
Fue entonces cuando Kaelen Rhys me contactó de nuevo. Su voz, a través del comunicador encriptado, sonaba a la de un hombre que asiste al mismo funeral por segunda vez.
—Lo intenté, Aris. Hace veinte años. Presenté mis datos, mi "Sombra que Cae", a un comité secreto de defensa global. Me llamaron loco. Me quitaron mis credenciales, me amenazaron con declararme un riesgo para la seguridad nacional y enterraron mi trabajo bajo siete llaves de secretismo. No puedes luchar contra la inercia de la negación, Aris. Es una fuerza de la naturaleza más poderosa que la gravedad. El cerebro humano no está diseñado para procesar su propia extinción.
Él era mi único aliado. Y era un aliado impotente, un fantasma en un sistema que había decidido olvidarlo. Su advertencia se clavó en mi alma, no como una profecía, sino como un epitafio.
Pero la Erosión no esperaba a que el mundo creyera. No le importaba nuestro escepticismo. Un mes después, otro cúmulo de galaxias, el M81, mucho más cercano, mucho más brillante, un vecino visible para cientos de telescopios de menor potencia en todo el mundo, desapareció. Esta vez, no hubo ambigüedad. Docenas de observatorios, desde Hawái hasta la India, registraron el mismo evento. O, más bien, el mismo no-evento. Un parpadeo. Y luego, el vacío.
Ya no era la palabra de Aris Thorne contra el mundo. La evidencia estaba ahí, innegable, un nuevo agujero en el cielo nocturno, una pupila de la nada mirándonos directamente.
Y el mundo, que había ignorado el susurro, se rompió ante el grito.
La noticia se filtró al público no como una teoría, sino como un hecho. Y el tejido de la civilización, que siempre había creído más frágil de lo que parecía, se desintegró con una velocidad aterradora. El pánico fue instantáneo y global. Los mercados bursátiles no se desplomaron; simplemente, dejaron de existir. El dinero se convirtió en papel sin valor en cuestión de horas. Los gobiernos, despojados de su autoridad por una amenaza contra la que no podían legislar ni bombardear, se volvieron inútiles.
Y las ciudades se sumieron en el caos. Vi las imágenes en mi búnker en Atacama. Disturbios en Tokio. Saqueos en Nueva York. Guerras civiles espontáneas en media docena de países. Y el auge de los cultos. Cultos del fin del mundo que celebraban la llegada de la "Nada Purificadora", que realizaban suicidios en masa para "adelantarse al borrado". Otros, más violentos, predicaban un apocalipsis de fuego y sangre, un último y glorioso festín de anarquía antes del silencio final. La humanidad no se unió ante la amenaza existencial. Se devoró a sí misma. La bestia que siempre había vivido bajo la fina capa de la civilización se había liberado, y estaba hambrienta.
Fue en medio de ese caos cuando me contactaron. Un consorcio de lo que quedaba de los gobiernos del G8 y las corporaciones tecnológicas más grandes, el mismo grupo que me había llamado loca, ahora me suplicaba ayuda. Me sacaron de Atacama en un avión hipersónico y me llevaron a una instalación secreta, un búnker excavado bajo el desierto de Gobi, el último bastión de la razón en un mundo que se había vuelto loco.
Me presentaron el "Proyecto Prometeo". Un esfuerzo desesperado, un Ave María científico, reuniendo a las mentes más brillantes que quedaban en el planeta para entender y, si era posible, combatir la Erosión. Me pusieron al frente. No por respeto a mi descubrimiento. Sino para tener un chivo expiatorio, una cara a la que culpar cuando todo fallara.
Y todo falló.
Los meses que siguieron fueron una agonía de ingenio inútil. Nos enfrentábamos a un enemigo que no tenía física, ni energía, ni materia. Un enemigo que era pura ausencia. Lanzamos sondas de taquiones al corazón del vacío; fueron borradas de la existencia, sin dejar ni un eco de datos. Intentamos crear un campo de contención de energía de punto cero alrededor de una pequeña zona del frente de la Erosión; fue consumido sin dejar rastro, como una gota de agua en una hoguera. La Erosión no interactuaba con el universo. Lo deshacía. Lo des-creaba.
Cada experimento era un fracaso. Y cada fracaso consumía semanas de la cuenta atrás que se proyectaba en la pared de la sala de guerra del Proyecto Prometeo, un reloj del juicio final que nunca se detenía. La lucha, nos dimos cuenta, no era por la salvación. Era por el conocimiento. Era por el último y desafiante acto de la humanidad: morir sabiendo qué coño nos estaba matando. Por no enfrentarnos al abismo como animales asustados, sino como seres conscientes que, hasta el último segundo, intentaron comprender.
Y entonces, la cuenta atrás bajó de los cien días. Y el apocalipsis dejó de ser una simulación en nuestras pantallas y se convirtió en un espectáculo en el cielo.
La Erosión había llegado al borde de nuestro grupo local. Había tocado a nuestra galaxia vecina, Andrómeda.
Subimos a la superficie esa noche. Yo, Ben, los otros científicos del Proyecto Prometeo. Dejamos atrás el aire reciclado y la luz artificial del búnker y nos enfrentamos al cielo del desierto. Millones de personas en todo el mundo hacían lo mismo. Dejaron de saquear, dejaron de luchar, dejaron de rezar. Y miraron hacia arriba.
Andrómeda, normalmente una mancha lechosa y reconfortante en la oscuridad, era un campo de batalla silencioso. Vimos, con nuestros propios ojos, cómo las estrellas de sus brazos espirales exteriores empezaban a parpadear. Como velas en una corriente de aire. Una se apagaba. Luego otra. Y otra. Una ola de oscuridad se movía a través de ella, borrando soles y mundos con una calma terrible, implacable.
Estábamos viendo morir a una galaxia en tiempo real.
El terror en la superficie del planeta fue absoluto. Un silencio global cayó sobre la humanidad, el silencio de una especie que por primera vez en su historia, entendía de forma visceral su propia e inminente aniquilación. No era una amenaza lejana. No era una ecuación en una pizarra. Era un espectáculo en el balcón de nuestra casa.
La nada estaba a la vuelta de la esquina. Y nos estaba mirando. Y en el silencio de ese desierto, bajo el resplandor de una galaxia moribunda, entendí la verdad final. El universo no nos odiaba. No nos amaba. Simplemente, no le importábamos. Y nuestro final no sería una tragedia épica. Sería, simplemente, el punto final de una frase que nadie recordaría jamás.
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