La Ciudad de los Ojos Vacíos


El Berlín de 1946 no era una ciudad. Era el cadáver de una ciudad. Un esqueleto de edificios destripados que arañaban un cielo del color de la ceniza. El aire olía a ladrillo pulverizado, a humedad y a la podredumbre agridulce de un millón de sueños quemados. Yo, Hans, regresé a este infierno no como el soldado que se fue, sino como un fantasma buscando a otros fantasmas. Volví a mi barrio, a mi calle, esperando encontrar, entre los escombros, los restos de la vida que me habían arrancado. Encontré algo mucho peor.

Mi apartamento, o lo que quedaba de él, seguía en pie, una herida abierta en la fachada de un edificio moribundo. Subí los cuatro pisos, cada escalón un eco de un tiempo más feliz. La puerta estaba entreabierta. Entré.

Y allí estaba ella. Mi Greta. Estaba de pie junto a la ventana, barriendo con una escoba un suelo que ya no tenía nada que barrer. Llevaba el mismo vestido de flores que le había regalado en nuestro último aniversario antes de que el mundo se fuera a la mierda. Pero no era ella.

—Greta —dije, mi voz un graznido, una cosa extraña que no reconocía.

Se giró. Su rostro, aquel que había sido el mapa de mi mundo, estaba liso, vacío. Una máscara de porcelana sin una sola grieta de emoción. Sus ojos, esos ojos que me habían mirado con amor, con ira, con pasión, ahora eran dos pozos de una calma muerta. Me miraron, pero no me vieron.

—La cena estará lista a las siete —dijo, su voz era un murmullo monótono, funcional—. Hay que limpiar los escombros. El orden es necesario.

Se volvió y continuó barriendo, barriendo la nada, el polvo de nuestro pasado. Me acerqué, cogí su hombro. No hubo reacción. Era como tocar a una estatua. El calor de su piel estaba ahí, pero el alma que la habitaba se había marchado.

Salí del apartamento, con el corazón hecho un nudo de hielo en el pecho. En la calle, la pesadilla continuaba. Vi al viejo Herr Schmidt, el panadero, apilando ladrillos con una precisión mecánica, su rostro normalmente jovial ahora tan expresivo como la piedra que sostenía. Vi a Frau Becker colgando ropa imaginaria en un tendedero roto. Se movían, respiraban, trabajaban. Pero sus ojos… todos tenían los mismos ojos. Ojos vacíos. Eran autómatas. Fantasmas de carne y hueso en una ciudad de fantasmas de piedra.

Esta plaga del alma, esta epidemia de vacío, parecía confinada a nuestro distrito, a las pocas manzanas que habían sido el epicentro de los combates más brutales durante la Batalla de Berlín. Los rusos por un lado, los últimos restos de las SS por el otro. Un infierno de artillería y fuego que había durado semanas.

Busqué respuestas. Hablé con un médico del ejército soviético, un hombre joven con ojos viejos que había visto demasiado.

—Es el shock de guerra, camarada —me dijo, encendiendo un cigarrillo—. El peor que he visto. Sus mentes se han roto. Han construido un muro para no sentir nada. Es un mecanismo de defensa. Quizás con el tiempo…

Pero yo sabía que no era eso. El shock de guerra deja temblores, pesadillas, gritos en la noche. No deja este… orden vacío. Esta calma aterradora.

Un oficial estadounidense de la zona de ocupación me dio otra teoría. —Gas nervioso, quizás. Algún residuo que quedó en los sótanos. Afectó sus cerebros. No hay nada que podamos hacer. Esta gente está perdida, soldado.

Pero los cuerpos no estaban perdidos. Estaban perfectamente funcionales. Lo que se había perdido era la persona que había dentro.

Empecé mi propia investigación, una obsesión nacida de la desesperación. Me convertí en un arqueólogo de la catástrofe reciente, excavando en las ruinas no en busca de tesoros, sino de respuestas. Mi búsqueda me llevó a los sótanos del Hospital de la Charité, que había sido usado como hospital de campaña por las SS en los últimos días de la guerra.

El lugar era una visión del infierno. Camillas oxidadas, instrumental quirúrgico esparcido, y el olor penetrante a desinfectante y a gangrena. La mayoría de los archivos habían sido quemados, un intento desesperado por borrar los pecados antes de la llegada de los rusos. Pero en una caja de metal olvidada en una sala de almacenamiento inundada, encontré un puñado de documentos empapados pero legibles.

Los llevé a mi apartamento, y a la luz de una lámpara de queroseno, los descifré. Hablaban de un proyecto. "Projekt Vergessen". Proyecto Olvido.

No era un arma letal. Era algo mucho más siniestro. Un gas experimental, un agente neurotóxico diseñado no para matar, sino para borrar. Su objetivo era la parte del cerebro que alberga la memoria personal, la emoción, la individualidad. El "yo". La teoría de su creador era que un soldado sin miedo, sin recuerdos de su familia, sin dilemas morales, sería el soldado perfecto. Una herramienta obediente. Y que una población civil despojada de su identidad sería incapaz de organizar una resistencia.

Los informes hablaban de pruebas fallidas, de efectos secundarios impredecibles. Y la última entrada, fechada en los últimos días de la batalla, hablaba de un plan desesperado. "Liberación del compuesto V-7 en el sector norte para suprimir la disidencia y el pánico ante el avance enemigo".

Mi barrio.

La verdad me golpeó con la fuerza de un obús. No había sido un accidente. No era el trauma de la guerra. Había sido un acto deliberado. Durante los bombardeos finales, los proyectiles que contenían el gas debieron romperse, liberando su veneno silencioso en los sótanos y refugios donde mi familia y mis vecinos se habían escondido. No los había matado. Los había vaciado. Los había convertido en los soldados perfectos de una guerra que ya había terminado, condenados a una paz de obediencia mecánica.

Encontrar al arquitecto de este infierno se convirtió en mi única razón para vivir. Su nombre estaba en los documentos: Dr. Klaus Richter. Un brillante neurocientífico que había vendido su alma al Reich por la promesa de recursos ilimitados para sus retorcidos experimentos. Los registros oficiales decían que había muerto durante la caída de Berlín. Pero yo no me lo creí. Los monstruos como él eran demasiado buenos para morir. Sabían cómo esconderse.

Pasé semanas siguiendo un rastro de fantasmas. Un antiguo enfermero que recordaba haberlo visto huir del hospital. Un susurro en el mercado negro sobre un "médico" que vivía como un ermitaño en la zona más devastada de la ciudad, en las ruinas del Tiergarten.

Lo encontré en un búnker antiaéreo medio derrumbado. Vivía como una rata, rodeado de libros y de los restos de su investigación. Era un anciano, encorvado y frágil, con una barba amarillenta y unos ojos que todavía ardían con una inteligencia fanática. Estaba sentado en una silla, mirando un mapa de la ciudad. No se sorprendió al verme.

—Hans —dijo, su voz era un susurro polvoriento—. El marido de Greta. Sabía que algún día vendrías.

—¿Por qué? —le pregunté, mi mano sobre la pistola que llevaba bajo el abrigo. La tentación de acabar con él allí mismo era una bestia hambrienta en mi interior.

Sonrió, una mueca sin dientes. —¿Por qué? Porque funcionó. Mire la ciudad, soldado. Caos. Venganza. Odio. Pero en su pequeño distrito… hay orden. Hay silencio. Hay paz. Una paz perfecta. Les quité su capacidad de sufrir. ¿No es eso un acto de piedad?

—Les quitó su capacidad de amar. De recordar. Les quitó el alma —repliqué, mi voz tembaba de rabia.

—El alma es una ficción, soldado. Un concepto poético para el caos de nuestras reacciones químicas. Yo lo reemplacé con un propósito. Reconstruir. Obedecer. Sin el lastre del dolor, del miedo, de la pena… son la humanidad perfecta. Una humanidad que por fin puede alcanzar la paz. Mi único error fue la dosis. Fue liberado en pánico, sin control.

—¿Hay un antídoto? —pregunté, aferrándome a una última y estúpida esperanza.

Se rio. Una risa seca, como hojas muertas arrastradas por el viento. —Un antídoto… ¿Un antídoto para la paz? ¿Querría usted devolverle el dolor a un hombre al que le han amputado una pierna gangrenada? No, soldado. No hay antídoto. No se puede reconstruir lo que ha sido borrado. Solo queda el silencio. La paz del olvido.

La confrontación que había imaginado, el momento de venganza, se disolvió en la nada. Matarlo no cambiaría nada. No le devolvería el alma a Greta. Sería un acto tan vacío como los ojos de mi esposa. Me di la vuelta y lo dejé allí, en su tumba de hormigón, un rey demente reinando sobre un imperio de polvo y locura.

No hay una cura mágica. No hay un final feliz en esta historia. La verdad no me liberó. Me encadenó a una nueva clase de infierno. El infierno de la elección.

Podía marcharme. Abandonar Berlín, abandonar a la cáscara vacía que antes era mi esposa. Buscar una nueva vida en algún lugar donde las ruinas no me susurraran al oído. Intentar olvidar. O podía quedarme.

Y me quedé.

Me quedé para cuidar de ella. Le preparo la cena a las siete. Me aseguro de que no se haga daño mientras limpia obsesivamente los escombros de un mundo que ya no existe para ella. A veces, por la noche, le cojo la mano. Su piel es cálida, pero es como coger la mano de una muñeca. Le hablo de nuestro pasado, de nuestros recuerdos, con la vana esperanza de que una palabra, un eco, pueda encender una chispa en el vacío de sus ojos. Nunca funciona.

Me he convertido en el guardián de un barrio de fantasmas vivientes. El único hombre con memoria en una ciudad de autómatas. La tragedia final de la guerra, he aprendido, no son las ciudades en ruinas, ni los millones de muertos. Son los supervivientes. Aquellos que caminan, respiran, pero que han perdido todo aquello que los hacía humanos. Aquellos que han sido condenados a la paz perfecta del olvido. Y yo, que recuerdo por todos ellos, estoy condenado a llevar su dolor.


Portada del libro El rugido de Pavía

¿Te ha gustado este relato?

Si disfrutas de mis historias, te va a fascinar la intriga, la acción y la aventura de mi novela histórica "El rugido de Pavía".

Disponible en formato Tapa Blanda y eBook.

¡Consíguelo ahora en Amazon!

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 2: El Rastro del Fantasma

El Fotógrafo de Ausencias | Un Relato de Misterio y Duda Moral

El Silencio de las Estrellas Muertas | Un Relato de Terror Cósmico