El Último Encierro de San Fermín | Un Relato de Fantasía y Horror Folclórico


Hay dos tipos de miedo en la calle Estafeta a las ocho de la mañana. Está el miedo limpio, eléctrico, de los guiris y los novatos. Un miedo de adrenalina, una emoción de parque temático con cuernos reales. Y luego está el nuestro. El miedo de los veteranos. Un miedo sucio, pesado, un respeto reverencial a la tonelada de músculo y furia que te puede reventar el alma contra los adoquines. Llevaba treinta años corriendo, desde que era un mocoso con más cojones que cabeza. Me llamo Iñaki. Y creía conocer todas las caras del miedo. Hasta que conocí al Toro de la Mala Luna.

El cohete explotó en el cielo pálido de Pamplona, una señal de que las puertas del infierno se habían abierto. El primer estruendo sordo de los cascos sobre el asfalto retumbó en mi pecho. Siempre el mismo ritual. La misma canción. La manada subía por Santo Domingo, compacta, una avalancha de poder animal. Los corredores, una marea blanca y roja, se abrían a su paso. Pero ese día, algo era diferente.

En medio de los cabestros y los otros toros, venía él. Era una aberración. Un toro negro como una noche sin estrellas, pero de un tamaño que desafiaba la genética. Sus músculos se movían bajo la piel con la potencia de pistones industriales, y su testuz era una fortaleza de hueso de la que brotaban dos cuernos que no parecían astas, sino dagas de obsidiana. Pero no fue su tamaño lo que me heló la sangre. Fueron sus ojos.

Cuando la manada nos alcanzó, el caos se desató. Corredores cayendo, gritos, el olor a sudor y a pánico. Yo hice lo de siempre: encontré mi sitio, medí la distancia, corrí pegado al lomo de uno de los toros, sintiendo el calor de la bestia, la emoción pura de la danza con la muerte. Pero el toro negro se separó de la manada. Con una inteligencia antinatural, ignoró a los corredores caídos, a los que citaban su atención. Se detuvo en mitad de la calle, algo que un toro de lidia nunca hace. Y me miró.

Sus ojos no eran los de un animal. Eran antiguos. Calculadores. Llenos de una malicia fría y primigenia. No me miraba como un obstáculo. Me miraba como un objetivo. Me estaba estudiando. Me estaba juzgando. Por primera vez en treinta años, en esa calle que era el patio de mi casa, no sentí el miedo del corredor. Sentí el terror primordial de la presa.

Arrancó. No a la carrera, sino con una aceleración explosiva. La gente gritaba. Me lancé hacia el vallado, sintiendo su resoplido, un aliento que olía a tierra mojada y a algo más antiguo, en mi nuca. El cuerno rozó mi fajín rojo, rasgando la tela. Me estrellé contra la madera, con el corazón intentando salirse por la boca. El toro se detuvo a unos metros, se giró, y me dedicó una última mirada, una mirada que decía: "Esto es solo el principio". Y luego, continuó su camino hacia la plaza, dejando tras de sí un silencio aterrado.

La obsesión es un cáncer que crece en la tierra fértil del miedo. El resto del día, no pude quitarme de la cabeza la imagen de esos ojos. Los otros corredores hablaban de la brutalidad del toro, de su tamaño. Pero solo yo había visto la inteligencia que ardía en su interior.

Esa tarde, en la plaza, hizo una carnicería. Pero no una carnicería ciega. Era selectiva. Ignoró al picador, jugó con el banderillero y, cuando el matador, un joven y arrogante sevillano, salió a la arena, el toro no embistió. Lo esperó. Lo estudió. Y cuando atacó, no fue a la muleta, fue al hombre. Lo desarmó con una astucia diabólica y luego, en lugar de matarlo, lo humilló, persiguiéndolo por la arena hasta que el torero, llorando de rabia y de miedo, tuvo que saltar la barrera. La plaza guardó un silencio sepulcral. Aquello no había sido una corrida. Había sido una lección.

Investigué el origen del animal. El hierro en su lomo pertenecía a la "Ganadería Negra" de los valles de Baztán. Un nombre que se susurraba en los caseríos, envuelto en leyendas oscuras. Fui a los archivos, a las bibliotecas, buscando cualquier cosa sobre ellos. Los libros de tauromaquia apenas los mencionaban. Pero en los viejos textos de antropología y folclore vasco, encontré las historias.

No criaban toros. Criaban deidades. La leyenda decía que la familia, hacía siglos, había hecho un pacto con las antiguas entidades de la tierra y la montaña. Con Mari, la dama de Anboto. Con Akerbeltz, el macho cabrío de los aquelarres. A cambio de prosperidad, cada cierto número de generaciones, un "Toro Divino", un avatar de la fuerza primordial de la tierra, nacería en su ganadería. Un toro que no estaba destinado al matadero, sino a un ritual. Un juicio.

Los textos hablaban de un "rey corredor", un hombre de la ciudad que, por su valentía o su arrogancia, era "marcado" por la bestia. El toro no buscaba matarlo en la calle. Buscaba ponerlo a prueba, empujarlo a un enfrentamiento final, una danza sagrada entre el hombre y el dios-bestia que debía culminar en la arena de la plaza. Un duelo que restauraba un equilibrio cósmico que yo no podía ni empezar a comprender.

Cada día del encierro, el toro, al que los periódicos ya habían bautizado como "Aker" por su parecido con el diablo de las leyendas, me buscaba. Me ignoraba si estaba en un grupo, pero si me aislaba, sentía su presencia, su mirada fija en mí. No me atacaba con furia. Me probaba. Me cortaba el paso, me obligaba a hacer recortes imposibles, me empujaba al límite de mi habilidad y mi coraje. Era una conversación sin palabras, una serie de preguntas formuladas con cuernos y pezuñas. ¿Eres digno? ¿Eres el elegido?

Mi mundo se encogió. Dejé de hablar con mi familia, con mis amigos. Me miraban con preocupación, veían la obsesión en mis ojos. No lo entendían. No era una carrera, no era un deporte. Era un destino. Estaba siendo cortejado por un dios antiguo con forma de toro, y el lecho nupcial iba a ser la arena de la plaza.

Llegó el último día de las fiestas. El encierro fue el más rápido y limpio de todos. Aker corrió con la manada, sin desviarse, como si tuviera prisa por llegar a su cita. Sabía que esa tarde, sería lidiado. O, más bien, que esa tarde, celebraría su ritual.

Ningún torero quería enfrentarse a él. Tuvieron que sortearlo. Le tocó a un viejo matador de Logroño, un hombre al final de su carrera que aceptó por dinero y por un orgullo mal entendido.

Yo estaba en la grada, pero no como espectador. Estaba vestido de blanco y rojo. Esperando.

La corrida fue una farsa. El torero estaba aterrorizado. Hacía pases lejanos, torpes. El toro ni siquiera lo miraba. Aker caminaba por la arena, olfateando el aire, su enorme cabeza girando, buscando entre la multitud. Buscándome a mí. Sus ojos se encontraron con los míos. Y en ellos, vi la invitación final.

El torero, en un intento desesperado por salvar el honor, se perfiló para la estocada. Fue un suicidio. Aker no se movió. Esperó a que el hombre estuviera a un metro de él, y entonces, con un movimiento lateral de una velocidad imposible, lo golpeó con el testuz. No lo corneó. Lo partió en dos. El cuerpo del matador voló por los aires como un muñeco de trapo.

La plaza gritó, un único aullido de horror. El pánico se desató. Pero Aker no hizo nada más. Se quedó en el centro de la arena, bajo el sol implacable, y me miró. Me estaba esperando.

Ignoré los gritos, las manos que intentaban detenerme. Salté la barrera. La arena estaba caliente bajo mis zapatillas. El silencio cayó sobre la plaza, un silencio denso, expectante. Ahora solo éramos él y yo. El hombre y el dios.

No tenía capote, ni espada. Solo mi cuerpo y treinta años de conocimiento inútil. Esto no era una corrida. Era un duelo. Una conversación.

Caminé hacia él. Él resopló, sus pezuñas escarbaron en la arena. No me citó, no lo provoqué. Simplemente, empecé a moverme. A danzar. La danza que había bailado en las calles durante tres décadas. Corrí hacia él, y en el último segundo, hice un quiebro, mi cuerpo pasando a centímetros de su cuerno. Él giró, más rápido que cualquier toro que hubiera visto, y volvió a encararme. Repetí el movimiento, una y otra vez. Era un lenguaje. Un diálogo de movimiento y riesgo. No intentaba dominarlo. Le estaba mostrando mi respeto. Le estaba diciendo: "Te veo. Reconozco tu poder. Y no te temo".

La danza duró una eternidad. Mi cuerpo gritaba de dolor, mis pulmones ardían. Pero mi mente estaba en calma. Había encontrado el propósito de mi vida en el ojo de un dios salvaje.

Finalmente, me detuve, exhausto, en el centro de la arena. Él se detuvo frente a mí. Estábamos a pocos metros, mirándonos. Su respiración era una nube de vaho. La mía, un jadeo roto. El ritual estaba llegando a su fin. Y sabía lo que exigía. Un final. Un sacrificio.

Extendí los brazos, en un gesto de aceptación. "Estoy aquí", pensé. "Tómame. He cumplido mi parte".

Aker bajó la cabeza. No para embestir. Para mostrar respeto. Y luego, con una última mirada que contenía todo el conocimiento antiguo de la tierra, se giró y caminó lentamente hacia la puerta de toriles. Se detuvo en el umbral, se volvió a mirarme una última vez, y luego desapareció en la oscuridad.

Me quedé solo en la arena, de rodillas, llorando. No de miedo, ni de alivio. Lloraba por la belleza terrible de lo que acababa de presenciar. Había vencido. Pero mi victoria no fue matarlo. Fue entenderlo. Fue mirarlo a los ojos y ser reconocido como un igual.

Pamplona celebró el fin de las fiestas. Hablaron del toro asesino que perdonó a un corredor loco. Se convirtió en una leyenda más, una historia que contar en los bares. Ignorantes del ritual cósmico que acababan de presenciar.

Yo me convertí en una leyenda también. El hombre que bailó con el diablo y vivió para contarlo. Pero mi victoria fue una tragedia personal. Nunca más volví a correr. ¿Cómo podría? Después de haber danzado con un dios, ¿qué emoción puede ofrecerte un simple animal?

El miedo que sentí ese primer día no era el miedo a la muerte. Era el miedo a ser juzgado. Y el terror de ser, finalmente, considerado digno. El Toro de la Mala Luna no vino a reclamar mi vida. Vino a reclamar mi alma. Y se la llevó. Dejándome aquí, en el silencio que sigue a la fiesta, con el eco de su resoplido como única compañía.

Portada del libro El rugido de Pavía

¿Te ha gustado este relato?

Si disfrutas de mis historias, te va a fascinar la intriga, la acción y la aventura de mi novela histórica "El rugido de Pavía".

Disponible en formato Tapa Blanda y eBook.

¡Consíguelo ahora en Amazon!

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 2: El Rastro del Fantasma

El Fotógrafo de Ausencias | Un Relato de Misterio y Duda Moral

El Silencio de las Estrellas Muertas | Un Relato de Terror Cósmico