El Culto del Cuerpo Vacío | Un Relato de Terror y Ciencia Ficción


La primera vez que oí hablar del Culto del Anfitrión Vacío fue en una morgue. Siempre es en las morgues donde las verdades más feas de la ciudad deciden quitarse el maquillaje. El cuerpo sobre la plancha de acero pertenecía a una chica llamada Lidia. Veintidós años. Estudiante de arte. Había desaparecido durante una semana. Hacía dos días, había vuelto a su apartamento como si nada. Y hacía doce horas, sus vecinos la habían oído gritar. Un único y largo grito que terminó con el sonido de algo pesado golpeando el suelo.

El forense, un viejo cínico llamado Mateo, me señaló el cuerpo. —No hay drogas en su sistema, detective Rivas. Ni veneno. Ni signos de violencia externa. Pero mira esto.

Levantó la sábana. El cuerpo de Lidia estaba contorsionado en una postura imposible, sus huesos rotos desde dentro, sus músculos desgarrados como si una fuerza brutal hubiera intentado salir de ella. Y su rostro… su rostro era una máscara de éxtasis y terror absoluto, los ojos desorbitados mirando algo que no estaba en esta realidad.

—Su compañera de piso dijo que estaba… cambiada —continué, leyendo mis notas—. Que hablaba de forma extraña, con una voz más profunda. Que de repente sabía de astrofísica y de matemáticas cuánticas. Y que sus ojos… dijo que sus ojos parecían vacíos. Como si mirara a través de ti.

Mateo asintió. —En su apartamento, encontramos esto pintado en la pared del dormitorio. Con su propia sangre.

Me mostró una foto. Un símbolo. Una silueta humana estilizada, pero con la cabeza hueca, un círculo vacío. Y dentro del círculo, un punto de luz, como una estrella solitaria. El emblema del Culto del Anfitrión Vacío.

Las sectas no eran nada nuevo en esta ciudad enferma de soledad. Había cultos del fin del mundo, cultos del placer, cultos que adoraban a IAs olvidadas. Pero este era diferente. No prometían la salvación, ni el poder, ni el paraíso. Prometían el vacío. La trascendencia a través de la abdicación. Y yo, que llevaba veinte años navegando en la mierda humana, supe que estaba a punto de sumergirme en el pozo más oscuro de todos.

Infiltrarme fue demasiado fácil. Los cultos como este no se esconden. Anhelan proselitismo. Se presentan como grupos de meditación avanzada, de filosofía transhumanista. Su líder era un hombre carismático y elocuente llamado Elías Thorne, un antiguo neurocientífico que había perdido su licencia por realizar experimentos no autorizados sobre la conciencia. Ahora era un mesías de la nueva era, con una legión de seguidores con dinero, educación y un agujero en el alma del tamaño de un planeta.

Su templo era un loft minimalista en la zona rica de la ciudad, un espacio de paredes blancas, luz suave y un silencio que pretendía ser pacífico, pero que a mí me sonaba a la quietud de una habitación acolchada. Los miembros eran como te los imaginas: jóvenes brillantes y perdidos, viejos ricos aterrorizados por la muerte, artistas buscando una musa más allá de lo humano. Todos hablaban con la misma serenidad ensayada sobre la "gloria de ser un recipiente".

—La conciencia humana es una prisión, detective —me dijo Elías en nuestra primera conversación, sus ojos claros mirándome con una compasión que me revolvió el estómago—. Es una jaula hecha de miedo, de ego, de recuerdos dolorosos. Nacemos con una sentencia de soledad. Nosotros… hemos encontrado la llave.

La "llave" eran sus rituales. La "Apertura", como la llamaban. Me uní a una de esas sesiones. Nos llevaron a una sala oscura, nos tumbaron en colchonetas y nos pusieron unos cascos que emitían un campo electromagnético de baja frecuencia, mientras una voz hipnótica nos guiaba en una meditación profunda. El objetivo, decía Elías, era "silenciar al yo", "vaciar la vasija", "abrir la puerta" para que algo más pudiera entrar.

No sentí nada, más allá de un dolor de cabeza incipiente. Pero a mi lado, un joven ejecutivo de una tecnológica empezó a temblar. Murmuraba en un idioma que no era humano, una serie de clics y silbidos guturales. Cuando la sesión terminó, se levantó. Sus ojos, antes llenos de una ansiedad nerviosa, ahora tenían la calma vacía y alienígena que la compañera de piso de Lidia había descrito. Miró a Elías y asintió, una sonrisa extraña en su rostro.

—Ha llegado —dijo, su voz era un barítono profundo, irreconocible—. La sabiduría de las estrellas fluye a través de mí.

Elías sonrió. —Bienvenido, Hermano-Anfitrión.

Presencié más "Aperturas". Vi a otros miembros ser "habitados". Algunos describían experiencias de éxtasis, de conocimiento cósmico. Una mujer se puso a escribir ecuaciones complejas en una pizarra, afirmando que estaba transcribiendo la física de un universo de once dimensiones. Pero vi el otro lado de la moneda. Vi a un hombre entrar en un estado catatónico del que nunca salió. Vi a una joven cuya piel empezó a desarrollar sutiles patrones bioluminiscentes, como un pez abisal. Y vi a otro, un antiguo soldado, ser "habitado" por una presencia que no era de paz y sabiduría. Lo sujetaron entre cuatro mientras destrozaba los muebles de la sala, gritando en un lenguaje de pura rabia, su cuerpo retorciéndose en ángulos imposibles.

Elías lo justificaba todo. "A veces, la conexión es imperfecta. A veces, el recipiente no es lo suficientemente puro y la señal se distorsiona". Afirmaba estar en contacto con una "Federación Cósmica de la Luz", inteligencias pacíficas que querían compartir su conocimiento con nosotros para ayudarnos a evolucionar.

Pero yo había visto el cuerpo de Lidia. Eso no era evolución. Era una aniquilación.

Hackeé los sistemas de Elías. Mi trabajo como detective me había enseñado que toda secta, por muy espiritual que sea, tiene una contabilidad. Y la encontré. No en sus finanzas, sino en sus registros de datos neuronales. Elías no se comunicaba con una federación. La señal que recibía, la que canalizaba hacia sus seguidores, venía de una única fuente. Una fuente que no estaba en las estrellas, sino en algún lugar mucho más cercano. Una señal en una frecuencia subespacial que los astrónomos habían catalogado como "ruido anómalo" y que provenía de la dirección de Titán, la luna de Saturno.

Y los datos que recibía de esa señal no eran mensajes de paz. Eran planos. Planos para construir algo. Un dispositivo. Y el componente principal de ese dispositivo eran las mentes de sus seguidores.

El clímax de su plan se llamaba el "Gran Advenimiento". Iba a ocurrir durante la próxima alineación de Saturno con la Tierra. Elías iba a conectar a cincuenta de sus "anfitriones" más fuertes a una máquina central, usando sus mentes vacías como una antena psíquica, un faro para "abrir un portal permanente y estable a la Federación". Quería traer a sus dioses a la Tierra.

Yo sabía que no traería a ningunos dioses. Traería el infierno.

La noche del Gran Advenimiento, el loft estaba lleno de una energía febril. Los cincuenta elegidos estaban tumbados en sus colchonetas, conectados por diademas de electrodos a una máquina central que zumbaba como un insecto monstruoso. Elías estaba en el centro, sus brazos extendidos, su rostro iluminado por un éxtasis demente.

—¡Hermanos! ¡Hermanas! —proclamó—. ¡Esta noche, dejamos de ser meros recipientes para convertirnos en la puerta! ¡La humanidad renacerá! ¡El vacío nos llenará!

Tenía que sabotear el ritual. Pero no podía simplemente desconectar la máquina. La retroalimentación psíquica mataría a todos los conectados al instante. Tenía que hacerlo desde dentro.

Me tumbé en mi colchoneta, en un rincón, y me puse la diadema. Cerré los ojos y me sumergí en el flujo de datos. Pero en lugar de vaciar mi mente, hice lo contrario. Me aferré a mi "yo". A mis recuerdos, a mi dolor, a mi cinismo, a mi puta y sucia humanidad. Convertí mi conciencia en una roca, en un ancla de realidad en medio de su océano de vacío autoimpuesto.

El ritual comenzó. Sentí la energía de las cincuenta mentes uniéndose, creando un faro de silencio psíquico. Y sentí cómo la señal de Titán respondía. Una presencia vasta, fría y antigua se acercaba. No era una federación. Era una sola cosa. Una conciencia depredadora, vasta y hambrienta, que había estado esperando durante eones a que una especie lo suficientemente estúpida y arrogante le abriera la puerta. No quería compartir su sabiduría. Quería nuevos cuerpos. Nuevos caballos de Troya.

Elías empezó a cantar en el lenguaje de clics y silbidos. El portal empezó a abrirse en el centro de la sala. No era un portal de luz. Era un desgarro en la realidad, una herida de un negro que absorbía toda la luz, y de su interior, vi emerger algo. Una cosa de geometrías imposibles, de tentáculos hechos de pura oscuridad.

"¡Más! ¡Necesitamos más vacío!", gritó la mente de Elías en la red psíquica.

Fue entonces cuando ataqué. Proyecté mi propia conciencia, mi roca de humanidad, en el flujo de datos. No proyecté silencio. Proyecté ruido.

Les envié el recuerdo de la autopsia de Lidia, el sonido de sus huesos rompiéndose. Les envié el miedo del soldado poseído. Les envié mi propio cinismo, mi rabia, mi pena. Les envié el caos desordenado y contradictorio de ser humano.

El efecto fue como echar un puñado de arena en los engranajes de un reloj perfecto. El faro psíquico parpadeó. La conexión se volvió inestable. El canto de los anfitriones se convirtió en un coro de gritos de confusión y dolor.

"¡Herejía! ¡El ego se resiste!", aulló Elías en mi mente. Intentó aislarme, expulsarme. Pero yo me había anclado al sistema.

El portal se encogió, inestable. La criatura que emergía chilló, un sonido que quebró los cristales de la sala en el mundo real, y fue absorbida de vuelta a su dimensión. Y la máquina central, incapaz de soportar la retroalimentación caótica, explotó.

La explosión no fue de fuego, sino de energía psíquica. Me arrancó de la red y me devolvió a mi cuerpo con una violencia brutal. La sala era un caos. Los anfitriones se convulsionaban en el suelo, gritando, sangrando por los ojos y los oídos. Algunos estaban catatónicos. Otros se atacaban entre sí, sus cuerpos habitados por fragmentos de la entidad que habían intentado invocar.

Elías Thorne estaba en el centro, junto a los restos humeantes de su máquina. No estaba muerto. Estaba vacío. Su mente, el epicentro de la explosión, había sido borrada por completo. Sus ojos eran dos orbes de cristal sin nada detrás. El profeta del vacío había encontrado su propia y personal iluminación.

Escapé en medio de las sirenas que se acercaban. El culto se disolvió esa noche, no por una redada policial, sino en un pandemonio de locura y muerte. Las autoridades lo encubrieron como un caso de drogas de diseño y psicosis masiva. Más fácil que intentar explicarle al mundo que un grupo de transhumanistas había intentado invitar a un horror lovecraftiano a instalarse en sus cuerpos.

Yo volví a mi vida de detective, a mis casos de miseria humana de baja estofa. Pero algo había cambiado. Ahora sabía que no estábamos solos. Y que las mayores amenazas no vendrían del espacio en naves de guerra. Vendrían de dentro. Del anhelo humano de ser algo más, de la desesperación por escapar de nuestra propia piel. Y supe, con una certeza que me hiela el alma cada noche, que ahí fuera, en la oscuridad fría entre las estrellas, hay cosas que escuchan. Y esperan. Esperan a que volvamos a dejar la puerta abierta. Porque la vasija más perfecta para un monstruo siempre será un cuerpo humano que se ha ofrecido voluntariamente.

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