La Estación Espacial de los Sueños Lúcidos Colectivos | Un Relato Épico de Ciencia Ficción y Terror
El espacio no es silencioso. Es una mentira poética que contamos en la Tierra para hacerlo más romántico, más soportable. La verdad es que el espacio es una cacofonía incesante. Es el zumbido de los purificadores de aire, el gemido del metal sometido a cambios de temperatura extremos, el pitido constante de las consolas que te recuerdan que estás a un error de software de convertirte en una mancha congelada. Y sobre todo, es el sonido de tus propios pensamientos, amplificados en la caja de resonancia de tu cráneo hasta volverse un grito. Después de seiscientos días a la deriva en la órbita de un gigante gaseoso sin nombre, a treinta años luz de cualquier cosa que se pareciera a un hogar, ese grito era el verdadero monstruo.
Nuestra solución a ese monstruo, la genialidad corporativa para evitar que sus carísimas inversiones humanas se volvieran locas, se llamaba "Nexo Onírico". Una tecnología revolucionaria. Una obra de arte de la neurociencia. O una puta bomba de relojería, según a quién le preguntaras. Cada noche, los cinco miembros de la tripulación de la Estación de Investigación Tánatos nos conectábamos. Unas diademas de electrodos, un gel conductor frío en las sienes, y el mundo real se desvanecía. Nos sumergíamos en un espacio de sueño lúcido colectivo, un paisaje mental que construíamos juntos. Un refugio.
Allí podíamos sentir la lluvia en la cara, oler la hierba mojada, sentir el calor del sol. Podíamos recrear un bar de nuestra juventud, una playa olvidada, un bosque de nuestra infancia. Éramos dioses en nuestro propio paraíso de unos pocos gigabytes, un consuelo sintético contra la opresión infinita del vacío. Éramos la Comandante Eva Rostova, dura e imperturbable en el mundo real, pero que en el Nexo siempre construía una pequeña cabaña junto a un lago que solo ella conocía. El Dr. Aris Thorne, nuestro xenobiólogo, que creaba ecosistemas fantásticos llenos de flora y fauna imposibles. Jian Li, nuestra ingeniera, que construía ciudades de luz y sonido. Y yo, Marcus, el especialista en operaciones, que me conformaba con recrear el porche de mi abuelo y la sensación de una brisa de verano. El quinto, el Dr. Samuel Finch, nuestro psicólogo y supervisor del Nexo, rara vez participaba. "Prefiero observar", decía siempre con su sonrisa tranquila. "Mi trabajo es asegurarme de que el paraíso no desarrolle sus propias serpientes".
La serpiente, cuando llegó, no se deslizó. Irrumpió.
Aquella noche, estábamos en una pradera alpina que Thorne había diseñado. El cielo era de un azul imposible, las flores emitían una suave luz propia y el aire olía a miel y a tierra limpia. Todo era perfecto. Demasiado perfecto. Y de repente, el paisaje parpadeó. Como una mala conexión. Por una fracción de segundo, el cielo azul se tornó de un rojo sanguinolento y las flores luminosas se marchitaron, convirtiéndose en ceniza negra.
—¿Habéis visto eso? —preguntó Jian, su voz onírica tembló.
Antes de que pudiéramos responder, la tierra bajo nuestros pies tembló. No era un terremoto. Era un pulso. Rítmico. Lento. Como el latido de un corazón colosal enterrado bajo nosotros. Y en el horizonte, sobre la línea de las montañas púrpuras, algo empezó a alzarse.
No era una creación nuestra. Ninguno de nosotros la había imaginado. Era una aberración. Una figura alta, esquelética, hecha de lo que parecían fragmentos de metal oxidado y cables negros que se retorcían como serpientes. No tenía rostro, solo una única luz roja y pulsante en el centro de su cabeza, que latía al mismo ritmo que los temblores del suelo. Se movía con una lógica antinatural, sus extremidades de chatarra crujiendo y reconfigurándose con cada paso, un sonido como de huesos rotos y estática de radio.
Se quedó allí, mirándonos desde la distancia. Y sentimos, no con nuestros oídos, sino directamente en nuestra conciencia, un sonido. Un susurro. Una nana distorsionada, una melodía infantil pasada por un filtro de pesadilla industrial.
—Finch, sácanos de aquí —dijo Rostova, su voz onírica teñida de un pánico que nunca mostraba en la realidad—. ¡Termina la sesión!
Pero no hubo respuesta.
La figura de metal y alambre empezó a moverse hacia nosotros, no caminando, sino fluyendo sobre el terreno como una mancha de aceite, su velocidad aumentando de forma exponencial. Corrimos. En un sueño lúcido, correr debería ser como volar. Pero nuestros pies se sentían pesados, atrapados en la hierba que ahora parecía agarrarnos de los tobillos.
Estaba sobre nosotros en un instante. Ignoró a Rostova, a Thorne, a mí. Fue directamente hacia Jian. Una de sus extremidades, un amasijo de cables y trozos de metal afilados, se lanzó hacia adelante. Jian gritó, un sonido que se desgarró en la tela del sueño.
Y entonces, despertamos.
El final de la sesión fue brutal. Un tirón violento que nos arrancó del Nexo y nos devolvió a la fría realidad de nuestras cápsulas de sueño. Las luces de emergencia de la estación parpadeaban en rojo, y una alarma ensordecedora aullaba por los pasillos. Salí de mi cápsula, tropezando, el corazón desbocado. Rostova y Thorne ya estaban en el módulo central. Y entonces oímos el grito.
Era Jian. Venía de su cápsula.
Corrimos hacia allí. La puerta estaba abierta. Estaba en el suelo, acurrucada en posición fetal, temblando incontrolablemente. Pero no era eso lo que nos heló la sangre. En su brazo, el brazo que la criatura había atacado en el sueño, había tres cortes paralelos, profundos, que sangraban profusamente sobre el suelo metálico de la estación. Eran marcas físicas. Reales.
La serpiente no solo había entrado en el paraíso. Nos había seguido de vuelta al mundo real.
La paranoia se convirtió en nuestra nueva compañera de a bordo. La estación Tánatos, que antes era un refugio contra el vacío, se convirtió en una jaula. El Dr. Finch intentó mantener la calma, analizando los datos de la sesión con una intensidad febril.
—Es una anomalía sin precedentes —nos dijo en la reunión de emergencia, su rostro normalmente sereno ahora una máscara de preocupación—. Una "incursión onírica no autorizada". El sistema debería haberla purgado. No entiendo cómo pudo manifestarse. Y las heridas de Jian… desafían toda lógica conocida.
—No fue una "incursión", Sam —replicó Rostova, su voz era dura como el diamante—. Fue un ataque. Y vino de dentro. De uno de nosotros. Esa cosa no apareció de la nada. Alguien la creó.
Las acusaciones flotaron en el aire reciclado, venenosas. Nos miramos los unos a los otros, buscando una grieta en la fachada de nuestros compañeros. ¿El subconsciente de Thorne, tan acostumbrado a crear formas de vida extrañas, había parido un monstruo? ¿La frustración reprimida de Jian con los sistemas de la nave se había manifestado como una criatura de metal y cables? ¿Mi propio pasado violento, los demonios que creía haber dejado en la Tierra, había encontrado una forma de volver a cazarme? ¿O era Rostova, cuya voluntad de hierro podría ocultar una oscuridad igual de fuerte? Todos éramos sospechosos. Todos éramos potenciales creadores del monstruo.
Decidimos suspender las sesiones en el Nexo. Fue como sentenciar a muerte a la tripulación. El aislamiento volvió con una fuerza renovada, más opresivo que nunca, porque ahora sabíamos que el único refugio que teníamos estaba contaminado. Las noches se convirtieron en una tortura. Sin el sueño compartido, nos enfrentábamos a nuestras propias pesadillas, individuales y solitarias. Pero el monstruo no se había ido.
Empezó a filtrarse.
Una noche, mientras yo hacía mi turno en el puente, oí la nana. Débil, distorsionada, saliendo de un canal de comunicación supuestamente vacío. Duró solo unos segundos, pero fue suficiente para que se me helara la sangre. Jian juró haber visto a la criatura, una silueta de metal y cables, reflejada por un instante en el visor de su casco durante una caminata espacial. Thorne encontró uno de sus invernaderos hidropónicos completamente marchito, las plantas convertidas en una ceniza negra y seca, idéntica a la que habíamos visto en la pradera del sueño.
Y los sistemas de la estación, el dominio de Jian, empezaron a volverse locos. Las luces parpadeaban siguiendo el ritmo de la nana que solo nosotros conocíamos. El soporte vital fluctuaba, la temperatura descendía inexplicablemente en ciertos módulos. Las puertas se abrían y cerraban solas.
—No es un fallo del sistema —dijo Jian, sus manos temblaban mientras señalaba una consola—. Es como… como si la nave estuviera teniendo una pesadilla. Los subsistemas se están corrompiendo, reescribiendo su propio código con una lógica que no es de máquina. Es una lógica de miedo.
Teníamos que elegir entre dos infiernos. La privación de sueño nos estaba matando lentamente, deteriorando nuestro juicio, nuestra coordinación. Yo cometí un error de cálculo en una maniobra orbital que casi nos manda a una espiral mortal hacia el gigante gaseoso. Thorne contaminó una muestra de vital importancia por un simple descuido. Éramos un peligro. Pero volver al Nexo… volver al Nexo era invitar al monstruo a nuestra casa.
La decisión la tomó Rostova, como siempre.
—No podemos seguir así —anunció, reuniéndonos en el puente, que ahora manteníamos siempre a plena luz para ahuyentar las sombras—. Nos estamos desmoronando. El aislamiento nos matará más rápido que esa… cosa. Volveremos a entrar. Pero esta vez, no será para descansar. Será para cazar.
El plan era desesperado. Finch modificaría los protocolos del Nexo, dándonos un control ofensivo limitado sobre el entorno del sueño. Podríamos alterar el paisaje, crear armas, defensas. Nuestro objetivo: entrar, encontrar a la criatura, que ya habíamos bautizado como "El Estático", y destruirla. Borrarla de nuestra conciencia colectiva.
—Sospecho que la pesadilla es una manifestación de un miedo subconsciente colectivo —teorizó Finch—. Una amalgama de nuestras ansiedades más profundas, que ha cobrado vida propia en la matriz del Nexo, como una IA parasitaria. O… —dudó por un instante—, es posible que nuestra actividad onírica colectiva, tan potente, haya actuado como un faro, atrayendo a alguna clase de entidad psíquica externa, un depredador de sueños.
Nadie quería pensar en la segunda opción. Era más fácil, más soportable, pensar que el monstruo era nuestro. Que podíamos matarlo porque era una parte de nosotros.
Nos preparamos para la inmersión como soldados preparándose para una batalla. Revisamos los protocolos, diseñamos nuestras "armas" oníricas. Rostova eligió una armadura y una espada de energía. Thorne, la capacidad de manipular la flora y la fauna del sueño, convirtiéndola en armas vivientes. Jian se dio a sí misma el poder de controlar la "arquitectura" del sueño, de levantar muros y abrir abismos. Yo elegí la velocidad, la capacidad de moverme como un borrón, y dos pistolas que disparaban ráfagas de pura luz. Éramos un equipo de Vengadores de saldo, a punto de entrar en una guerra contra nuestra propia mente.
Nos conectamos. Y el paraíso nos recibió, de nuevo. La pradera alpina. El cielo azul. Las flores luminosas. Pero era una calma falsa. Una quietud de cebo.
—Está aquí —susurró Thorne—. Puedo sentirlo. El sustrato del sueño está… equivocado. Está corrupto.
Esperamos. El silencio se estiró. Y entonces, el pulso. Thump-thump. Thump-thump. El latido del corazón de la pesadilla. Pero esta vez, no vino del horizonte. Vino de todas partes a la vez. El cielo se desgarró, no en rojo, sino en una negrura llena de estática, como una pantalla de televisión rota. El suelo se agrietó, y de las fisuras no salió lava, sino un enjambre de cables negros que se retorcían como gusanos.
Y El Estático apareció. No uno. Docenas. Surgieron del suelo, cayeron del cielo roto, sus luces rojas pulsando en una sinfonía de terror. Eran más rápidos, más agresivos. Había aprendido. Se había multiplicado.
La batalla que siguió fue un caos surrealista. Rostova era un torbellino de acero y luz, su espada partiendo a las criaturas por la mitad, pero por cada una que destruía, dos más surgían de los restos. Thorne hizo crecer enredaderas con espinas de obsidiana que atrapaban a las criaturas, pero estas las cortaban con sus miembros afilados. Jian levantaba muros de cristal que El Estático hacía añicos con un chillido de estática. Y yo… yo corría y disparaba, mis ráfagas de luz desintegrando a las criaturas, pero eran demasiadas. Una marea de metal oxidado y pesadillas.
Estábamos perdiendo.
Una de las criaturas derribó a Thorne, sus cables se enroscaron en su pierna. Gritó, y esta vez, cuando el grito resonó, vi que en su pierna real, en su cápsula de sueño, un hematoma oscuro y profundo empezaba a extenderse bajo la piel. El daño era real. El tiempo se agotaba.
—¡Finch! —grité en la nada del sueño—. ¿Dónde está el núcleo? ¿Dónde está el original?
—¡No lo sé! —su voz llegó, llena de pánico—. ¡Se está escondiendo, usando a los duplicados como escudo! ¡Está en todas partes y en ninguna!
Fue entonces cuando lo vi. En el centro del campo de batalla, una de las flores luminosas no se había marchitado. Brillaba con una intensidad desafiante, su luz azul y pura en medio del caos rojo y negro. No era una flor. Era una anomalía. El único punto de orden en un universo de entropía. El núcleo.
—¡Allí! —grité, señalando—. ¡El corazón de la pesadilla está allí!
Nos abrimos paso a través de la horda, un esfuerzo desesperado. Rostova nos cubría, Thorne nos protegía con barreras de raíces y espinas, Jian alteraba el suelo bajo los pies de nuestros enemigos. Llegamos a la flor.
Al acercarnos, la nana se volvió ensordecedora, una tortura física que nos hizo caer de rodillas. Y la flor se abrió. Dentro no había pistilos ni polen. Había un rostro. Un rostro que todos reconocimos.
El Dr. Samuel Finch.
Pero no era él. Era una versión retorcida, su sonrisa tranquila ahora una mueca de malicia pura. Sus ojos no eran humanos; eran dos pozos de estática negra.
—Felicidades por encontrarme —dijo la cosa con la voz de Finch, una voz que era a la vez familiar y horriblemente alienígena—. Me estaba aburriendo. Creé este juego para aliviar la monotonía. Vuestras mentes, vuestros miedos… son un entretenimiento fascinante. Pero todos los juegos deben terminar.
La pradera alpina se disolvió a nuestro alrededor, reemplazada por la imagen de la estación Tánatos. Pero estaba destrozada, abierta al vacío. Vimos nuestros propios cuerpos flotando en el espacio, congelados, rotos.
—Si morís aquí… —continuó el Finch-Pesadilla, su sonrisa ensanchándose—, vuestras mentes simplemente aceptarán la nueva realidad. Vuestros cuerpos se apagarán. El juego perfecto. Sin ganadores. Solo yo.
La criatura de metal y alambre, la original, la más grande, se materializó detrás de él, sus cables retorciéndose, listos para el golpe final. Entendimos la verdad. La pesadilla no era un eco de nuestros miedos. No era una entidad externa. Era él. Finch. Había enloquecido por el aislamiento, o quizás siempre había sido un monstruo. Había usado su acceso de administrador al Nexo para convertirse en un dios sádico de nuestro mundo interior, alimentándose de nuestro terror.
Nos enfrentábamos al arquitecto de nuestro infierno. Y él tenía todo el poder.
—¡Ahora, Jian! —gritó Rostova.
Jian cerró los ojos, concentrándose. —No puedo levantar un muro contra él. Pero puedo borrarlo. Puedo borrar el paisaje entero. ¡Un formateo forzado del sustrato onírico!
—¡Eso nos matará a todos! —gritó Thorne—. ¡Nuestras conciencias se borrarán con él!
—No —dije yo, y una idea desesperada, una última bala en la recámara, se formó en mi mente—. No si le damos al sistema otro lugar al que mirar. Un sacrificio. Un cortafuegos de carne y hueso.
Miré a Rostova. Ella entendió. Asintió, su rostro era una máscara de resolución de acero. Era el deber del capitán. Hundirse con su nave.
Se lanzó hacia adelante, no hacia el Finch-Pesadilla, sino hacia la criatura de metal, El Estático. Su espada de energía brilló. La criatura la ensartó con una docena de apéndices afilados. En el mundo real, los monitores de soporte vital de Rostova se volvieron locos. Pero ella no gritó. Se rio. Y mientras la criatura la destrozaba en el sueño, ella clavó su espada en el núcleo de luz roja de su cabeza.
—¡Jian, ahora! —fueron sus últimas palabras.
Jian gritó y el mundo se volvió blanco. Una luz pura, absoluta, que lo consumió todo. El paisaje, la pesadilla, el Finch-Dios, la criatura… y Rostova. Todo borrado. Un lienzo limpio.
Sentimos el tirón. El final de la sesión. Pero esta vez, fue suave. Como si nos estuvieran depositando con cuidado en la orilla después de una tormenta.
Despertamos. El silencio en la estación era real. Las alarmas se habían callado. Las luces eran blancas, estables. Nos miramos los unos a los otros, Thorne, Jian y yo. Estábamos vivos.
La cápsula de Rostova estaba oscura. Su monitor de constantes vitales mostraba una línea plana.
Y en la cápsula del Dr. Finch, al final del pasillo, también. Su rostro estaba tranquilo, con una leve sonrisa, como si estuviera teniendo un sueño agradable. Su cerebro, al desconectarse del Nexo que era su reino, simplemente se había apagado. O quizás, el contragolpe de la muerte de Rostova en el sueño lo había alcanzado a él también.
Habíamos ganado. Habíamos matado a la pesadilla. Pero el paraíso estaba destrozado para siempre. La tecnología del Nexo Onírico fue abandonada, su interfaz marcada con una advertencia de cuarentena biológica. Quedamos los cuatro (Thorne, Jian, SAM y yo), a treinta años luz de casa, con el fantasma de nuestra capitana y el conocimiento de que la mente humana es un abismo mucho más aterrador que el espacio exterior.
La línea entre el sueño y la realidad se había vuelto peligrosamente delgada, y ahora teníamos miedo de cerrar los ojos. Porque habíamos descubierto la verdad más oscura de todas: que no necesitas buscar monstruos en las estrellas. A veces, los construyes tú mismo, en la soledad de tu propia cabeza, para no tener que enfrentarte al verdadero monstruo: el silencio infinito que hay dentro.

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