La Casa de los Ecos Invertidos | Un Relato de Terror Psicológico
Hay una mentira que nos contamos para poder dormir por la noche: que somos los arquitectos de nuestro propio destino. Que el timón está en nuestras manos. Es un placebo necesario, un cuento de hadas para adultos que nos permite caminar sobre el abismo de la aleatoriedad sin mirar hacia abajo. Pero la verdad, la puta y cruda verdad, es que solo somos hojas en un río. Y a veces, el río te susurra a dónde te va a llevar, y el sonido de las cascadas futuras es suficiente para volverte loco mucho antes de que llegues a ellas.
La casa era nuestro nuevo comienzo. La encarnación de esa mentira. Paredes blancas, espacios abiertos y una luz que se derramaba por ventanales absurdamente grandes, como si la propia arquitectura intentara forzar el optimismo. Un lienzo en blanco, dijo Clara, mientras Sofía, con sus seis años de inocencia intacta, corría por el jardín trasero, un parche de un verde casi insultante. Leo, con sus catorce años de cinismo incipiente, se limitó a encogerse de hombros y a reclamar la habitación del ático. Un nuevo trabajo para mí, un nuevo colegio para ellos, una nueva vida lejos del hedor a fracaso y a contaminación de la ciudad. Éramos la puta estampa de una familia de anuncio, reconstruyéndose.
Lo primero que noté de la casa fue el silencio. No era un silencio pacífico. Era un silencio denso, pesado. Un silencio de vacío, como el interior de una concha marina o el instante después de una explosión. Un silencio que parecía absorber los sonidos en lugar de reflejarlos. Nuestros pasos sobre el parqué de madera sonaban ahogados, nuestras voces carecían de la resonancia habitual. Era como vivir dentro de una caja forrada de terciopelo negro.
El primer eco llegó en nuestra tercera tarde allí. Hacía un sol brillante. Yo estaba en el porche, intentando montar un columpio que venía con más tornillos que sentido común. Clara estaba dentro, deshaciendo cajas. Los niños jugaban en el jardín. Y entonces lo oí. Un grito. Agudo, infantil, cortado por el pánico y el dolor. Inconfundiblemente, la voz de Sofía.
Me levanté de un salto, el corazón martilleándome en la garganta. Miré hacia el jardín. Sofía estaba perfectamente, riendo mientras perseguía una mariposa. Leo estaba tumbado en la hierba, mirando su móvil. El grito había sonado tan cerca, tan real, como si me lo hubieran susurrado al oído.
—¿Has oído eso? —le grité a Clara, que asomó la cabeza por la ventana de la cocina.
—¿Oír el qué? —preguntó, con el ceño fruncido.
Quizás lo había imaginado. El estrés. El sol. La puta frustración del manual de instrucciones del columpio. Volví a mi tarea, con un nudo de inquietud en el estómago.
Y entonces sucedió.
Cinco minutos después, quizás menos. Sofía, en su carrera, tropezó con una raíz levantada del viejo roble. Cayó. Su rodilla se golpeó contra una piedra oculta en la hierba. Y gritó.
Era el mismo grito. No uno parecido. No uno similar en tono o intensidad. Era el mismo. Exacto. Cada inflexión, cada temblor de pánico, cada nota de dolor… era una reproducción perfecta, un eco que había llegado antes que el sonido original. Me quedé helado, con una llave inglesa en la mano, la sangre drenándose de mi rostro. Clara corrió hacia Sofía, la consoló, le curó la herida. Pero cuando sus ojos encontraron los míos por encima de la cabeza de nuestra hija, vi que ella también lo sabía. El silencio de aquella casa no estaba vacío. Estaba preñado.
El nudo se convirtió en una bestia que se instaló en nuestro pecho. Los ecos invertidos empezaron a tejer la banda sonora de nuestra desintegración. Eran pequeños al principio, trivialidades que nos ponían los pelos de punta. Oíamos el tintineo de un vaso rompiéndose en la cocina, y pasábamos la siguiente hora moviendo con cuidado cada pieza de cristal, solo para que Clara, al abrir la nevera, golpeara sin querer un tarro de mermelada que caía y se hacía añicos con el sonido exacto que habíamos oído. La profecía se cumplía, burlándose de nuestros intentos por evitarla. El destino, al parecer, tenía un sentido del humor jodidamente retorcido.
Pero pronto, los ecos dejaron de ser triviales. Se volvieron siniestros.
Una noche, oímos un susurro sibilante que parecía moverse por el pasillo de arriba. "Leo". Solo eso. El nombre de mi hijo, pronunciado por una voz que no era de nadie. Subimos corriendo. Leo estaba dormido, pero con el rostro perlado de sudor, atrapado en una pesadilla. El eco no era de un evento físico, sino de una terror nocturno. La casa no solo predecía accidentes; predecía el miedo.
Empezamos a volvernos locos, cada uno a su manera. Clara intentó combatirlo con ruido. Ponía música a todas horas, la televisión siempre encendida, como si un torrente de sonido pudiera ahogar los susurros del futuro. Pero no funcionaba. Los ecos se abrían paso a través de la cacofonía, claros y nítidos, como una voz en una habitación silenciosa. Era como intentar apagar un incendio con gasolina.
Yo intenté aplicar la lógica. Compré equipos de grabación, micrófonos de alta sensibilidad. Quería capturarlos, analizarlos, encontrar una fuente, una explicación racional. Pero los ecos no se grababan. Existían en un plano puramente perceptual, un veneno que solo se podía oír, no demostrar. La casa se reía de mi ciencia.
La peor parte fue el eco de nuestra propia pelea. Una tarde, oímos nuestras voces, distorsionadas por la rabia, gritándonos cosas horribles. Palabras que nunca nos habíamos dicho, acusaciones que nunca habían cruzado nuestras mentes. "¡Siempre lo arruinas todo, David! ¡Fue un error venir aquí!". "¡Estoy harto de tu miedo, Clara! ¡Nos estás asfixiando!". Pasamos el resto del día en un silencio tenso, caminando de puntillas el uno alrededor del otro, aterrorizados de pronunciar la primera palabra que pudiera desencadenar la tormenta. La propia tensión, la ansiedad por evitar la pelea, se convirtió en el catalizador. Por la noche, una discusión estúpida sobre una factura sin pagar se convirtió en un incendio. Y las palabras salieron. Las mismas. Exactas. Escupidas con el veneno que habíamos oído horas antes. Después, nos quedamos mirándonos en la cocina, devastados, no por la pelea, sino por nuestra absoluta falta de control. Éramos marionetas, y la casa tiraba de los hilos de nuestro futuro.
La familia se rompió. Leo se encerró en su ático, comunicándose solo con gruñidos. Sofía dejó de jugar en el jardín; se sentaba en su habitación durante horas, dibujando figuras oscuras con ojos vacíos. Clara y yo dejamos de hablar, por miedo a las palabras que podríamos estar sembrando. El silencio que habíamos intentado combatir se convirtió en nuestra única defensa, un silencio ahora cargado de sospecha y de un miedo que se había vuelto rancio.
Y entonces, llegó el eco final.
Fue una noche de tormenta. La lluvia golpeaba los ventanales como puños. Estábamos cada uno en un rincón de la casa, aislados en nuestra miseria. Y el sonido llegó. No fue un susurro, no fue un golpe. Fue una secuencia. Nítida. Aterradora.
Primero, el crujido seco de la puerta del sótano siendo forzada.
Luego, un grito ahogado de Clara. Un grito de puro terror. Y unas palabras, claras como el cristal: "¡David, no, por favor!".
Después, un impacto. Un sonido sordo, pesado, húmedo. El sonido de algo duro golpeando algo blando. Un golpe. Otro.
Y finalmente, el silencio. El silencio definitivo. El silencio que lo había empezado todo, pero esta vez, sabíamos lo que significaba.
Nos encontramos en el pasillo, los cuatro. Pálidos, temblando. Habíamos oído el eco de un asesinato. Un asesinato que iba a ocurrir esa noche, en esa casa. Y la víctima, o el verdugo, tenía mi nombre.
La paranoia, que hasta entonces había sido una niebla, se convirtió en un monstruo con garras. Miré a Leo. Su rostro adolescente estaba contraído por una rabia que no entendía. ¿Odiaba tanto esta casa, nos odiaba tanto a nosotros? Miré a Clara. Sus ojos estaban desorbitados, fijos en mí. ¿Creía que yo era capaz de…? La pregunta era un veneno que se extendía por mis venas.
Mi instinto primario, el del padre, el del protector, tomó el control. Pero era un instinto corrupto por el miedo. Tenía que evitarlo. Tenía que controlar el futuro.
—¡Nadie sale de su habitación! —grité, mi voz era la de un extraño.
Corrí por la casa como un loco, recogiendo todos los cuchillos de la cocina, las tijeras, cualquier cosa afilada. Los encerré en el maletero del coche. Volví dentro y atrancé la puerta del sótano con un armario. Si la puerta no se podía forzar, el eco no podía cumplirse. ¿Verdad?
Mi familia me observaba como si fuera un monstruo. Y quizás lo era. Estaba aterrorizado, y mi terror me estaba convirtiendo en el carcelero de mi propia casa.
—David, me estás asustando —susurró Clara, retrocediendo.
—¡Es por vuestro bien! —repliqué, y el eco de mi propia voz sonó a la de un demente.
Me quedé en el salón, en la oscuridad, vigilando. Cada crujido de la casa era un presagio. Cada sombra, una amenaza. Necesitaba un arma. Para protegerlos. De lo que fuera que viniera. Mis ojos se posaron en el atizador de la chimenea. Hierro macizo. Pesado. Lo cogí. Su peso en mi mano era frío, definitivo. Me senté en el sofá, frente a las escaleras, el atizador en mi regazo. Esperando.
Pasaron las horas. La tormenta amainó. El silencio volvió a caer sobre la casa, pero ahora era un silencio que gritaba. El cansancio empezó a vencerme. Quizás me había equivocado. Quizás al evitarlo, lo había roto.
Fue entonces cuando oí un ruido arriba. Un suelo que crujía. Clara.
Subí las escaleras, con el corazón desbocado y el atizador firmemente agarrado. La puerta de nuestra habitación estaba entreabierta. Me asomé. Clara estaba junto a la ventana, con una pequeña maleta en la mano. Intentaba escapar. De la casa. De mí.
Al verme, se le escapó un sollozo. —Tengo que sacar a los niños de aquí, David. Te has vuelto loco.
Intentó pasar a mi lado, hacia la puerta. La bloqueé. —Nadie se va. No hasta que amanezca. No es seguro.
—¡El peligro eres tú! —gritó, empujándome.
Forcejeamos en el umbral. Y entonces, desde el pasillo, apareció Leo. Había oído los gritos. En su mano, levantada, había una lámpara de mesa de latón. Pesada. Su rostro era una máscara de miedo y rabia adolescente.
—¡Deja a mi madre en paz! —gritó.
Y todo hizo clic en mi cabeza de una forma horrible, distorsionada. El eco. El asesino. Era Leo. Iba a atacar a su madre.
—¡Leo, no! —grité, y me abalancé hacia él, apartando a Clara de un empujón para interponerme.
Mi intención era detener a mi hijo. Proteger a mi esposa. Evitar el eco.
Pero el universo tiene un sentido de la ironía cruel y preciso.
El empujón fue demasiado fuerte. Clara perdió el equilibrio. Cayó hacia atrás, tropezando. Su cabeza golpeó el borde afilado de la cómoda de roble macizo que había junto a la puerta.
El sonido fue sordo. Húmedo. Pesado.
Un golpe.
Se desplomó en el suelo, un muñeco roto. Y el silencio que siguió fue el más profundo, el más absoluto que jamás había oído.
Me quedé paralizado, con el atizador todavía en la mano. Leo soltó la lámpara, que cayó a la alfombra con un ruido sordo. Me miraba, con los ojos llenos de un horror que reflejaba el mío.
La puerta del sótano no había sido forzada. El grito de Clara, "¡David, no, por favor!", no había sido por un ataque, sino una súplica para que la dejara ir, para que detuviera mi locura. El impacto no había sido un arma, sino el resultado accidental de mi acto de "protección".
Yo no había evitado el eco. Lo había dirigido. Lo había escenificado. Cada paso que di para escapar del futuro fue el que me llevó directamente a él. Fui el arquitecto de mi propia tragedia.
La casa guardó silencio. Ya no había más futuro que predecir. El último eco se había cumplido. Y yo, David, el protector, el padre, el marido, me quedé de pie en el pasillo de mi nuevo comienzo, con la sangre de mi mujer empezando a formar un charco a mis pies, convertido en el monstruo que la casa siempre supo que sería.

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