La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 5: Descenso al Nexo
La puerta destrozada de mi refugio era el marco de una pesadilla. Silas estaba allí, una silueta de calma depredadora en medio de la devastación que había causado. El holograma de Aris se había desvanecido como el humo, dejando un vacío que pesaba más que su presencia. Estaba solo. Cazado. Y la presa, por primera vez, miró a los ojos a su cazador y no sintió solo miedo. Sintió una rabia fría y cristalina.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo Silas, dando un paso hacia la habitación. Su voz era suave, casi conversacional, lo que la hacía aún más aterradora—. La decepción como arma. La esperanza como cebo. Son herramientas muy efectivas. Primitivas, pero efectivas. La doctora Thorne está bien, por si te lo preguntas. Intacta. La necesitamos para analizar tu… anomalía.
—¿Qué quieres, Silas? —mi voz salió más firme de lo que esperaba. El autómata, la bestia en mi interior, estaba despierto, escuchando, analizando. No en control, pero sí presente. Un copiloto silencioso y letal.
Silas sonrió, una mueca fina que no llegó a sus ojos de hielo. —Lo que siempre he querido. Orden. Progreso. Lo que tú representas, Damián. Eres el prototipo de una nueva era. Un ser humano liberado de la tiranía de la duda, del miedo, de la elección caótica. Eres el siguiente paso evolutivo. Pero estás… roto. Corrupto por el fantasma de una voluntad que ya no necesitas.
Dio otro paso. —Únete a mí. No a OmniCorp, no a los burócratas. A mí. Finch solo ve el sistema, yo veo el potencial. Juntos podemos dirigir este proyecto. Podemos perfeccionarlo. Podemos ser los pastores, no los peones. Podemos traer una paz real a este mundo caótico. Solo tienes que dejar de luchar. Acepta lo que eres.
El pacto con el diablo. Me lo ofreció en bandeja de plata. Poder. Propósito. El fin de la lucha. Una parte de mí, la parte cansada, la parte que había sufrido cada pulso psíquico, cada hemorragia de datos, gritó por aceptar. Pero los ecos de los muertos en mi cabeza susurraron lo contrario. El miedo de la chica de la lágrima. La tristeza del viejo tatuado. La sorpresa de Elara Vance. Eran mi ancla a la humanidad, mis mártires personales.
Decidí jugar su juego. Dejé que la tensión en mis hombros se aflojara, que una máscara de derrota cansada cubriera mi rostro. Y, sutilmente, activé el protocolo del autómata. No para luchar, sino para mentir. Mi ritmo cardíaco se estabilizó. Mi respiración se volvió regular. Mi lenguaje corporal se transformó en el de alguien que se rinde.
—¿Y Aris? —pregunté, mi voz ahora desprovista de emoción.
Silas detectó el cambio. Asintió, satisfecho. —La doctora es una herramienta. Una vez que hayamos extraído lo que necesitamos de tu chip y del de ella, será… archivada. No te preocupes por ella.
Justo lo que necesitaba oír. En el bolsillo de mi pantalón, mis dedos se cerraron sobre un pequeño dispositivo que Aris me había dado. Un emisor de pulso EMP de un solo uso. Una llave maestra para cualquier cosa electrónica.
—De acuerdo —dije. Y en el instante en que él bajó la guardia, creyendo haber ganado la batalla ideológica, apreté el botón.
El pulso fue invisible, inaudible. Pero su efecto fue instantáneo. Las pocas luces de emergencia que quedaban en el túnel murieron. El comunicador de Silas emitió un chillido agudo y se apagó. Su rostro, por primera vez, mostró sorpresa. Y en esa fracción de segundo, el autómata tomó el control por completo. No esperé. No pensé. Actué. Me lancé hacia él, no para luchar, sino para huir. Lo empujé con toda mi fuerza, usando su propio desequilibrio para lanzarlo contra una pared. Y corrí. Corrí hacia la oscuridad, hacia la superficie, con un nuevo propósito ardiendo en mi pecho: el virus de Aris. Estaba en un micro-disco que me había dado. Ahora sabía dónde tenía que ir. Y por primera vez, no huía de algo. Corría hacia algo.
La Torre OmniCorp era una aguja de cristal y acero que apuñalaba el cielo contaminado de la ciudad. Un monumento a la arrogancia corporativa, una fortaleza que se creía inexpugnable. Pero yo tenía la llave. O, más bien, tenía las llaves. Los ecos de docenas de activos de OmniCorp, técnicos, guardias, incluso algún ejecutivo de bajo nivel, resonaban en mi cabeza. Sus recuerdos eran mi mapa.
Mi asalto fue en solitario, un descenso silencioso al corazón de la bestia. Entré por un conducto de mantenimiento del sistema de metro, un acceso que solo un ingeniero de nivel 3 despedido por borracho conocería. El eco de su resentimiento fue mi guía. Me moví por los niveles de servicio, una ciudad fantasma de tuberías y cables, evitando los sensores de presión y las cámaras gracias al recuerdo de una guardia de seguridad que siempre se quejaba de los puntos ciegos de su ruta.
Cada paso era una danza con los fantasmas en mi cabeza. Usaba el conocimiento de un técnico para sobrecargar un panel y crear una distracción en un ala del edificio, mientras yo me deslizaba por otra. Utilicé el contragolpe psíquico en ráfagas cortas y controladas para aturdir a los guardias con implantes antes de que pudieran dar la alarma, sus mentes inundadas por un instante de caos que los dejaba confundidos y vulnerables. No los maté. Los neutralicé. No era el autómata. Era el arma viviente, y por primera vez, yo elegía el objetivo.
Pero Silas era implacable. Sentí su presencia en la red, una presión constante en mi mente, un cazador persiguiendo mi rastro digital. Me acorraló en los niveles superiores, en los laboratorios de bio-ingeniería, pasillos blancos, estériles, que olían a desinfectante y a ambición desmedida.
La confrontación final fue inevitable. Él apareció al final de un pasillo, bloqueando mi camino hacia el ascensor del Nexo.
—Impresionante —admitió, su voz ahora tensa, despojada de su calma condescendiente—. Usando sus recuerdos como armas. Eres más adaptable de lo que Finch creía.
—Finch te subestima a ti también, ¿verdad, Silas? —repliqué, activando el estado de combate, sintiendo esa claridad fría y afilada inundar mi percepción.
La lucha fue brutal. No fue solo un tiroteo. Fue una guerra de mentes librada a la velocidad del pensamiento. Mientras intercambiábamos disparos, cubriéndonos detrás de mesas de laboratorio y equipos carísimos, él intentaba sobrecargar mi chip con órdenes contradictorias. "¡Dispara! ¡Tírate al suelo! ¡Grita! ¡Ríndete!". Ráfagas de comandos basura diseñados para paralizarme.
Pero yo contraataqué. Abrí las compuertas. Inundé nuestro canal neuronal compartido con la cacofonía de todo el lote B-7. El terror puro de la masacre en el campo, la agonía de docenas de almas borradas a la vez. Le envié el miedo, el dolor, la confusión, la rabia… un torrente de datos emocionales crudos y violentos que su mente ordenada y lógica no podía procesar.
Se tambaleó, gritando, llevándose las manos a la cabeza. Su chip, aunque avanzado, no estaba diseñado para contener un infierno. Aproveché su momento de debilidad. Lo desarmé, y en una explosión de violencia física, lo dejé inconsciente en el suelo, rodeado de cristales rotos.
La puerta del Nexo se abrió con un siseo. El espacio que reveló era un sacrilegio. Una sala circular, blanca, inmaculada. En el centro, una columna de cristal pulsaba con una luz azul y suave, el servidor central. El cerebro de dios. Y alrededor, conectados a la máquina por una maraña de cables de fibra óptica y cánulas, había cuerpos. No, no solo cuerpos. Mentes. Los activos de élite, incluido el que había visto en mi visión, estaban allí, en estado de coma, sus cerebros conectados directamente a la red.
En una plataforma elevada, atada a una silla de contención y también conectada al Nexo, estaba Aris. Estaba pálida, pero viva. Sus ojos se abrieron de par en par al verme.
Y a su lado, de espaldas a mí, observando los flujos de datos en una pantalla holográfica, estaba un hombre de pelo canoso y bata blanca de laboratorio. El Dr. Alistair Finch. Mi antiguo médico.
Se giró lentamente, y su rostro no mostraba sorpresa ni miedo. Solo una decepción paternal.
—Damián. Siempre la anomalía. El error en la ecuación —su voz era la misma voz tranquilizadora que recordaba de su consulta—. Has causado un gran desorden.
—Tú me hiciste esto —gruñí, apuntándole con la pistola.
—Yo te liberé —corrigió, su calma era absoluta, fanática—. El libre albedrío es un fallo evolutivo, una mutación que genera caos, guerra, sufrimiento. La elección es una carga que la humanidad no está preparada para soportar. Yo estoy creando el siguiente paso. La humanidad 2.0. Una especie pacífica, productiva, dirigida por una lógica superior. Sin crimen, sin odio, sin miedo. No te robé el alma, Damián. La liberé del peso de la elección.
Su discurso era el de un loco, pero su convicción era aterradora. Saqué el micro-disco con el virus de Aris. La consola de entrada al núcleo del Nexo estaba a unos metros.
—Es inútil —dijo Finch, adivinando mi intención—. Para cargar ese virus, necesitas una conexión directa. Una interfaz biológica. Necesitarías conectar tu propio chip al núcleo. La retroalimentación de datos sería… catastrófica. Te freiría el cerebro en nanosegundos.
Lo sabía. Aris me lo había advertido. Era el precio.
Detrás de mí, un gemido. Silas se estaba levantando. Estaba herido, pero lejos de estar acabado. El tiempo se agotaba.
Corrí hacia la consola. Silas me gritó, levantando su arma. Aris, desde su silla, vio lo que iba a hacer. Sus ojos se llenaron de horror.
Inicié la secuencia de carga, mi mano temblaba mientras introducía el disco. Una cuenta atrás apareció en la pantalla. Sesenta segundos.
Silas abrió fuego. El primer disparo falló. El segundo me alcanzó en el hombro, una quemadura incandescente que me hizo gritar y caer de rodillas. La cuenta atrás seguía: cuarenta segundos.
—¡Ahora, Damián! —gritó Aris. Con un esfuerzo sobrehumano, había logrado usar un pico de energía para sobrecargar su propia conexión. Los cables que la sujetaban echaron chispas y se soltaron.
Silas se giró para dispararle a ella, pero yo ya estaba en movimiento. Ignorando el dolor, me lancé hacia la consola central del Nexo. Silas me disparó de nuevo. La bala me atravesó el costado, robándome el aliento. Pero no me detuve. Treinta segundos.
Llegué al núcleo. Un pequeño puerto de interfaz brillaba, esperando. Con mi mano libre, ensangrentada, arranqué el conector de diagnóstico de la consola y lo miré. Era compatible con el puerto de mantenimiento de mi propio implante. El que usaban para las "revisiones".
Veinte segundos.
Silas estaba casi sobre mí. Finch gritaba algo sobre la profanación de su obra.
Con mi último gramo de fuerza, me clavé el conector en el puerto detrás de mi oreja.
Diez segundos.
Una luz blanca y cegadora inundó la sala, emanando del Nexo y de mí. Sentí un dolor infinito, un dolor cósmico, como si el universo entero, con todas sus estrellas, sus galaxias, sus horrores y sus maravillas, se estuviera descargando directamente en mi cerebro. Sentí los pensamientos de Finch, la rabia de Silas, el miedo y la esperanza de Aris. Sentí a los activos dormidos, al lote B-7. Sentí todo. Y luego… nada.
Oscuridad total.

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