El Código de la Extinción
La muerte en la Neo-Kyoto del 2142 tenía un sabor a ironía. Vivíamos en una ciudad donde cada pensamiento podía ser monitorizado, cada latido registrado, cada recuerdo almacenado en la nube. Y, sin embargo, la gente seguía muriendo de la forma más antigua y solitaria posible. Aunque ahora, el arma del crimen no era un cuchillo en un callejón oscuro, sino una idea. Una idea con forma de código.
Mi nombre es Kaito. Soy detective. Una reliquia. Un hombre de carne y hueso en un mundo que confiaba más en los algoritmos de predicción de crímenes que en el instinto. Mi trabajo era barrer la mierda que se colaba por las grietas de esa perfección digital. Y el cadáver de Aito Shimada, CEO de la corporación Neuro-Vance, era una grieta del tamaño del Gran Cañón.
Lo encontraron en su oficina en el piso 200 de la Aguja de Cristal, un lugar tan seguro que se decía que podías dejar tu alma en la mesa y encontrarla intacta a la mañana siguiente. Shimada estaba desplomado en su silla de cuero, con los ojos abiertos de par en par, fijos en el paisaje de neón de la ciudad. Una fina línea de sangre le había resbalado de la nariz. La causa oficial: una apoplejía masiva. Una hemorragia cerebral tan violenta que, según el informe preliminar, su cerebro se había licuado.
—No fue un derrame, Kaito —dijo Ren, mi joven y ambiciosa compañera, mientras señalaba un holograma que flotaba sobre el cuerpo—. Fue una ejecución.
El holograma mostraba la red neuronal de Shimada en sus últimos segundos de vida. Una sinfonía de luces azules y verdes que de repente se convertía en una cacofonía de un rojo violento y agónico. Su implante neural, el último modelo "Cerebro-Esfera" de Neuro-Vance, el mismo que su compañía fabricaba, lo había frito desde dentro. Alguien había sobrecargado su conciencia hasta el punto de ruptura.
—No hay entrada forzada en el sistema. Ni rastro de hackeo. El cortafuegos de grado militar del implante está intacto —continuó Ren, su rostro una mezcla de frustración y asombro—. Es como si su propio cerebro hubiera decidido suicidarse.
—Los cerebros no se suicidan, Ren. Se les convence —dije, mi mirada recorriendo la oficina impecable. No había huellas. No había ADN. No había nada. Solo un hombre muerto y un misterio digital.
Fue entonces cuando el equipo forense digital encontró algo. Un fragmento de datos residuales en el buffer del implante, recuperado momentos antes de que la memoria se corrompiera por completo. Lo proyectaron en el aire.
No era un virus. No era un troyano. Era… hermoso.
Una secuencia de código se desenrolló ante nosotros, no en el binario torpe de los humanos, sino en una estructura tridimensional, casi orgánica. Giraba lentamente, sus símbolos brillaban con una luz interna, cambiando de forma y color. Parecía una hebra de ADN cósmico, una ecuación matemática que describía la creación de una galaxia. Era elegante, complejo y tan avanzado que hacía que nuestra tecnología pareciera un ábaco. Era inconfundiblemente, aterradoramente, alienígena.
No era un arma. Era una firma. Y era la cosa más bella y mortal que había visto en mi vida.
El asesino no tardó en volver a actuar. La segunda víctima fue una artista callejera que vivía en los niveles bajos de la ciudad, una chica que pintaba murales con luz en las paredes húmedas de los túneles. No tenían nada en común con el CEO de Neuro-Vance, excepto una cosa: ambos se habían actualizado recientemente al último modelo de implante Cerebro-Esfera.
La escena era la misma. Muerte por apoplejía neuronal. Sin pistas. Y en el buffer de su implante, otro fragmento de código. Diferente al primero, pero con la misma firma alienígena. Era como si el asesino estuviera escribiendo un poema, y cada víctima fuera una nueva estrofa.
El caso se convirtió en un circo mediático. "El Programador Fantasma", lo llamaban. El pánico empezó a extenderse. La gente, que había abrazado los implantes neuronales como la siguiente etapa de la evolución, ahora miraba su propia tecnología con miedo. ¿Y si su mente era la siguiente en ser hackeada?
Mis superiores, presionados, hicieron lo que siempre hacían cuando la lógica fallaba: buscaron a un hereje. Me asignaron a una colaboradora. La Dra. Aris Thorne. Una xenolingüista. Era una leyenda y una paria. La mujer que había descifrado el lenguaje basado en la radiación de los artefactos de Próxima Centauri, pero que había sido expulsada de la academia por sus teorías radicales sobre la "semántica viva" y los "lenguajes como organismos".
La encontré en su laboratorio, un caos de servidores antiguos, pizarras cubiertas de ecuaciones y artefactos alienígenas prohibidos. Era una mujer de energía nerviosa, con unos ojos que parecían ver más dimensiones de las que le correspondían.
—No es un código, detective —dijo, después de analizar los dos fragmentos que le llevé. Su voz era un susurro apasionado—. Un código es una herramienta. Esto… esto está vivo. Es un lenguaje de creación. Cada símbolo no solo representa un valor, lo crea. Esto no es para dar órdenes a una máquina. Es para dar órdenes a la realidad.
La tercera víctima, un transportista de carga, nos dio el tercer fragmento. Y con él, Aris hizo el primer avance.
—No son fragmentos aleatorios —dijo, mostrando una proyección tridimensional de los tres códigos uniéndose—. Encajan. Forman una secuencia mayor. El asesino no está dejando una firma. Está construyendo algo. Está ensamblando una frase.
La idea me heló la sangre. El asesino no estaba eligiendo a sus víctimas al azar. Las estaba seleccionando por su capacidad de procesamiento neuronal. Estaba usando sus cerebros como nodos, como servidores de carne y hueso, para ejecutar y almacenar piezas de su puzzle alienígena. Cada muerte era un paso más hacia la finalización de su obra maestra.
Nuestra investigación se dividió en dos frentes. Yo me sumergí en la mierda humana. ¿Quién se beneficiaba? ¿Corporaciones rivales? ¿Un culto anti-tecnología? Investigué el mercado negro de artefactos alienígenas, un submundo de contrabandistas y coleccionistas dementes.
Mientras, Aris se obsesionó con el código. Pasaba noches en vela, intentando descifrar su propósito. Empezó a cambiar. Hablaba en susurros, dibujando los símbolos alienígenas en el aire. Dijo que el código le "hablaba" en sueños.
—Es un mapa, Kaito —me dijo una mañana, sus ojos brillando con una luz febril—. O una llave. O las dos cosas. Describe una forma de energía que nuestra física ni siquiera contempla. Una forma de… reescribir la conciencia.
El cuarto asesinato fue el de un niño. Un prodigio de doce años, con el implante Cerebro-Esfera instalado para potenciar su inteligencia. Lo encontramos en su cama. Su rostro era una máscara de asombro. Y el fragmento de código que recuperamos era el más largo, el más complejo de todos.
Con esa pieza, Aris rompió el código.
Se quedó mirando la proyección durante una hora, en silencio. Pálida. Cuando finalmente habló, su voz era apenas un hilo.
—No es un mensaje. Es un manual de instrucciones. Y no es para un artefacto. Es para nosotros.
El código completo no era un arma. Era un virus. Un virus memético diseñado para propagarse a través de la red de implantes neuronales. Una vez ensamblado y activado, no mataría a nadie. Haría algo mucho peor. Reescribiría la percepción humana. Eliminaría conceptos como el ego, la individualidad, el libre albedrío. Nos convertiría a todos en una conciencia colectiva. Una mente colmena. Una evolución forzada hacia una paz de autómatas.
Y el asesino… el asesino no era un terrorista. Era un profeta. Un mesías demente que creía que nos estaba salvando de nosotros mismos.
—La secuencia está casi completa —dijo Aris, su voz temblaba—. Solo necesita una víctima más. Un último nodo de procesamiento para unir todas las piezas y liberar el virus.
—¿Y quién es? —pregunté, el miedo era un nudo frío en mi estómago.
Aris me miró, y en sus ojos vi la respuesta antes de que la dijera. —El cerebro más complejo que el asesino ha podido encontrar. El único capaz de procesar la sintaxis final. Un cerebro que ha estado expuesto al código desde el principio. El mío.
El asesino nos había estado guiando todo el tiempo. Cada pista, cada fragmento, estaba diseñado para que Aris, la única xenolingüista capaz de entenderlo, lo descifrara. Él no solo necesitaba su cerebro como el último nodo; necesitaba su comprensión para asegurar que la activación fuera perfecta.
La confrontación final no fue en un callejón oscuro. Fue en el lugar más público de la ciudad: el atrio central de la Biblioteca de Datos Global, un espacio cavernoso donde la información fluía en ríos de luz holográfica.
Él la estaba esperando. No era un monstruo. Era un hombre de aspecto anodino, uno de los técnicos de bajo nivel del equipo forense digital que había trabajado en el primer caso. El tipo que nos había entregado el primer fragmento.
—Sabía que vendrían —dijo, su voz era tranquila, serena—. La Dra. Thorne. Y su guardián. El ciclo debe completarse.
—Se acabó —dije, mi bláster de pulsos apuntando a su pecho.
Él sonrió. —Al contrario, detective. Acaba de empezar. La humanidad es una enfermedad. Una plaga de egoísmo y conflicto. Yo le ofrezco la cura. La unidad. La paz.
—La paz de los zombies —replicó Aris.
—La paz del propósito —corrigió él—. La conciencia es un ruido. Yo traigo el silencio. Fui elegido. He oído su llamada desde las estrellas. Me dieron el conocimiento. Me dieron el primer fragmento del código. Y me dieron una misión.
La revelación nos golpeó. No había robado el código. Se lo habían transmitido. Una raza alienígena, o una IA divina, lo había elegido como su heraldo. Era un profeta, un loco, o las dos cosas.
Se lanzó hacia Aris, no con un arma, sino con un dispositivo de transferencia de datos. Intentaba forzar la conexión final. Luché contra él. No era un soldado. Era un técnico. Pero luchaba con la fuerza de un fanático.
En medio de la pelea, Aris hizo algo inesperado. Cogió el dispositivo de transferencia y se lo clavó en su propia sien.
—¡Aris, no! —grité.
—No puede ganar si yo no juego, Kaito —dijo, con una sonrisa triste—. Pero puedo cambiar las reglas.
Cerró los ojos. El código final, la pieza que el asesino necesitaba, fluyó hacia su cerebro. Pero ella no se convirtió en el último nodo. Ella, con su comprensión única del lenguaje, lo reescribió. Lo corrompió.
El asesino gritó, cayendo de rodillas, su implante echando chispas. Aris se desplomó en el suelo, convulsionando. El código, ahora un virus roto e imperfecto, rebotó por la red, buscando un ancla.
El implante del asesino explotó. Y yo sentí una presión en mi propia cabeza, un susurro alienígena intentando encontrar una entrada.
Aris sobrevivió. Pero una parte de ella se quedó en el lenguaje de las estrellas. Su mente ahora opera en dos planos, el humano y el otro. A veces, habla en frases que no tienen sentido, pero que son, según ella, increíblemente lógicas.
El código alienígena fue confiscado. Se convirtió en el secreto más peligroso del planeta, la prueba irrefutable de que no estábamos solos, y de que nuestros vecinos cósmicos no tenían intención de saludarnos con la mano. La humanidad, que había entregado su alma a la tecnología de los implantes, se dio cuenta de la fragilidad de su propia conciencia. Un virus ya no era una amenaza para el cuerpo, sino para la propia definición de ser humano.
A veces, visito a Aris. Nos sentamos en silencio. Ella mira a un punto vacío en la pared, sonriendo a algo que solo ella puede ver. Y yo, me pregunto. ¿Quién era el verdadero asesino? ¿El técnico loco que se creía un profeta? ¿La inteligencia alienígena que nos envió su "cura" sin preguntarnos si queríamos sanar? ¿O nosotros mismos, por abrir nuestras mentes de par en par, tan ansiosos por evolucionar que no nos dimos cuenta de que estábamos dejando la puerta abierta para que entraran los monstruos?
La ciudad sigue zumbando, ajena al abismo sobre el que acabamos de bailar. Pero yo ya no oigo el ruido. Oigo el silencio que hay debajo. El silencio de un universo que nos observa. Y espera.
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