La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 6: El Eco de la Libertad (Final)
La oscuridad no era un vacío. Era un océano denso y cálido, sin principio ni fin. Floté en él durante una eternidad, desprovisto de cuerpo, de nombre, de dolor. Era una forma de paz, la paz definitiva del borrado absoluto. Pero en las profundidades de esa nada, un eco persistía. El recuerdo de una luz blanca, de un dolor cósmico, de una conexión que lo era todo. Y lentamente, muy lentamente, ese eco comenzó a tirar de mí hacia la superficie.
El primer indicio de la realidad fue el olor. Antiséptico, lino limpio y el aroma tenue de un café recién hecho. Luego, el sonido. El pitido rítmico y suave de una máquina, el murmullo lejano del tráfico, la respiración tranquila de alguien cercano. Finalmente, la sensación. El peso de una manta sobre mi cuerpo, la suavidad de una almohada bajo mi cabeza, y un dolor sordo y profundo en mi hombro y en mi costado, un recordatorio físico de que, de alguna manera, había sobrevivido.
Abrí los ojos. El techo era blanco, agrietado, desconocido. La luz que entraba por la ventana era la luz pálida de una mañana nublada, no el brillo artificial de un laboratorio. Giré la cabeza, cada músculo protestando. Aris Thorne estaba sentada en una silla junto a la cama, dormida, con la cabeza apoyada en su mano. Parecía más joven, más frágil, sin la tensión de la paranoia en su rostro. Pero las ojeras seguían ahí, medallas oscuras de una guerra demasiado larga.
Mi movimiento la despertó. Sus ojos se abrieron de golpe, y al verme despierto, una oleada de alivio puro lavó su rostro.
—Damián… —su voz era un susurro ronco, cargado de emoción—. Por dios, Damián.
—¿Dónde… dónde estamos? —mi propia voz era un graznido seco, el sonido de una máquina que llevaba mucho tiempo sin usarse.
—En un lugar seguro. Una clínica clandestina de un viejo amigo. Lejos de la ciudad. —Se inclinó hacia adelante, sus ojos buscando los míos—. Has estado inconsciente. Durante tres semanas.
Tres semanas. Otro agujero en mi vida. Pero este era diferente. No era un vacío impuesto, era un vacío de curación. —¿Y…?
Aris sonrió. Una sonrisa genuina, cansada, pero real. La primera que le veía. —Funcionó. Joder, Damián, funcionó. El virus se propagó. Los datos del Nexo inundaron todas las redes globales durante siete horas antes de que pudieran contenerlo. El Proyecto Quimera. Los perfiles de los activos. Las órdenes de asesinato firmadas por Finch. Los informes de Silas. Todo. Es el mayor escándalo corporativo de la historia. OmniCorp está en caída libre. Sus acciones se han desplomado. Sus ejecutivos están siendo arrestados en todo el mundo. Los gobiernos están abriendo investigaciones que durarán años. Lo conseguimos. Expusimos a los monstruos.
La noticia debería haberme llenado de euforia. Pero solo sentí… silencio. Un silencio extraño, vasto, en el interior de mi cráneo. Busqué el zumbido, la estática, la presión familiar de la interfaz del chip. No había nada. El canal estaba muerto.
—¿El chip? —pregunté, mi corazón empezando a latir más rápido.
—Frito —confirmó Aris—. La retroalimentación del Nexo lo destruyó por completo. El doctor dice que los fragmentos de titanio se han fusionado con el tejido óseo. Son parte de ti para siempre, como una metralla de una vieja guerra. Pero está muerto. Inerte. Eres libre, Damián. Tu mente es solo tuya.
Libre. La palabra resonó en el silencio de mi cabeza. Y el silencio era aterrador. Durante años, el chip había sido mi jaula, pero también mi muleta. El amortiguador de mis emociones. El regulador de la bestia de mi TLP. Ahora, sin él, el dique se había roto. Sentí una oleada de algo que casi había olvidado: ansiedad. Pura, sin filtrar, un nudo frío en mi estómago. Le siguió una tristeza profunda, una pena por los rostros sin nombre que había visto morir. Y debajo de todo, la bestia. La rabia. No la furia fría y controlada del autómata, sino mi propia ira, irracional, caótica, hirviendo bajo la superficie. La paz artificial se había ido, reemplazada por la aterradora y abrumadora libertad de sentirlo todo de nuevo. Y no estaba seguro de poder soportarlo.
Pero ese no era el único cambio. No estaba solo en mi cabeza. Los fantasmas se habían quedado. No como voces activas, no como visiones que me asaltaban. Se habían convertido en algo más íntimo, más permanente. Se habían convertido en cicatrices en mi memoria. Podía sentir el eco de la chica de la lágrima, no su miedo, sino su amor perdido por un hermano pequeño. Podía sentir la nostalgia del viejo tatuado por el mar, un mar que no volvería a ver. Sus vidas, sus muertes, se habían entretejido con la mía. Ya no era solo Damián Ferrer. Era un cementerio andante, un monumento silencioso a los pecados de OmniCorp. Una catedral de hueso llena de ecos.
En los días siguientes, recuperé mis fuerzas físicas. Aprendí a caminar de nuevo, a lidiar con el dolor de mis heridas. Pero la verdadera batalla era interna. Aris se quedó a mi lado, no como una científica, sino como una compañera de trinchera. Me habló del precio de nuestra victoria. Silas y Finch habían desaparecido en el caos. Presumiblemente muertos en la sobrecarga del Nexo, o fugados, convertidos en fantasmas por los restos de OmniCorp que sin duda intentarían reagruparse. Aunque habíamos cortado la cabeza de la serpiente, su cuerpo aún se retorcía. Seguíamos siendo fugitivos, testigos demasiado peligrosos para dejarlos vivir. La victoria había sido inmensa, pero no era total. La guerra había terminado, pero la paz no había llegado.
Una mañana, una semana después de despertar, estaba de pie junto a la ventana de mi habitación, mirando el mundo exterior. Era un mundo simple: un pequeño jardín, un muro de piedra, el cielo gris. Nada especial. Pero era real.
—¿Qué harás ahora? —La voz de Aris vino desde la puerta.
Me giré para mirarla. Estaba de pie, con los brazos cruzados, su rostro serio.
—No lo sé —admití, y era la verdad más honesta que había dicho en años—. No sé cómo… ser. Solo.
—No estás solo —dijo ella, y dio un paso hacia mí—. Tienes una elección. Por primera vez, una elección real. Podemos desaparecer. Cambiar nuestros nombres, buscar un rincón olvidado del mundo y tratar de construir algo parecido a una vida. Tratar de encontrar la paz.
Hizo una pausa, y sus ojos se endurecieron con una resolución que reflejaba la mía. —O… podemos terminar el trabajo. OmniCorp está herida, pero no muerta. Quedan restos del Proyecto Quimera. Otros activos. Otros como Finch y Silas. Lo que llevas en tu cabeza… esos ecos… no son solo una carga, Damián. Son un arma. Son un mapa. Podemos usarlos para cazar a los que quedan. Para asegurarnos de que nadie más sufra lo que tú sufriste. Podemos ser los guardianes que impidan que esto vuelva a suceder.
La elección. Venganza o paz. Caza o curación. La oferta pendía en el aire silencioso entre nosotros. Podía sentir el tirón de ambas. El deseo de olvidar, de encontrar un lugar donde los fantasmas no susurraran tan alto. Pero también sentía la rabia, la responsabilidad. El peso de las vidas que llevaba dentro.
Me volví de nuevo hacia la ventana. El sol, por primera vez en días, se abría paso entre las nubes, y una franja de luz dorada cayó sobre el jardín. Puse la mano en el cristal frío de la ventana. Sentí su textura, su temperatura. Luego sentí el calor del sol en mi piel. Eran sensaciones mías. Simples, reales, y absolutamente mías. Sentí la ansiedad en mi estómago, la tristeza en mi pecho, la ira latente bajo mi piel. Y por primera vez, no las temí. Eran mías también. Eran la prueba de que estaba vivo, de que era humano.
Me giré para mirar a Aris. En mi rostro no había paz. La paz era un lujo que quizás nunca volvería a conocer. Pero había algo más. Algo nuevo. Resolución.
No sé qué camino elegiría. No sé si me convertiría en un cazador de monstruos o en un hombre buscando reconstruir su alma rota. Quizás ambas cosas. El futuro era un territorio inexplorado, un mapa en blanco lleno de peligros y promesas inciertas.
Pero lo que sí sabía, con una certeza que me anclaba a la realidad más que ninguna otra cosa, era que la elección era mía. Por primera vez, era jodidamente mía.
La jaula estaba rota. El eco de los muertos era mi carga, mi brújula y mi penitencia. Pero el futuro, por aterrador y desconocido que fuera, me pertenecía. Había renacido, no como un autómata programado, sino como un hombre completo, forjado en el fuego del infierno, con todas mis cicatrices y toda mi terrible y gloriosa libertad.

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