Los Jardineros de Planetas Moribundos | Un Relato de Ciencia Ficción
Nos llamaban "Los Jardineros". Un nombre poético y jodidamente irónico para lo que realmente éramos: los barrenderos del cosmos, los médicos forenses de mundos agonizantes. Nuestra compañía, Geo-Revival, nos enviaba a los cadáveres planetarios que la humanidad, en su plaga expansiva, había dejado atrás. Planetas minados hasta la médula, atmósferas envenenadas, ecosistemas rotos. Nuestro trabajo era llegar, analizar los restos, y si había una mínima posibilidad, plantar la semilla de una segunda oportunidad. Éramos una mezcla de biólogos, ingenieros y, sobre todo, optimistas profesionales. Una profesión que, en el fondo, es una forma de locura.
El equipo de la Semilla Estelar era una familia disfuncional, como todas. Estaba Anja, nuestra exobióloga jefe, una mujer con la paciencia de un glaciar y una fe casi religiosa en la capacidad de la vida para encontrar un camino. Luego, Kenji, nuestro ingeniero de sistemas, un cínico que veía cada planeta como un puzzle roto y disfrutaba encontrando las piezas que faltaban. Y yo, Marcus, el especialista en operaciones de campo. Mi trabajo era pisar el suelo, sentir la tierra muerta bajo mis botas y decirle a los de arriba si su optimismo tenía alguna base o si solo estábamos abonando rocas.
Nuestra última misión era el santo grial de la terraformación, la Meca de los mundos rotos. La que nos haría ricos o nos mataría en el intento.
La Tierra.
Hacía quinientos años que la humanidad la había abandonado. La "Gran Evacuación" la llamaron en los libros de historia. Un eufemismo para describir una huida en toda regla, dejando atrás un planeta asfixiado por nuestra propia mierda. Las imágenes de archivo mostraban un mundo de cielos marrones, océanos ácidos y continentes cubiertos de desiertos de plástico y óxido. Se la dio por muerta, un monumento a nuestra estupidez.
Cuando la Semilla Estelar rompió la órbita, el silencio en el puente fue reverencial. La vista era sobrecogedora. La Tierra no era marrón. Era de un verde oscuro, casi negro, con remolinos de nubes de un blanco enfermizo. No había luces de ciudades, no había estelas de naves. Solo ese verde impenetrable y los océanos, que no eran azules, sino de un gris metálico, como mercurio líquido.
—Sistemas vitales en la superficie… negativos —dijo Kenji, su voz rompió el hechizo. Suena a tópico de película de terror, pero es que era la verdad—. Atmósfera tóxica, alta concentración de metano y amoníaco. Radiación de fondo por encima de los límites seguros. Sigue siendo una tumba.
—Pero ese verde… —susurró Anja, sus ojos fijos en la pantalla—. No es vegetación normal. La firma espectral es… anómala. Es algo nuevo.
Mi trabajo. Aterricé el módulo de exploración, el "Arado", en lo que los mapas antiguos llamaban la selva amazónica. O lo que quedaba de ella. Al abrir la escotilla, el aire, incluso a través de los filtros de mi traje, olía a descomposición y a una extraña y dulce fragancia, como flores podridas.
El suelo no era tierra. Era una especie de biomasa esponjosa, de un color negro violáceo, que parecía palpitar con un ritmo lento y casi imperceptible. Y la vegetación… no eran árboles. Eran estructuras colosales, parecidas a hongos gigantescos o a corales terrestres, que se alzaban hacia el cielo tóxico, interconectadas por una red de zarcillos gruesos y pulsantes que se hundían en el suelo. Todo estaba cubierto por un musgo fosforescente que emitía una luz pálida y fantasmal, la única iluminación en este bosque alienígena que había crecido sobre los huesos de nuestro mundo.
Y entonces lo vi. Un movimiento. Entre los tallos fúngicos, una estructura se deshizo y se volvió a formar. No era un animal. Era la propia biomasa, reconfigurándose. Estaba explorando el terreno, mi traje dejando huellas en la alfombra viviente, cuando una sección del suelo delante de mí se onduló y se levantó, formando una pared temporal que me bloqueó el paso. No era agresivo. Era… curioso. inquisitivo. Como si el propio suelo estuviera preguntando: ¿Qué coño eres tú?
—Anja, Kenji, estáis viendo esto, ¿verdad? —dije por el comunicador, mi corazón latiendo con una mezcla de terror y asombro.
—Lo vemos, Marcus —la voz de Anja era un susurro fascinado—. No es un ecosistema de organismos individuales. Es… un solo organismo. El planeta entero. La biomasa, los hongos, el musgo… todo está conectado. La Tierra no murió. Se transformó. Se convirtió en una única forma de vida para sobrevivir.
Habíamos venido a resucitar un cadáver y nos encontramos con que el cadáver se había levantado, se había transformado en algo que no entendíamos y, definitivamente, no nos había invitado a su renacimiento.
Nuestro trabajo se convirtió en una pesadilla. El plan original era simple: inyectar en la atmósfera nanosondas programadas para neutralizar las toxinas y desplegar bancos de semillas genéticamente modificadas para reiniciar un ecosistema basado en el carbono que conocíamos. Éramos jardineros, y esa era nuestra única herramienta: la imposición de la vida tal y como la entendíamos.
El primer intento fue un desastre. Lanzamos una nube de nanosondas sobre una zona de prueba. Durante unos minutos, los sensores indicaron un éxito. Los niveles de metano bajaron. Y entonces, el planeta respondió.
Desde la biomasa del suelo, surgieron filamentos que se dispararon hacia el cielo como misiles orgánicos. Envolvieron la nube de nanosondas. Y luego, simplemente, las absorbieron. Las devoraron. Los niveles de toxicidad volvieron a la normalidad en cuestión de segundos. El planeta había tratado nuestra cura como una infección y su sistema inmunológico la había aniquilado.
—Ha aprendido —dijo Kenji, analizando los datos—. Ha analizado la composición de las sondas y ha desarrollado una contramedida. Este organismo no solo está vivo; es inteligente.
La Tierra empezó a jugar con nosotros. Las condiciones meteorológicas, que hasta entonces habían sido estables aunque tóxicas, se volvieron erráticas alrededor de nuestra zona de aterrizaje. Tormentas de viento huracanado que amenazaban con volcar el "Arado". Lluvias de un lodo ácido que corroía el casco de la nave. El suelo a nuestro alrededor se reconfiguraba constantemente, creando laberintos de paredes orgánicas que nos desorientaban en nuestras salidas. No nos atacaba directamente. Nos estaba aislando. Estaba estudiando nuestros patrones, nuestra tecnología, nuestras debilidades. Nos estaba tratando como un virus que había que poner en cuarentena antes de decidir cómo erradicarlo.
La tensión dentro de la nave se volvió tan tóxica como la atmósfera exterior. Kenji abogaba por un enfoque más agresivo. —Tenemos que golpearlo con algo que no pueda absorber. Un pulso electromagnético para freír su red neuronal, si es que tiene una. O un defoliante de acción rápida. Tenemos que herirlo para que nos deje trabajar.
—¡Estás loco! —replicó Anja, horrorizada—. ¡Es una forma de vida única en el universo! ¡No puedes matarla porque no encaja en tu definición de "jardín"! ¡Hemos de comunicarnos, entenderla!
—¿Y cómo coño te comunicas con un planeta, Anja? —le espeté yo, el miedo y la frustración haciendo mella en mi profesionalidad—. ¿Le mandamos un email? ¡Esta cosa nos está cercando!
La respuesta de Anja fue adentrarse en el bosque fúngico, en contra de mis órdenes. Se pasó días tomando muestras, analizando la forma en que la energía fluía a través de la red de zarcillos, intentando descifrar el "lenguaje" de las pulsaciones bioluminiscentes del musgo. Se estaba obsesionando, convencida de que podíamos razonar con la nueva Gaia.
Mientras, Kenji y yo preparábamos las contramedidas. El pulso EMP. El defoliante. Armas de jardinero. Herramientas para imponer nuestra voluntad sobre un mundo que claramente no la quería. Éramos la encarnación de la misma arrogancia que había matado a la Tierra la primera vez.
El clímax llegó cuando Anja creyó haberlo conseguido.
—Lo tengo —anunció una noche, sus ojos brillando con una luz febril—. No es una conciencia como la nuestra. No piensa en palabras, piensa en… equilibrio. En homeostasis. Nos percibe como una anomalía, un factor de desequilibrio. Cada vez que intentamos cambiar la atmósfera, reacciona para mantener su propio equilibrio tóxico. No es hostilidad. Es autopreservación.
—¿Y qué propones? —preguntó Kenji, escéptico.
—Tengo que mostrarle que no somos una amenaza. Que podemos coexistir. He sintetizado una secuencia de pulsos de luz, imitando el lenguaje del musgo. Es una oferta. Un mensaje de paz. Voy a emitirlo desde el centro de la red neuronal más cercana.
Era una locura. Pero era la única opción que no implicaba una guerra abierta contra un planeta. La acompañé, mi rifle de pulsos en la mano, sintiéndome absurdamente inútil.
Llegamos al corazón de la red, un lugar donde los hongos eran del tamaño de rascacielos y los zarcillos pulsantes formaban un nudo gordiano del tamaño de un estadio. Anja instaló su emisor.
—Si esto no funciona —dijo, mirándome—, haz que Kenji dispare el pulso EMP. Al menos, dadnos una oportunidad de escapar.
Activó la secuencia. Una serie de flashes de luz rítmicos, azules y verdes, iluminaron el bosque alienígena. Era hermoso. Y por un momento, pareció funcionar. El palpitar de la biomasa a nuestro alrededor se ralentizó. La luz fosforescente del musgo cambió, adoptando los mismos tonos que emitíamos. Era una respuesta. Una conversación.
Y entonces, todo se fue a la mierda.
La respuesta del planeta no fue de aceptación. Fue de análisis. Y de juicio. El suelo bajo nuestros pies tembló. Los zarcillos, que hasta ahora habían sido pasivos, se irguieron como cobras. Y se abalanzaron, no sobre nosotros, sino sobre el emisor de Anja. Lo envolvieron, lo aplastaron y lo absorbieron.
Y luego, vinieron a por nosotros.
La biomasa se levantó, creando un muro que nos separó. Vi cómo los zarcillos envolvían a Anja, pero no con violencia. La levantaron suavemente, como si la estuvieran examinando. Su traje empezó a disolverse bajo el contacto, no por ácido, sino como si estuviera siendo descompuesto a nivel molecular. Su grito fue de asombro, no de dolor.
—¡Kenji, ahora! ¡Dispara el puto pulso! —grité en mi comunicador.
—¡No puedo! —respondió su voz, llena de pánico—. ¡Si lo hago, la reacción en cadena podría desestabilizar toda la red y crear una catástrofe ecológica que liberaría miles de gigatoneladas de metano a la atmósfera! ¡Nos freiría a todos!
Estábamos atrapados. La herramienta que habíamos traído para someter al planeta nos destruiría si la usábamos. La arrogancia, de nuevo. Intentando arreglar un problema, habíamos creado uno infinitamente peor.
Frente a mí, la pared de biomasa se disolvió. Anja ya no estaba. En su lugar, había una nueva estructura fúngica, con la forma aproximada de un ser humano, que emitía la misma secuencia de luz que ella había programado. El planeta no la había matado. La había… asimilado. La había convertido en parte de su conciencia, en su primera embajadora. Y la nueva "Anja" me miraba, su luz pulsante era una pregunta silenciosa: ¿Y tú? ¿Lucharás? ¿O te unirás al jardín?
No sé cómo escapé. Supongo que la nueva conciencia planetaria, con el eco de Anja en su interior, me dejó ir. Un acto de piedad, o quizás una advertencia. Volví al "Arado", encontré a un Kenji catatónico y logré despegar, dejando atrás ese mundo verde y terrible.
Informamos a Geo-Revival. La misión fue clasificada como un fracaso catastrófico. La Tierra fue declarada zona de cuarentena permanente. Intocable. Incomprensible.
A veces, desde la ventana de mi apartamento en una luna esterilizada que llamamos hogar, miro el punto azul pálido en los mapas estelares. No es azul, claro. Es verde oscuro. Un verde que me persigue en sueños.
No encontramos una simbiosis precaria. La Tierra nos rechazó. O, peor aún, nos perdonó la vida, nos exilió. Nos demostró que no éramos jardineros. Éramos la mala hierba. Y ella, en su agonía, había aprendido a arrancarnos de raíz. La humanidad nunca volverá a casa. Porque la casa ya no es nuestra. Se ha curado de nosotros. Y su silencio, su nueva y terrible vida, es el monumento definitivo a nuestro fracaso. El eco de nuestra arrogancia, resonando en un jardín que nunca entenderemos.

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