La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 4: La Catedral de Hueso


El silencio tras el apagón era una bestia agazapada, y el clank rítmico de los servomotores de Silas era el latido de su corazón acercándose. La silueta del exoesqueleto llenaba la entrada del túnel, un golem de polímeros oscuros y acero que empequeñecía a la figura humana en su interior. Sus sensores ópticos brillaban con un rojo depredador, cortando la penumbra de la estación de bombeo. No había escapatoria. Estábamos en una tumba de hormigón, y el enterrador acababa de llegar. 

—¡Corre! —grita Aris, su voz un latigazo que me saca de mi parálisis. 

Se desata el infierno. Un torrente de proyectiles de pequeño calibre sale de un cañón rotatorio montado en el brazo del exoesqueleto, convirtiendo el hormigón a nuestro alrededor en una lluvia de metralla. El sonido es ensordecedor, un martilleo que hace vibrar el suelo. Nos lanzamos detrás de una de las enormes bombas de agua oxidadas, un refugio precario contra la furia de la máquina. 

—¡No podemos luchar contra eso! —grito por encima del estruendo, el polvo y el olor a cordita llenando mis pulmones. 

—¡No luches contra la máquina, lucha contra el hombre que la pilota! —responde Aris, sus ojos febriles buscando una salida en la oscuridad—. ¡Necesito tiempo para encontrar una ruta de escape en los planos! ¡Dale con el pulso! ¡Ahora! 

Cierro los ojos. De nuevo, la inmersión en el caos. Pero esta vez es más difícil. El pánico es un muro de estática que me impide concentrarme. El campo naranja, el predicador, la periodista… los recuerdos se me escapan como arena entre los dedos. Silas, desde su trono de combate, sabe lo que intento. Siento una presión externa en mi mente, una interferencia fría y deliberada que intenta ahogar mi propia señal. Es él. Está intentando hackearme en tiempo real. 

"Ríndete, anomalía", su voz no llega a través del aire, sino directamente a mi cabeza, un susurro de silicio y desprecio. "Tu sistema es obsoleto. Eres un error de software". 

La rabia me da el ancla que necesito. Me aferro a ella, una furia pura contra este cabrón que se cree un dios de la programación. El pulso estalla desde mi cráneo, pero esta vez lo siento diferente. No solo me desgarra a mí; siento cómo choca contra la barrera de Silas, una guerra silenciosa e invisible librada en el éter. La ametralladora del exoesqueleto se detiene. A través de un hueco en la bomba, veo a la máquina tropezar, un paso torpe, mientras Silas lucha contra el torrente de datos corruptos. 

—¡Funciona! —grita Aris—. ¡Otra vez! 

Lo hago. Y otra vez. Cada pulso es un clavo más en mi propio cerebro, un desgarro en el tejido de mi cordura. Y con cada uno, algo nuevo y aterrador sucede. El chip, desestabilizado por el sobreesfuerzo y la interferencia de Silas, empieza a fallar de una forma que Aris no había previsto. 

Empieza como un parpadeo. Por un instante, no veo la estación de bombeo. Veo un callejón lluvioso, mis manos son más pequeñas, delicadas, y siento el frío del metal de una pistola que nunca he empuñado. Es un destello, un fotograma de la vida de otro. La chica con el tatuaje de lágrima. 

La visión se desvanece, dejándome jadeando y desorientado. Otra vez el pulso. Y esta vez, la visión es más fuerte. Estoy en una celda de prisión, mirando mis propias manos, grandes, callosas, cubiertas de tatuajes descoloridos que cuentan una historia que no es la mía. Siento una confusión profunda, una tristeza de décadas, y luego la sorpresa final cuando un guardia que creía mi amigo me dispara a quemarropa. El viejo del campo. 

Estoy sufriendo una "hemorragia de datos". Los ecos. Los fragmentos de conciencia de los otros activos del lote B-7, almacenados en algún rincón oscuro del servidor de OmniCorp, se están filtrando a través de mi chip dañado. No solo veo sus últimos momentos; los siento. Su miedo, su confusión, su dolor… se convierten en los míos. Es una tortura que amenaza con ahogarme, con disolver mi propia identidad en un mar de fantasmas. 

—¡Damián! ¡Por aquí! —la voz de Aris me arrastra de vuelta a la realidad. 

Ha abierto una rejilla en el suelo. Nos deslizamos por ella justo cuando el exoesqueleto vuelve a abrir fuego, destrozando la bomba que nos protegía. Caemos en un túnel de drenaje estrecho y oscuro, el agua fétida nos llega hasta las rodillas. Corremos, chapoteando en la oscuridad, con el sonido de la máquina de Silas persiguiéndonos, más lento ahora, pero implacable. 


Nos refugiamos en una sala de control geotérmica abandonada, un nivel por debajo de la estación de bombeo. El calor residual de las profundidades de la tierra mantiene el aire caliente y seco, y, lo más importante, la densidad de la roca y las viejas tuberías de plomo crean una jaula de Faraday natural. Aquí, estamos temporalmente ciegos para Silas. 

Me derrumbo en el suelo, temblando, mi mente un carrusel de identidades rotas. Cierro los ojos y veo el rostro asustado de un niño que no conozco. Siento el amor por una mujer cuyo nombre se me escapa. Son ellos. Los otros. Sus vidas, sus muertes, están arañando las paredes de mi cráneo. 

—¿Qué me está pasando? —susurro, mi voz es la de un hombre al borde del abismo. 

Aris, con el rostro iluminado por el brillo de una tableta que ha logrado encender, me mira con una mezcla de fascinación científica y profunda compasión. —Tu chip se está degradando. Está actuando como una antena, captando datos residuales de la red del Proyecto Quimera. Estás experimentando los ecos de los otros activos. Sus memorias fragmentadas. 

—Me estoy volviendo loco. No sé quién soy. 

—No —dice ella con una firmeza que me sorprende—. No estás perdiendo tu identidad. La estás defendiendo. Pero luchar contra el chip de frente te está matando. Tienes que cambiar la estrategia. No puedes luchar contra él. Tienes que aprender a controlarlo. 

Así comienza mi entrenamiento. No es físico. Es enteramente mental. Aris se convierte en mi sensei neurológico, mi guía a través de la catedral de hueso de mi propio cráneo. Me enseña a meditar, no para encontrar la paz, sino para encontrar el centro de mi propia conciencia, mi "yo" raíz. A partir de ahí, me enseña a construir "fortalezas de memoria": recuerdos clave de mi vida antes del chip, por vagos que sean, y a protegerlos con muros de datos, a convertirlos en un santuario inaccesible para OmniCorp. 

Luego, pasamos a la ofensiva. Me enseña a no rechazar los ecos, sino a catalogarlos. A usarlos como una fuente de información. Aprendo a sentir el miedo de la chica de la lágrima y a extraer de él la distribución de un edificio. Siento la rabia del viejo tatuado y aprendo el punto débil de un modelo de cerradura electrónica. Las almas de los muertos se convierten en mi biblioteca, en mi arsenal. 

Pero no es suficiente. Lo sé. Podemos escondernos, podemos aprender. Pero Silas sigue ahí fuera. Y para enfrentarme a él, para enfrentarme a su máquina, necesito algo más que trucos mentales. Necesito el arma. 

—El autómata —le digo una noche, en la penumbra caliente de la sala de control—. La versión de mí que mató a esa gente. Necesito poder… llamarlo. Pero con mis manos en el volante. 

Aris palidece. —Damián, eso es increíblemente peligroso. Acceder a esas subrutinas voluntariamente… podrías no ser capaz de volver. La función de activo está diseñada para suprimir la conciencia, no para coexistir con ella. 

—Es la única manera —insisto, mi voz es dura—. Para vencer a un monstruo, tengo que usar el que ellos crearon. O moriremos aquí abajo. 

La sesión es brutal. Aris me guía, su voz es un hilo en la oscuridad de mi mente mientras me sumerjo en la arquitectura del chip. Busco el interruptor, el código que desata a la bestia. Lo encuentro. Es un nudo de programación que brilla con una luz fría y roja. Dudo. Siento el miedo, el rechazo instintivo a convertirme en la cosa que más odio. Pero pienso en Silas, en su exoesqueleto, en su sonrisa de suficiencia. Y empujo. 

El mundo se transforma. La percepción se agudiza hasta un punto doloroso. Cada sonido, cada mota de polvo en el aire, cada variación de la temperatura, se registra con una claridad absoluta. Mi cuerpo se mueve sin mi orden directa, pero respondiendo a mi intención. Me levanto. Mis movimientos son fluidos, económicos, letales. Cojo una tubería de metal oxidada del suelo. El peso, el equilibrio… lo siento todo. Soy yo, pero más. Soy yo, pero menos. El miedo ha desaparecido, reemplazado por un análisis de amenazas y una fría lógica de combate. 

He abrazado al monstruo. Y el poder es aterrador. Y adictivo. 

—Damián… —susurra Aris, retrocediendo un paso. 

Con un esfuerzo de voluntad que me cuesta casi todo, fuerzo a la bestia a retroceder, a volver a su jaula. Caigo de rodillas, jadeando, el sudor frío empapándome. He vuelto. Pero sé que una parte de mí ha cambiado para siempre. 

—Ahora… ahora tenemos una oportunidad —digo, con la voz temblorosa. 

En los días siguientes, mientras recupero fuerzas y aprendo a bailar en el filo de la navaja entre el hombre y el autómata, Aris me revela su plan final. Su endgame. —No podemos huir para siempre. La única forma de ganar es exponerlos. Destruir el Proyecto Quimera desde dentro. —En la pantalla de su tableta, muestra el plano de un edificio: un monolito de cristal y acero que se alza en el corazón de la ciudad. La Torre OmniCorp—. En el subnivel más profundo está el Nexo. El servidor central. El cerebro de la bestia. Creé un virus, un gusano de datos, antes de escapar. Si podemos introducirlo en el Nexo, no lo destruirá. Hará algo peor: se retransmitirá a sí mismo. Copiará cada archivo, cada orden de asesinato, cada perfil de activo, y lo emitirá en bucle a todas las redes de noticias globales. Expondrá sus pecados al mundo entero. 

Una misión suicida. La palabra flota en el aire entre nosotros. Pero es la única misión que importa. 

El cliffhanger llega una tarde, durante una de nuestras sesiones. Estoy intentando afinar el control, alternando entre mi yo consciente y el estado de activo. Aris me guía, su voz es una presencia tranquilizadora. De repente, una hemorragia de datos me golpea, la más fuerte, la más nítida hasta la fecha. 

Pero no es un eco del pasado. Es ahora. Es en tiempo real. 

No estoy en la sala geotérmica. Estoy en una habitación blanca, estéril, atado a una silla. Veo a través de los ojos de otro activo, uno que no fue purgado. Y frente a mí, veo a Aris. Está de pie, desafiante, pero su rostro está magullado. Y a su lado, está Silas. Sin su exoesqueleto, pero con una sonrisa de suficiencia que me revuelve el estómago. 

"Ya ves, doctora", dice Silas en la visión, "te dije que encontraríamos a nuestra anomalía. Solo teníamos que usar el cebo adecuado". 

El eco se corta con la brusquedad de un hachazo. 

Vuelvo en sí, jadeando, el corazón desbocado. Estoy de vuelta en nuestro refugio subterráneo, el calor seco en mi piel. Y frente a mí, está Aris, sentada, mirándome con preocupación. 

—¿Damián? ¿Estás bien? Ha sido la peor que has tenido. 

Pero no es ella. Algo no encaja. Su imagen parpadea, una distorsión casi imperceptible, como el calor que se levanta del asfalto. Es un holograma. Una trampa. La Aris real está con él. 

La puerta de acero de nuestro refugio no se abre. Estalla hacia adentro, arrancada de sus goznes por una fuerza brutal, y vuela por la habitación, estrellándose contra la pared del fondo. 

En el umbral, recortado contra la oscuridad del túnel, está Silas. En persona. En sus manos no hay un arma, solo una calma que es más aterradora que cualquier amenaza. 

—El juego del escondite ha terminado, anomalía —dice, y sus ojos se clavan en mí, fríos como el hielo. Su mirada se desvía hacia el holograma que se disuelve a mi lado—. La doctora Thorne quería saludarte. 

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