La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 3: El Contragolpe Psíquico


El mundo se reduce a la presión brutal en mis brazos y al olor a sudor y a colonia barata de los hombres que me arrastran por el andén. La multitud se aparta, un mar de rostros anónimos que desvían la mirada, que no quieren problemas, que prefieren creer que esto es un arresto rutinario y no el secuestro silencioso que realmente es. El tren se desliza fuera de la estación con un suspiro melancólico, llevándose mi única vía de escape. Me debato, pero es como luchar contra estatuas de granito. Sus manos son tenazas.

—Tranquilo, unidad —susurra uno de ellos, su aliento fétido en mi oído—. Cuanto más luches, más dolerá el reinicio.

Esa palabra, "reinicio", actúa como una descarga eléctrica. No. No otra vez. No voy a ser un puto pasajero mientras me llevan al matadero o a la siguiente misión. La desesperación, pura y sin adulterar, enciende una mecha en mi interior. Y entonces, algo cambia. Mis músculos no responden a mi pánico, sino que lo canalizan. No es mi fuerza torpe y asustada la que se mueve. Es otra cosa. Una eficiencia fría, una geometría de la violencia que no sabía que poseía.

Mi codo, impulsado por una subrutina de combate que emerge de las profundidades de mi chip, se estrella contra la tráquea del hombre de mi derecha. El sonido es un crujido húmedo, repugnante. El hombre se ahoga, sus manos sueltan mi brazo para agarrar su propia garganta en un gesto inútil. Me giro, usando el impulso, y lanzo una patada baja y precisa a la rodilla del otro agente. La articulación cede con un chasquido seco y sonoro. Grita, un sonido agudo de dolor puro que rompe la apatía del andén. Por primera vez, la gente empieza a gritar de verdad, a correr. El caos es mi aliado.

El agente caído, el de la rodilla rota, saca un arma, pero yo ya estoy sobre él. Mi mano se cierra sobre la suya, torciendo su muñeca con una fuerza que no es humana. El hueso se rinde. El arma cae. De su oreja cuelga un pequeño comunicador, un hilo fino que lo conecta a sus amos. Lo arranco.

Y de él, sale una voz.

—¡Ferrer! ¿Me oyes? ¡Damián Ferrer, responde!

La voz es de mujer, distorsionada por la estática, pero cargada de una urgencia frenética. Me quedo paralizado por un instante, con el comunicador en la mano, mientras la gente corre a mi alrededor.

—¿Quién coño eres? —grazno, mi propia voz apenas un susurro.

—No hay tiempo. Te he estado rastreando desde que accediste al dispositivo de Vance. Sabía que vendrían a por ti. ¡Escúchame! ¡Tu chip tiene una contramedida ofensiva! ¡Un pulso! ¡Tienes que generar un pulso de datos corruptos! ¡Piensa en ruido, en caos, en contradicciones! ¡Recuerdos, emociones, todo a la vez! ¡Sobrecarga el puto canal local o estás muerto!

Al otro lado del andén, Silas, el Pastor, ha empezado a moverse. Avanza con una calma depredadora, su abrigo oscuro ondeando a su paso, indiferente al pánico que ha provocado. No corre. No lo necesita. Sabe que soy suyo.

Ruido. Caos. Contradicciones. Cierro los ojos. Me sumerjo en el basurero de mi memoria reciente. La imagen del campo bajo el cielo de plomo. El naranja violento de los monos, salpicado de un rojo obsceno. El sonido ahogado de los disparos. La cara del predicador en el escenario, su sorpresa convirtiéndose en un agujero negro de terror. El fogonazo silencioso en el apartamento de Elara Vance. La sensación del cristal arañando mi piel. Las palabras: CAMPO, NARANJA, PURGA, OMNICORP. Lo mezclo todo en un torbellino mental, una cacofonía de horror y desesperación.

El resultado es una agonía que me pone de rodillas.

Es como si me estuvieran metiendo un cable de alta tensión directamente en el cerebro. Una luz blanca y cegadora explota detrás de mis párpados. Un grito ahogado se me escapa. Siento como si cada una de mis sinapsis estuviera friéndose, como si mi propia conciencia se estuviera desgarrando. Pero funciona.

Siento, más que oigo, una onda expansiva de energía silenciosa emanando de mí. Un "contragolpe psíquico". Silas, a mitad de camino, se detiene en seco. Se lleva una mano a la sien, tropezando como si estuviera borracho. Los otros agentes que se acercaban por los flancos se tambalean, sus rostros contraídos en una mueca de dolor, agarrándose la cabeza. Sus implantes, modelos más básicos que el mío, no pueden soportar el torrente de datos corruptos. Son como radios baratas inundadas por la señal de una emisora pirata a todo volumen.

Mi oportunidad.

Me levanto, con la visión borrosa y un sabor a cobre en la boca. Corro. Salto a las vías del tren justo cuando las alarmas de la estación empiezan a aullar. Me sumerjo en la oscuridad del túnel, el olor a ozono y a metal caliente llenando mis pulmones.

—¡Bien! —dice la voz en el comunicador, ahora más clara—. ¡Lo has hecho! Ahora, escúchame. Tienes que llegar a las Zonas Muertas. La antigua red de servicio de la sub-ciudad. Te enviaré las coordenadas a este comunicador. Allí las señales no penetran. Estarás a salvo. Por ahora.

Corro por la oscuridad, tropezando con los raíles, con la voz de mi salvadora anónima como única guía. La libertad duele. Joder, cómo duele.

Las Zonas Muertas son una cicatriz olvidada en las entrañas de la ciudad. Un laberinto de túneles de servicio, estaciones de bombeo abandonadas y conductos de ventilación del tamaño de ataúdes. El aire aquí es viciado, huele a óxido, a agua estancada y al silencio de décadas de abandono. No hay señales, no hay redes. Es un punto ciego en el ojo que todo lo ve de la metrópolis.

Siguiendo las coordenadas, llego a una antigua estación de bombeo. Una catedral de hormigón y metal oxidado, sumida en una penumbra rota solo por el brillo de una docena de monitores. Y en el centro de esta telaraña de cables y tecnología obsoleta, está ella.

Aris Thorne.

No es lo que esperaba. Es una mujer pequeña, delgada, con el pelo oscuro recogido en un moño desordenado del que escapan varios mechones. Sus ojos, grandes y oscuros, están hundidos en su rostro pálido, y tienen la mirada febril y acorralada de un animal que lleva demasiado tiempo huyendo. Está consumida por la paranoia y la culpa, una energía nerviosa que parece hacer vibrar el aire a su alrededor.

—Lo conseguiste —dice, su voz es un susurro ronco. Me analiza de arriba abajo, no como a una persona, sino como a un experimento que ha vuelto a casa—. No creí que lo conseguirías.

—Tú eres la que me metió esta mierda en la cabeza —le digo, el resentimiento es una piedra en mi garganta.

Su mirada se suaviza, una capa de dolor cubre la paranoia. —No. Yo no. Yo diseñé la interfaz neuronal, sí. El puente. Lo llamé Proyecto Teseo. Estaba destinado a guiar a la gente fuera de sus laberintos mentales: TLP, TEPT, depresión severa… Era una cura.

—¿Y qué coño pasó?

—OmniCorp pasó. Su división de seguridad interna, dirigida por un ideólogo llamado Alistair Finch, vio su potencial. Compraron mi investigación, me prometieron recursos ilimitados. Y pervirtieron mi trabajo. Convirtieron a Teseo en Quimera. Un proyecto para crear al asesino perfecto. Indetectable, controlable a distancia y, sobre todo, desechable. Cuando lo descubrí, intenté detenerlo. Me amenazaron. Así que huí. Y he estado escondiéndome desde entonces.

Señala una de las pantallas, que muestra un diagrama complejo y brillante. —Este eres tú. La arquitectura de tu chip. Eres un modelo beta, uno de los primeros del lote B-7. Por eso tu resistencia es… anómala. Tu conciencia residual es más fuerte. Los modelos posteriores son más… dóciles. El pulso que usaste, el contragolpe, es un vestigio del protocolo de reinicio de emergencia que yo diseñé. Una forma de que el paciente pudiera forzar un apagado en caso de fallo. Ellos lo convirtieron en un arma de corto alcance.

Me siento en una caja de metal oxidado, mi cabeza da vueltas. Paciente. Activo. Arma. Monstruo. Mis identidades se superponen, se desdibujan, amenazando con borrarme por completo.

—¿Puedes sacármelo? —pregunto, la pregunta más importante de mi vida.

Aris niega con la cabeza, y en ese gesto veo toda la desesperanza del mundo. —Está demasiado integrado. Soldado a tu neocórtex. Intentar quitarlo te mataría. Pero… —sus ojos febriles se clavan en la pantalla—, hay otra cosa. Una puerta trasera. Un protocolo de anulación de administrador que nunca eliminaron del código base. Es increíblemente arriesgado, pero… podría darte una ventana de control consciente. Una forma de luchar contra ellos desde dentro, de tomar el volante, aunque sea por unos segundos.

La esperanza es una droga peligrosa. Un calor frágil que se extiende por mi pecho helado. Control. La palabra es un paraíso perdido.

—Pero —continúa, y la palabra cae como una losa—, en el momento en que intentemos acceder a ese protocolo, el sistema central en el Nexo de OmniCorp lo detectará al instante. Sabrán dónde estamos y qué estamos haciendo. Será un todo o nada. Tendremos una sola oportunidad.

Miro la pantalla, el intrincado mapa de mi propia prisión cerebral. Y por primera vez desde que desperté en ese campo, no me siento como una víctima. Me siento como un soldado preparándose para su última batalla.

—Hazlo —digo.

Aris asiente, sus dedos vuelan sobre un teclado arcaico. Las pantallas parpadean, llenándose de líneas de código. El aire en la estación de bombeo se carga de una tensión palpable.

Y justo en ese momento, las luces de su guarida parpadean una, dos veces, y se apagan.

Nos sumimos en una oscuridad casi total, rota solo por el resplandor de emergencia de una de las pantallas. Un silencio absoluto, pesado, antinatural, cae sobre nosotros. Se me eriza el vello de la nuca.

Entonces, lo oímos.

Un sonido que no debería estar aquí, en las profundidades olvidadas de la ciudad. Un sonido metálico, pesado y rítmico, que se acerca por el túnel oscuro del que vine.


Clank.


Una pausa.


Clank.


Otro paso.


Clank.


Es Silas. Lo sé. Pero no está solo. La silueta que empieza a perfilarse en la entrada del túnel, recortada contra una luz lejana, es más grande de lo que debería ser. Más ancha. Más pesada. Un exoesqueleto de combate, sus servomotores emitiendo ese sonido rítmico y ominoso. El Pastor no ha venido a hablar. Ha traído artillería pesada para reclamar a su oveja descarriada.

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