La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 1: El Color de la Purga
La memoria es una puta traidora. Se disfraza de álbum de fotos, de película casera, pero en realidad es un carcelero con un manojo de llaves oxidadas. Unas abren celdas de veranos lejanos y risas que ya no recuerdas cómo sonaban; otras, la mayoría, te encierran en el puto corredor de la muerte de tus propios errores. Y luego están las mías. Mis llaves no abren nada. Porque no hay celdas, ni corredor, ni siquiera un recuerdo vago de la cerradura. Solo un muro blanco, liso, infinito. Una amnesia manufacturada, un borrado de fábrica tan perfecto y estéril como el interior de un laboratorio. Un alma formateada a la fuerza.
El despertar no es un amanecer suave, no es el regreso paulatino desde las brumas del sueño. Es una patada en la base del cráneo. Un clavo al rojo vivo, del tamaño de un raíl de tren, martilleado con precisión sádica en mi cerebelo. El impacto reverbera con cada latido desesperado de mi corazón, un eco agónico que sacude mi esqueleto. Un gemido se me escapa, un sonido animal, desgarrado, que no reconozco como mío. El aire que inspiro es helado y denso, cargado con el olor primordial de la tierra recién removida y la promesa eléctrica del ozono, como el aliento de una tormenta que acaba de pasar o, peor aún, está a punto de llegar.
Abro los ojos. El cielo es una plancha de plomo sin costuras, una losa gris y opresiva que parece aplastar el mundo. Estoy tumbado en un campo de hierba rala, empapada, que se pega a un barro frío y tenaz. El tejido áspero de un mono se me clava en la piel, un color tan violento y ajeno que me produce náuseas: un naranja carcelario, el color de la culpa institucionalizada.
No estoy solo. A mi alrededor, como una cosecha macabra plantada en hileras desordenadas, una docena de figuras se incorporan con la misma lentitud agónica. Hombres y mujeres, todos enfundados en el mismo naranja chillón, todos llevándose las manos a la cabeza con ese gesto universal de dolor que trasciende el lenguaje. Nadie grita, nadie habla. Solo se oye el siseo del viento entre la hierba y los quejidos ahogados de almas que han sido arrancadas de la nada y devueltas a sus cuerpos a la fuerza. Una sinfonía de migrañas. Una reunión de recipientes vacíos, preguntándose en silencio quién coño los ha llenado de dolor.
Un zumbido rompe la quietud precaria. Lejano al principio, como un insecto atrapado en un tarro de cristal en la habitación de al lado. Crece, se vuelve más grave, más cercano. Dos furgonetas negras, sin matrículas, sin logos, sin otra identidad que su negrura absoluta y mate, se detienen en el camino de tierra que serpentea junto al campo. Son tan silenciosas que parecen espectros, vehículos fantasma que absorben la poca luz que se filtra del cielo plomizo. Las puertas laterales se deslizan sin un chirrido, y de su interior oscuro, como si vomitaran sombras, emergen hombres.
No son policías. La policía tiene una torpeza burocrática, un peso de autoridad reconocible en su postura, en su forma de moverse. Estos tipos son otra cosa. Son siluetas eficientes, envueltas en equipo táctico de un polímero que se traga la luz, moviéndose con la precisión coordinada de un enjambre de depredadores. Sus rostros están ocultos tras visores opacos que reflejan el cielo gris como espejos sin alma. Los fusiles que portan no son para mantener el orden, no son para intimidar. Son herramientas quirúrgicas diseñadas para borrar errores. Se despliegan en abanico, formando una red de muerte silenciosa que avanza hacia nosotros con una calma aterradora.
Y entonces, empieza el concierto.
No es el estruendo honesto y caótico de un tiroteo. Son toses secas, discretas, casi educadas. El thump-thump-thump rítmico de armas con silenciador. El sonido húmedo y repugnante de la carne cediendo. La mujer más cercana a mí, una joven con el pelo rapado que dejaba a la vista un tatuaje de una lágrima bajo su ojo izquierdo, se lleva una mano al pecho, su rostro una máscara de confusión infantil. Una flor roja, obscena, florece en el naranja de su mono. Cae de rodillas, sin un sonido, con los ojos muy abiertos, interrogando a un cielo que no le va a dar respuestas. Uno a uno, los otros caen. Un hombre corpulento se desploma hacia adelante como un saco de grano. Una mujer delgada cae de lado, como una marioneta a la que un titiritero sádico le ha cortado los hilos. Sin gritos. Sin agonía. Solo el impacto sordo y el silencio expectante que le sigue.
El instinto, esa rata acorralada que sobrevive a la lógica y al pánico, me grita desde el fondo de mi médula espinal. Me lanza de bruces contra el barro frío y pegajoso antes de que mi cerebro, esa maraña de cables cruzados y circuitos quemados, termine de procesar el horror. Me quedo inmóvil, la cara hundida en la tierra húmeda, el olor dulzón y metálico de la sangre fresca invadiéndolo todo, mezclándose con el aroma a hierba mojada. Contengo la respiración, rezando a un dios en el que nunca he creído para que mi corazón deje de aporrear mis costillas como un puto baterista enloquecido en un solo de anfetaminas. Cada latido es un faro, un grito ensordecedor en el silencio: estoy aquí, estoy vivo.
Oigo pasos. Ligeros, profesionales, aplastando la hierba con una indiferencia calculada. Dos de ellos se detienen a escasos centímetros de mi cabeza. El olor a lubricante de armas y a sudor limpio, casi antiséptico, es casi abrumador.
—¿Recuento? —La voz es neutra, metálica, filtrada por el comunicador de un casco. Es una voz sin género, sin inflexiones. La voz de una función.
—Doce activos neutralizados —responde una segunda voz, igualmente desprovista de humanidad—. El protocolo ‘Fuga’ ha sido un éxito. El lote B-7 está purgado.
—Bien. Asegúrate de que los chips están fritos. Pasa el emisor de pulso por cada cráneo. No podemos dejar ni un byte de datos residuales. La narrativa oficial ya está en marcha. Fuga masiva de la penitenciaría de máxima seguridad de Blackwood. Violenta. Con múltiples bajas entre los guardias. Los medios se lo están tragando entero. OmniCorp necesita limpiar el rastro de este lote defectuoso.
Lote defectuoso. Las palabras se me clavan en el cerebro, más frías y afiladas que el barro en mi mejilla. El NeuroLink. La cara sonriente del doctor Alistair Finch, sus manos suaves, su promesa de paz. «Es una cura, Damián. Una jaula de seda para la bestia». La bestia era mi Trastorno Límite de la Personalidad, la tormenta incesante de furia y desesperación que me había convertido en un paria, en un peligro para mí mismo. El chip era la calma. Dos años de una vida gris, sí, pero estable. Una vida sin picos, sin abismos. Una vida en modo avión. Una puta mentira. No era una cura. Era una correa. Y nosotros, el lote B-7, no éramos pacientes. Éramos armas. Asesinos de usar y tirar. Y ahora, éramos la basura que había que sacar antes de que empezara a oler.
Los pasos se alejan. Oigo el zumbido bajo y agudo de un dispositivo, seguido de un chasquido eléctrico, seco y definitivo. Una y otra vez. Están friendo los cerebros, borrando la última evidencia de la existencia de esos pobres diablos. El silencio que dejan cuando las furgonetas se marchan, tan silenciosas como llegaron, es más aterrador que el sonido de los disparos. Es un silencio absoluto, preñado de muerte y de una verdad demasiado monstruosa para ser asimilada.
Espero una eternidad que, en el reloj del mundo real, dura quizás dos minutos. Me levanto, temblando de una forma tan violenta que apenas puedo mantenerme en pie. El campo es un tapiz macabro de monos naranjas y hierba manchada de un rojo oscuro y pegajoso que empieza a coagularse. La bilis me sube por la garganta, una arcada agria y ardiente que me deja sin aliento. La vomito a un lado, vaciándome del horror, pero el horror sigue dentro. Supervivencia. La palabra es un neón parpadeante en mi cerebro devastado. Una orden simple. La única que mi mente parece capaz de procesar.
Me agacho junto a dos de los muertos. La náusea vuelve, pero esta vez la aplasto con una rabia fría que nace del pánico. Uno es un chaval que no tendría más de veinte años, con una pelusa rubia por barba y una expresión de sorpresa ingenua congelada en su rostro. El otro, un hombre corpulento, de cabeza afeitada y nudillos cubiertos de tatuajes carcelarios descoloridos. Sus ojos vidriosos miran a la nada, testigos mudos de su propia ejecución. Con dedos torpes, rígidos por el frío y el shock, empiezo a desvestirlos. Es un acto horriblemente íntimo, profanar a los muertos para seguir viviendo. El olor a muerte reciente es dulzón, denso. Les quito los vaqueros gastados, una sudadera con capucha que huele a sudor rancio y a miedo. El mono naranja cae a mis pies como la piel de una serpiente, una muda que me deja desnudo y vulnerable, pero anónimo. Soy un ladrón de tumbas, un carroñero. Pero estoy vivo. Y en este momento, es lo único que importa.
Corro. Corro sin mirar atrás, sin saber a dónde voy, con el único motor del pánico puro. Los pulmones me arden como si estuviera respirando brasas, los músculos de mis piernas me gritan con cada zancada, pero sigo corriendo, alejándome de ese campo de muñecos rotos.
El pueblo es uno de esos lugares que el futuro ha decidido pasar de largo, dejándolo varado en una orilla del tiempo. Casas con la pintura desconchada como piel quemada por el sol, un bar con un cartel de neón que parpadea la palabra "BAR" con la insistencia asmática de un corazón moribundo, y un silencio pesado, no de paz, sino de una resignación que se ha vuelto crónica. Empujo la puerta del bar. El aire del interior es denso, un cóctel de cerveza rancia, fritanga y la desesperanza acumulada de muchas generaciones.
Un camarero viejo, con un rostro como un mapa de carreteras secundarias y ojos cansados de ver siempre lo mismo, me mira por encima de un periódico de papel, una puta reliquia en el año 2030. Su mirada me evalúa, me cataloga como problema potencial y me descarta en menos de un segundo. Vuelve a su lectura. Hay otros dos clientes, dos viejos jugando una partida silenciosa de ajedrez en una esquina, sus movimientos tan lentos que parecen parte del mobiliario.
—Un vaso de agua —grazno. Mi voz es áspera, extraña.
El camarero asiente sin levantar la vista y desliza un vaso con marcas de dedos por la barra de formica gastada.
En una pantalla plana, sucia y colgada de la pared como un cuadro de arte moderno barato, un noticiero escupe su veneno diario. Y entonces la veo. Mi cara. Mi puta cara, ocupando toda la pantalla. Es una imagen granulada, de una cámara de seguridad de alta resolución, pero soy yo. O, más bien, el autómata que usa mi cuerpo. Me veo moverme por los pasillos inmaculados de una prisión, con una calma glacial, una eficiencia de depredador que me hiela los huesos. Llevo un uniforme de guardia que debo haber robado en algún momento de mi amnesia. El arma en mi mano parece una extensión natural de mi brazo, no un objeto ajeno. Abato a tres hombres, con disparos precisos y desapasionados en el pecho y la cabeza, antes de desaparecer por una brecha humeante en un muro exterior.
«…la brutal fuga de la penitenciaría de máxima seguridad de Blackwood tuvo lugar hace dos días», dice la presentadora, su rostro una máscara de seriedad profesional, su voz modulada para transmitir la gravedad justa. «Damián Ferrer, previamente condenado por el asesinato del líder activista anti-tecnología, es el principal fugitivo y está considerado armado y extremadamente peligroso. Se cree que lideró la revuelta que costó la vida a siete guardias y a dos miembros del personal civil…»
Hace dos días. El vaso de agua se me escapa de los dedos y estalla contra el suelo de linóleo agrietado. El sonido es una detonación en el silencio del bar. El camarero levanta la vista, esta vez con una irritación manifiesta en su rostro arrugado. Los jugadores de ajedrez se giran lentamente. He perdido dos putos días. Cuarenta y ocho horas. Un agujero negro en mi existencia durante el cual mi cuerpo, mi rostro, mi nombre, han sido el coche de alquiler de un asesino de masas.
El sabor metálico de la desesperación, agrio como la bilis, me inunda la boca. Salgo del bar a toda prisa, casi corriendo, antes de que el camarero o los viejos conecten al vagabundo sediento y torpe con el terrorista más buscado del país. Me refugio en un callejón estrecho y oscuro que apesta a orines, a basura húmeda y a sueños rotos. El pánico es un animal con garras afiladas que me desgarra por dentro, trepando por mi esófago. Tengo que sacármelo. Tengo que arrancarme esta cosa de la cabeza. Este demonio de titanio.
En el suelo, entre los desperdicios, encuentro lo que busco: el cuello de una botella de cerveza rota, el borde del cristal brilla con una luz sucia y prometedora. Con la mano temblorosa, busco la pequeña cicatriz, casi invisible, la puerta de entrada de mi jaula, detrás de mi oreja derecha. La encuentro, una leve hendidura en la piel. Aprieto el filo afilado contra ella. El dolor es una explosión blanca, cegadora. Es agudo, limpio. Y es mío. Por primera vez en lo que parece una vida entera, siento un dolor que he elegido yo, una sensación que me pertenece por completo. Una gota de sangre caliente, espesa, resbala por mi cuello, un rastro cálido en mi piel helada. Presiono más, con un gruñido que sale de lo más profundo de mi pecho, intentando excavar, cortar, llegar al parásito que anida junto a mi alma. Pero es inútil. Es como intentar arrancarse una costilla con los dedos. Está soldado a mi ser. Es parte de la arquitectura de mi cráneo.
Y entonces lo siento.
Un zumbido. Sutil al principio, una estática en la periferia de mi audición, como el siseo de una serpiente invisible. Crece en intensidad, una nota aguda y constante que vibra directamente en mis huesos. El dolor de cabeza vuelve, pero esta vez es diferente. No es un clavo al rojo vivo. Es una presión fría, invasiva, que se expande desde la base de mi nuca. Es la sensación de que mi propia mente se está volviendo ajena. Como si una mano invisible estuviera cambiando los muebles de sitio en la habitación de mi conciencia, y yo fuera solo un espectador impotente, atado a una silla. Las paredes de ladrillo del callejón parecen ondular. Los colores se desaturan, desangrándose en una paleta de grises sucios. El sonido del mundo se aleja, convirtiéndose en un murmullo bajo el agua.
Recalibración forzosa.
Estoy perdiendo el control. De nuevo. Me están llamando. Me están reiniciando. El autómata va a despertar.
Me desplomo contra la pared, el trozo de cristal se me cae de la mano inerte con un tintineo patético. La oscuridad empieza a trepar por los bordes de mi visión, como tinta negra derramada en agua limpia, una mancha que se expande inexorablemente. No. No otra vez. No seré su puto títere.
Pero la lucha es inútil. Mis músculos se tensan, mi mandíbula se aprieta con una fuerza antinatural, haciendo que mis dientes crujan. Levanto mis propias manos frente a mi cara. Ya no me parecen mías. Son herramientas, apéndices de carne que pertenecen a otro. Se cierran lentamente, implacablemente, en un puño compacto y listo para la violencia.
La última imagen que veo antes de que la oscuridad me trague por completo es mi propio reflejo, distorsionado y tembloroso en un charco de agua sucia y estancada. Es mi rostro, sí, pero los ojos que me devuelven la mirada no son los míos. Están vacíos. Desprovistos de miedo, de duda, de alma. Son los ojos de un propósito ajeno, frío y absoluto. La marioneta está siendo activada de nuevo. Y esta vez, no sé a quién van a obligarme a matar.

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