La Sombra del Último Albigense en Carcasona | Un Thriller Histórico

El año de Nuestro Señor de 1285 olía a paz. O, más bien, a la paz que sigue a una masacre. Olía a ceniza fría, a piedra húmeda y al silencio temeroso de una fe que había sido arrancada de raíz. La Cruzada Albigense, esa tormenta de fuego y acero enviada desde el norte para purgar la herejía cátara, había terminado su obra. El Languedoc estaba doblegado, sus castillos en ruinas, sus "Buenos Hombres" y "Buenas Mujeres" convertidos en humo en las hogueras de la Inquisición. Yo, Sir Guilhem de Montfort, fraile de la Orden de los Predicadores y servidor del Santo Oficio, llegué a la imponente ciudadela de Carcasona no como un guerrero, sino como el barrendero que limpia los últimos restos de una plaga. 

Mi misión era simple: erradicar los últimos vestigios, las brasas ocultas de la herejía que pudieran reavivar el fuego. Era un trabajo de lógica, de interrogatorios, de aplicar la ley de Dios con la precisión de un bisturí. No creía en los fantasmas ni en las maldiciones. Creía en la razón, en la confesión y en la fragilidad de la carne humana bajo la presión adecuada. Pero Carcasona, esa doble muralla de piedra que se alzaba como un desafío al cielo, me tenía preparada una lección sobre horrores que no se pueden exorcizar con agua bendita. 

El primer eco de la tormenta que se avecinaba fue la muerte del Barón de Foix. Un hombre cuya brutalidad durante el asedio de Montségur era legendaria, un carnicero que se jactaba de haber alimentado a sus perros con la carne de los herejes. Ahora era él la carne. Lo encontraron en su lecho, en sus opulentos aposentos dentro de la ciudadela. Su rostro, normalmente un mapa de arrogancia y crueldad, estaba congelado en una máscara de terror absoluto, los ojos desorbitados mirando algo que solo él había visto en sus últimos momentos. 

El médico, un hombrecillo asustado, no encontró causa. "Un fallo del corazón, mi señor Inquisidor", balbuceó. "Una apoplejía causada por el exceso de vino y de ira". Pero yo no me tragué esa píldora. Los hombres como Foix no mueren de un susto en la cama. Los sustos los dan ellos. 

Inspeccioné la habitación. No había signos de violencia, ni de veneno en su copa. Todo estaba en orden, excepto por un detalle, tan sutil que casi lo pasé por alto. En el alféizar de la ventana de piedra, que se abría a una caída de cincuenta metros sobre el río Aude, alguien había dibujado un pequeño símbolo con ceniza fina. Una paloma, con las alas extendidas. El símbolo de los puros, de los cátaros. El emblema de aquellos a los que el barón había masacrado. No era una amenaza. Era una firma. 



Mi investigación fue como intentar pescar en un pozo de lodo. Choqué contra dos muros: la arrogancia de los nobles franceses que se habían repartido las tierras de los herejes, y el silencio temeroso de la población local occitana, cuyos ojos me miraban con un odio velado. Para los nobles, la muerte de Foix era un inconveniente, probablemente obra de algún criado resentido. Para los locales, era un secreto que no compartirían con un inquisidor dominico, un perro de presa de Roma. 

Dos semanas después, la sombra volvió a moverse. La víctima fue el Abad del monasterio de San Nazario, un hombre cuya piedad era tan grande como su apetito por las tierras confiscadas. Murió durante la misa, desplomándose frente al altar. "Un ataque de gota", sentenció el mismo médico. Pero mientras examinaba el cuerpo, encontré una pequeña espina de acacia, casi invisible, clavada en el interior de su guante de ceremonia. Una espina conocida por su savia, que en la dosis correcta, puede inducir un fallo cardíaco que no deja rastro. Y en el misal que el abad había dejado caer, una página del Libro del Apocalipsis había sido marcada con una gota de cera teñida de azafrán, el color del hábito de los condenados cátaros. 

La tercera muerte fue la más ingeniosa. Un capitán de la guarnición, otro veterano de la cruzada famoso por su celo, murió en un "accidente" de caza. Su caballo, decían, se asustó y lo lanzó por un barranco. Pero yo fui al lugar. Y encontré, atada al sendero con un hilo de seda casi invisible, una pequeña pluma de cuervo. Un símbolo cátaro del mundo material, del Príncipe de las Tinieblas. Alguien había asustado al caballo deliberadamente. 

Tres muertes. Tres figuras clave de la represión. Tres "accidentes" perfectos, cada uno firmado con un susurro simbólico. Estaba cazando a un asesino que era a la vez un teólogo, un fantasma y un poeta del asesinato. 

Empecé a sumergirme en el mundo de mi enemigo. Pasé noches enteras en la biblioteca confiscada del obispo, leyendo los textos cátaros que habíamos salvado de las llamas. No para entender la herejía, sino para entender la mente que la había engendrado. Leí sobre su dualismo, su creencia en un Dios bueno del espíritu y un Dios malo de la materia. Leí sobre los "Perfectos", sus líderes ascetas, hombres y mujeres que habían alcanzado un estado de pureza y que se consideraban ya liberados de la rueda de la reencarnación. Y leí sobre Montségur, la última fortaleza, la pira final donde doscientos Perfectos eligieron caminar hacia las llamas antes que renunciar a su fe. 

Fue en el testimonio de un soldado, un relato polvoriento de la caída de Montségur, donde encontré la leyenda. La historia de un "Último Perfecto", un maestro de la teología y la medicina llamado Esclarmonde, que logró escapar del asedio a través de pasadizos secretos, llevándose consigo, decían, el tesoro de los cátaros. Pero los rumores más oscuros no hablaban de oro, sino de un juramento. Un juramento de venganza. No una venganza de fuego y espada, sino una "justicia silenciosa". Una plaga que caería sobre los arquitectos de su aniquilación. 

El asesino no solo mataba; juzgaba. Parecía conocer los secretos más íntimos de sus víctimas, sus miedos, sus pecados. La espina en el guante del abad, que sufría de una paranoia a ser envenenado. La pluma de cuervo para el capitán, que era supersticioso hasta la médula. Estaba usando sus propias culpas como armas. Y eso me llevó a una conclusión aterradora: el asesino no era un extraño que se colaba por las ventanas. Era alguien de dentro. Alguien que tenía acceso a los nobles, al clero. Alguien que se sentaba a su mesa, que escuchaba sus confesiones, que conocía sus pesadillas. La sombra del último albigense podía llevar el hábito de un monje o el jubón de un cortesano. 



Mi lista de sospechosos era un nido de víboras. El propio obispo de Carcasona, un hombre ambicioso que odiaba a los nobles del norte. El comandante de la guarnición, que competía con el capitán muerto por el favor del rey. Incluso algunos de mis propios hermanos dominicos, que veían la corrupción de los nuevos señores como una afrenta a Dios. Pero ninguno encajaba del todo. El asesino era demasiado preciso, demasiado paciente. Sus acciones tenían la lógica fría de un erudito y la pasión ardiente de un mártir. 

La clave, decidí, estaba en la próxima víctima. ¿Quién era el pez más gordo, el símbolo definitivo de la victoria cruzada? El obispo, por supuesto. O el legado papal, que estaba de visita en la ciudad. El asesino buscaría el golpe más simbólico. Y lo haría pronto. 

Decidí tender una trampa. Hice correr el rumor de que el obispo iba a realizar una vigilia privada en la cripta de San Nazario, una cripta antigua y olvidada bajo la basílica, para rezar por las almas de los muertos en la cruzada. Era el escenario perfecto: aislado, sagrado y lleno de sombras. Por supuesto, el obispo estaría a salvo en sus aposentos. El que iría a la cripta sería yo. 

La cripta olía a tierra fría y a siglos de silencio. La única luz era la de una única vela que coloqué sobre un altar de piedra. Me senté en un banco, mi hábito de dominico una capa de oscuridad en la penumbra, y esperé. Mi espada estaba a mi lado, pero sabía que no la necesitaría. Esta no era una batalla de acero. 

Pasaron las horas. El silencio era tan profundo que podía oír el latido de mi propio corazón. Y entonces, oí un sonido. El suave roce de una sandalia sobre la piedra. Una figura emergió de las sombras más profundas, moviéndose con una gracia silenciosa. No era un hombre. Era una mujer. Llevaba el hábito gris y simple de una beguina, una de las mujeres laicas y piadosas que servían en la ciudad. La conocía. Su nombre era Isabelle. Ayudaba en el hospital de los pobres y era conocida por su bondad y su silencio. 

—Hermana Isabelle —dije, mi voz resonó en la cripta—. O debería decir, ¿Perfecta Esclarmonde? 

Ella no se sorprendió. Se detuvo frente a mí, y en la luz parpadeante de la vela, vi sus ojos. Eran los ojos más viejos y tristes que jamás había visto, llenos de una inteligencia afilada y un dolor infinito. 

—Inquisidor Guilhem —respondió, su voz era tranquila, melódica, el eco de la nana olvidada—. Siempre tan lógico. Tan predecible. 

—Confieso que no la esperaba a usted. ¿Cómo? 

—Los Perfectos no somos solo hombres —dijo con una sonrisa amarga—. Y el mejor lugar para esconderse es a plena vista. Nadie se fija en una mujer humilde que cuida de los enfermos. Nadie sospecha de la mano que les lleva un caldo o les cambia las sábanas. He escuchado sus confesiones de borrachos, sus pesadillas febriles. Conozco sus pecados mejor que sus propios confesores. 

—¿Y se ha erigido en su juez, jurado y verdugo? Eso no es la obra de Dios. 

—No del suyo, quizás —replicó, su calma era una roca contra la que mis acusaciones se rompían—. Mi Dios, el Dios bueno, no pide venganza. Pide justicia. Pide equilibrio. Estos hombres no fueron asesinados. Fueron… cosechados. El barón murió de puro terror al ver en su ventana la cara de cada hombre que torturó. El abad murió por su propia avaricia, la espina era del jardín de las tierras que robó. El capitán murió por su propia arrogancia, persiguiendo una presa que no existía. Yo solo les presenté el espejo. Fue su propia alma negra la que los mató. 

La confrontación no fue de espadas. Fue de voluntades. Un duelo de teología en una tumba. Hablamos durante lo que pareció una eternidad, el inquisidor y la hereje, dos caras de la misma moneda de fe y convicción. Ella no intentó matarme. Sabía que no podía. Y yo… yo sabía que arrestarla sería inútil. Se convertiría en una mártir, su leyenda crecería. Y en el fondo de mi alma, una parte de mí, una parte que me aterrorizaba, no podía evitar admirar su lógica implacable, su justicia poética. 

—¿Y ahora qué, Esclarmonde? —pregunté finalmente. 

—Ahora, mi obra ha terminado. La balanza está un poco más equilibrada —dijo. 

Se acercó al altar. De un pliegue de su hábito, sacó una pequeña ampolla de cristal oscuro. —Los Perfectos no tememos a la muerte, inquisidor. Es una liberación. El regreso a casa. 

Antes de que pudiera detenerla, se bebió el contenido. Su cuerpo se desplomó en el suelo de piedra, sin un espasmo, sin un sonido. Una sonrisa de paz infinita en su rostro. La última Perfecta cátara había elegido su propio final, negándome mi victoria, negándome mi justicia. 



La versión oficial fue que una beguina loca, simpatizante de los herejes, había intentado asesinarme y se había suicidado al ser descubierta. El caso se cerró. Carcasona respiró aliviada. La paz, la paz de los cementerios, volvió a reinar. 

Me retiré poco después, no a un monasterio tranquilo, sino a una vida de silencio y duda. Gané, sí. El asesino estaba muerto. La amenaza había terminado. Pero me quedé con la amarga comprensión de que Esclarmonde tenía razón. La cruzada no había destruido una herejía. Había destruido a gente. Y al hacerlo, había creado un monstruo de una lógica impecable, un fantasma nacido no del odio, sino de una justicia terrible. 

La sombra del último albigense no era el espectro de una fe muerta. Era el eco de nuestra propia brutalidad. Una sombra que, me temo, nunca dejará de proyectarse sobre los muros de Carcasona, un recordatorio eterno de que cuando siembras el viento de la injusticia, no puedes quejarte cuando cosechas el torbellino silencioso de la venganza. 

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