La Sombra del Sastre de Órganos | Un Relato de Novela Negra
El olor del Barrio Gótico de Barcelona a las cuatro de la madrugada es una blasfemia. Es una mezcla de orines rancios, de la grasa fría de las tapas que los turistas devoraron horas antes, y de algo más antiguo. Un hedor a piedra húmeda, a historia y a secretos podridos que se filtra por las paredes como el sudor de un moribundo. Llevaba treinta años respirando este aire, y cada día me parecía más viciado, más pesado. La jubilación estaba a la vuelta de la esquina, un horizonte brumoso que prometía mañanas sin este olor, sin la visión de los despojos que la ciudad dejaba tras de sí cada noche. Pero la ciudad, puta desagradecida, siempre se guarda una última patada en los cojones para la despedida.
El cuerpo yacía en un recoveco de la calle Avinyó, un nicho de oscuridad que ni las luces anaranjadas de las farolas se atrevían a profanar del todo. Era el tercero en dos meses. Otro "sin nombre", un indigente conocido por los comerciantes locales como "El Poeta" porque a veces recitaba versos incoherentes a cambio de una moneda. Ahora su poesía era un grito silencioso de carne mutilada.
Los novatos del equipo forense contenían las arcadas. Yo ya no tenía estómago para eso. Me agaché, mis rodillas crujieron como madera vieja. El olor a cobre y a vísceras era abrumador, pero debajo, había otro aroma, uno que no encajaba: un olor clínico, a antiséptico. El Poeta estaba parcialmente desmembrado, sí, pero no era la carnicería de un ajuste de cuentas o la obra de un psicópata al uso. Faltaba un riñón, un trozo de hígado, pero los cortes eran limpios, quirúrgicos. Y las suturas… joder, las suturas. Eran finas, precisas, casi artísticas. Unas unían la piel que quedaba, otras parecían no tener propósito, como si alguien hubiera estado practicando, dibujando patrones en un lienzo de piel humana. Y había algo más. Pequeñas incisiones en el brazo, en el muslo, de las que se habían extraído muestras de tejido muscular y piel con una precisión de biopsia.
Esto no era tráfico de órganos. Los traficantes son carniceros, no artistas. Cogen lo que necesitan y tiran el resto. Esto era otra cosa. Alguien no solo había cosechado partes del Poeta; había estado… experimentando. Jugando. Como un niño sádico con una rana.
—Otro yonqui que se mete donde no debe, Carles —dijo el subinspector Garrido, un chaval con más ambición que cerebro, mientras se encendía un cigarrillo—. Cerramos el perímetro y mañana pasamos el informe. Un ajuste de cuentas entre la chusma. Caso cerrado.
Le lancé una mirada que podría haber cuajado la leche. —Cierra la puta boca, Garrido. Esto no es un ajuste de cuentas. Esto es una mesa de operaciones en un callejón. Mira las suturas. Mira la precisión. ¿Desde cuándo los camellos estudian medicina?
Se encogió de hombros, echando el humo con indiferencia. —Como quieras, Rovira. Es tu último mes. Diviértete con tus fantasmas. Yo tengo cosas más importantes que hacer.
Mientras se alejaba, supe que estaba solo en esto. Para el departamento, El Poeta era un número, un expediente que archivar para mantener las estadísticas de resolución de crímenes limpias. Para mí, era un grito en la oscuridad. Y yo, el viejo dinosaurio a punto de extinguirse, era el único que parecía dispuesto a escucharlo.
Mi investigación se convirtió en un descenso personal al infierno de dos caras de Barcelona. De día, me enfrentaba a la indiferencia de mis superiores. El Comisario, un hombre cuya principal preocupación era su próximo ascenso y las cenas con los políticos de turno, me recibió en su despacho con la paciencia de quien escucha a un abuelo senil.
—Rovira, son indigentes. Indocumentados. Se matan entre ellos. Es la ley de la calle. Céntrate en los robos de la zona alta. Eso es lo que da titulares. Eso es lo que importa.
De noche, me sumergía en el otro lado del espejo. Seguí una corazonada, una intuición nacida de treinta años pateando estas calles. El olor a antiséptico, la precisión quirúrgica… eso no nacía en los bajos fondos. Eso se compraba con dinero. Mucho dinero. Empecé a frecuentar los alrededores de las clínicas de estética más lujosas del Paseo de Gracia, esos templos de mármol y cristal donde los ricos iban a comprarle unos años más al tiempo. Observaba los coches caros, los rostros estirados y sin expresión de la élite de la ciudad.
Mi único aliado era un fantasma como yo, un informante llamado "El Murciélago", un hombre que vivía en las cloacas de la ciudad y que lo sabía todo porque nadie se fijaba nunca en él. Nos encontramos en un bar mugriento del Raval que olía a absenta y a desesperación.
—Buscas al Sastre —dijo, su voz un susurro ronco, sin mirarme, sus ojos fijos en el vaso de cazalla que temblaba en su mano—. Es un mito, Rovira. Una leyenda urbana. Un cuento para asustar a los nuevos.
—Los cuentos no dejan cadáveres con suturas de seda en los callejones —repliqué, deslizando un billete arrugado por la barra.
El Murciélago se bebió la cazalla de un trago, un escalofrío recorrió su cuerpo enjuto. —Dicen que es un cirujano. El mejor. Un dios con el bisturí que cayó en desgracia. Perdió la licencia, pero no el talento. Ahora trabaja para los que pueden pagar el silencio. Ofrece… milagros. No una nariz nueva o menos arrugas. Milagros de verdad.
La palabra "milagros" se quedó flotando en el aire viciado del bar. Los ecos de los otros muertos volvieron a mí. El trozo de piel del segundo cuerpo, que según el análisis forense tenía una elasticidad anómala. El tejido muscular del primer cuerpo, que mostraba signos de regeneración celular acelerada. No estaban traficando con órganos. Estaban usando a los olvidados como una granja de tejidos, como un puto taller de piezas de repuesto.
"El Sastre" no vendía riñones en el mercado negro. Vendía "mejoras". Injertos de piel perfecta para una millonaria que no quería cicatrices. Músculos de un joven para un viejo atleta que se negaba a envejecer. La idea era tan monstruosa, tan perversa, que tenía perfecto sentido en una ciudad que adoraba la fachada por encima de todo. Los ricos no solo compraban órganos; compraban la juventud y la vitalidad de los pobres, tejido a tejido, de forma grotesca y experimental. Estaban creando quimeras, monstruos revestidos de seda y colonia cara, y los materiales de construcción eran las almas anónimas que dormían en los portales.
La pista definitiva llegó de una fuente inesperada. Una de las enfermeras de una de esas clínicas de lujo, a la que le pagué las deudas de juego de su exmarido, me habló de un tal Dr. Andreu Bofill. Un genio de la cirugía reconstructiva, un pionero en la terapia de tejidos. Había sido expulsado de la comunidad médica hacía una década por realizar experimentos no autorizados, por una visión delirante del cuerpo humano como un lienzo imperfecto que él podía rediseñar a su antojo. Había desaparecido del mapa. Bofill. El Sastre.
Rastrear a un fantasma como Bofill fue como intentar coger humo con las manos. Pero los fantasmas dejan rastros, si sabes dónde mirar. Facturas de material quirúrgico de alta gama, pagadas a través de empresas fantasma. El consumo eléctrico anómalo de un palacete abandonado en la falda del Tibidabo, una de esas viejas mansiones de la burguesía catalana, ahora en ruinas.
Fui solo. No podía arriesgarme a que Garrido o cualquiera de los otros chaqueteros del departamento le dieran el soplo. La noche era cerrada, la única luz la de una luna pálida que se filtraba entre los árboles. El palacete era una bestia dormida, sus ventanas vacías como cuencas de ojos ciegos. La puerta principal estaba cerrada, pero una de las ventanas del sótano había sido forzada.
El interior olía a humedad, a polvo y, de nuevo, a ese olor clínico a antisépico que era la firma del Sastre. Bajé a las antiguas bodegas, un laberinto de pasillos abovedados y nichos oscuros. Y al final de uno de ellos, una puerta de acero moderna, fuera de lugar. La abrí con cuidado.
La escena que me recibió fue una visión del infierno de Dante rediseñada por un cirujano loco. Era un quirófano clandestino, una mezcla impía de tecnología médica de vanguardia y decadencia gótica. En el centro, bajo una potente lámpara quirúrgica, había una mesa de operaciones. Pero no había nadie sobre ella. En las paredes, tanques de cristal contenían trozos de tejido humano flotando en un líquido ambarino, etiquetados con una caligrafía elegante: "Piel. Caucásico. 22 años. Elasticidad A+". "Músculo pectoral. Africano. 28 años. Resistencia A+". Era una despensa de carne humana.
Y en una esquina, estaba él. El Dr. Andreu Bofill. El Sastre. Era un hombre mayor, de pelo blanco y pulcro, vestido con una bata quirúrgica impecable. No estaba operando. Estaba de pie frente a un espejo de cuerpo entero, admirando su obra. Pero no se miraba a sí mismo. A su lado, había un hombre joven, atado a una silla, amordazado, con los ojos llenos de un terror absoluto. Un chaval que había visto pidiendo en las Ramblas.
—La simetría es la belleza. Y la belleza es la única verdad —dijo Bofill, su voz era la de un profesor dando una conferencia, mientras pasaba un bisturí por el aire, como si dibujara—. Pero la naturaleza es una artista perezosa. Descuidada. Yo… yo la corrijo. La perfecciono.
Se giró y me vio. No hubo sorpresa en su rostro. Solo una ligera irritación, como si yo fuera una mancha en su obra de arte.
—Inspector Rovira. A punto de jubilarse, si no me equivoco. Ha sido usted un incordio. Admirablemente persistente para un hombre de su edad.
—Se acabó, Bofill —dije, mi voz sonaba extraña en la quietud clínica de la sala. Mi mano se posó instintivamente en la pistola que llevaba bajo la chaqueta.
Él sonrió, una sonrisa delgada y sin alegría. —Oh, no, inspector. Apenas acaba de empezar. Mi cliente de esta noche es muy importante. Y muy impaciente. Está a punto de recibir el regalo de unos tendones nuevos, más fuertes, más rápidos. Extraídos de este espécimen tan… sano. Una lástima desperdiciar esa vitalidad en las calles, ¿no cree?
La confrontación no fue un tiroteo. Fue algo más íntimo, más visceral. Me abalancé sobre él. Era viejo, pero tenía la fuerza nerviosa de un fanático. Luchamos entre las mesas de instrumental quirúrgico, los bisturís y las pinzas tintineando al caer. Era una danza macabra, el viejo policía y el viejo cirujano, dos reliquias de un mundo que ya no entendían, luchando por el alma de un chico anónimo en un sótano olvidado.
Logré reducirlo, el sonido de su cráneo golpeando el suelo de baldosas fue un eco satisfactorio. Mientras lo esposaba, su mirada no era de derrota, sino de lástima.
—Usted no lo entiende —susurró, con un hilo de sangre en la comisura de los labios—. Yo no soy el monstruo. Los monstruos son mis clientes. Los que pagan por devorar a los débiles para prolongar su propia y vacía existencia. Yo solo soy el sastre que les cose sus trajes de carne nueva.
El Sastre fue detenido. La red de clientes, una lista de nombres de la alta sociedad que hizo temblar los cimientos de Barcelona, fue expuesta. El escándalo fue mayúsculo, pero como siempre, los más poderosos encontraron la manera de escabullirse, de culpar al cirujano loco, de fingir que no sabían de dónde venían sus "milagros".
Me jubilé una semana después. Mi último caso no me trajo la paz, sino la confirmación de una verdad que ya conocía: la ciudad era un monstruo con dos caras, una de lujo y otra de miseria, y la primera siempre se alimentaba de la segunda. Pero mientras colgaba mi placa por última vez, sentí una extraña y amarga satisfacción. Había dado voz a los que no la tenían, a El Poeta y a los otros fantasmas de los callejones.
La última ironía, la nota a pie de página en la obra del Sastre, se reveló meses después. Los "injertos perfectos", los tejidos "mejorados", empezaron a fallar. El sistema inmunológico de los clientes ricos empezó a rechazar violentamente esos trozos de alma robada. Las mejoras se convirtieron en una bomba de tiempo biológica, pudriéndose desde dentro. Los milagros del Sastre resultaron ser una maldición con un período de gracia muy corto.
A veces, por la noche, cuando el viento silba entre los edificios, me parece oír el eco de la risa del Sastre. Una risa que dice que, al final, la naturaleza, perezosa y descuidada, siempre tiene la última palabra. Y que no hay bisturí que pueda cortar los hilos del destino, por muy bien que cosa.

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