La Ciudad del Sol Negro | Cifi y Terror Cósmico
Hay una arrogancia fundamental en la exploración espacial. La creencia de que el universo, por vasto y terrible que sea, se rige por las mismas leyes que nosotros conocemos. La luz es luz, la oscuridad es oscuridad, y la vida, por extraña que sea, sigue una lógica que podemos, con tiempo, llegar a comprender. Es una mentira que nos contamos para no volvernos locos en la inmensidad del vacío. El planeta Xylos-7 fue el lugar donde esa mentira vino a morir.
Nuestra nave, la Odisea, era una nave de prospección, una carroñera del cosmos que buscaba mundos ricos en minerales para corporaciones con más dinero que escrúpulos. Éramos cuatro. El Capitán Eva Rostova, una mujer que pilotaba la nave con la misma calma imperturbable con la que jugaba al ajedrez. Dr. Aris Thorne, nuestro geólogo y xenobiólogo, un hombre cuyo asombro infantil ante el universo aún no había sido extinguido por la cruda realidad de nuestro oficio. Jian Li, la ingeniera, una mujer pragmática que confiaba más en sus herramientas que en las personas. Y yo, Kaelen, el especialista en seguridad, el tipo al que pagaban para disparar primero y preguntar después si la sombra que se movía resultaba ser hostil.
Xylos-7 no debería haber estado en nuestra ruta. Apareció en nuestros sensores de largo alcance como una anomalía, una fuente de energía que no tenía sentido. Un planeta de tamaño terrestre que emitía una firma gravitacional masiva, como si en su núcleo hubiera un objeto de una densidad imposible. Y en el centro del sistema, donde debería haber una estrella, había… un agujero. Un vacío.
Cuando la Odisea salió de la órbita baja, el puente se quedó en un silencio sepulcral. El cielo de Xylos-7 era una obra de arte de un dios loco. Estaba perpetuamente oscuro, un lienzo de un púrpura tan profundo que parecía negro. Pero no estaba vacío. En el cenit, donde debería haber un sol, había un disco de negrura absoluta, un agujero perfecto en el tejido del espacio. No emitía luz, la devoraba. Pero a su alrededor, una corona de luz violeta y ultravioleta se retorcía y danzaba, una aureola de energía enfermiza que bañaba el paisaje en un crepúsculo perpetuo.
—Es una singularidad anómala —susurró Thorne, sus ojos pegados a los sensores—. O una estrella de neutrones con un campo gravitacional que distorsiona la luz visible. Es… imposible. Y hermoso.
—Y mortal —añadió Jian, su voz era un contrapunto de pragmatismo—. La radiación es de un tipo que no había visto nunca. No es gamma, no es beta. Es… otra cosa. Los trajes deberían aguantar, pero no por mucho tiempo.
Abajo, en la superficie, se extendía una ciudad. No era una ruina. Desde la órbita, parecía perfectamente conservada. Agujas de un material cristalino y oscuro que se alzaban hacia el sol negro, calles trazadas con una geometría alienígena, plazas enormes y silenciosas. Pero no había luces. No había movimiento. Era una ciudad muerta bajo un sol muerto.
—Detecto energía —dijo Jian—. Débil, pero ahí está. La ciudad actúa como una especie de colector, absorbiendo la radiación de esa… cosa del cielo.
—Vamos a bajar —decidió Rostova, su voz no admitía discusión—. Una pasada rápida con el módulo de exploración. Quiero saber qué es este lugar.
Aterrizamos en la plaza central. El silencio era total. La luz del sol negro lo bañaba todo en tonos de violeta, índigo y un negro profundo que parecía tener textura. Las sombras eran extrañas, afiladas, y se movían de formas que desafiaban la lógica de una única fuente de luz. Salimos del módulo, nuestras botas crujiendo sobre un pavimento que parecía hecho de obsidiana pulida.
El aire, según los sensores de mi traje, era respirable pero inerte. Sin vida. La ciudad era una obra maestra de la arquitectura alienígena, sus edificios se curvaban y fluían como si hubieran sido esculpidos en lugar de construidos. Pero la atmósfera era de una opresión absoluta. Era como caminar por el interior de una tumba bellamente decorada.
Fue Thorne quien lo encontró primero. Un cuerpo. No estaba descomponesto. Estaba… preservado. La criatura, de una especie que nunca habíamos visto, alta y delgada, con extremidades largas, estaba congelada en una pose de terror absoluto, con la boca abierta en un grito silencioso y los ojos fijos en el sol negro del cielo. Pero su cuerpo estaba… equivocado. Una de sus extremidades se había ramificado en tres, como la rama de un árbol. Su piel tenía una textura cristalina, como la de los edificios.
Y entonces, empezamos a verlos por todas partes. Congelados en las calles, dentro de los edificios. Cientos de ellos. Todos con la misma expresión de horror. Y todos… mutados. Algunos tenían extremidades extra, otros piel translúcida que revelaba órganos internos que pulsaban débilmente. Otros se habían fusionado parcialmente con la arquitectura de la ciudad, sus cuerpos medio convertidos en el mismo material cristalino negro de los edificios.
No huyeron de una catástrofe. La catástrofe los había alcanzado donde estaban. Habían sido transformados por la luz negra.
La desorientación fue lo primero que notamos. Después de una hora en la ciudad, los sensores de nuestros trajes empezaron a fallar. El mapa holográfico parpadeaba, mostrando nuestra posición en lugares donde no estábamos. La brújula giraba sin control. El tiempo mismo parecía estirarse y encogerse. Un pasillo que debería llevarnos cinco minutos recorrer, nos llevaba media hora, o a veces solo unos segundos.
—Es la radiación —dijo Jian, su voz tensa en el comunicador—. Está interfiriendo con los sistemas electrónicos. Y con nuestros cerebros. Está afectando a nuestra percepción del espacio-tiempo.
Luego vinieron las alucinaciones. Al principio, auditivas. Empecé a oír el eco de una risa infantil en las calles silenciosas. Rostova juró oír el sonido de las olas del mar de su planeta natal. Thorne escuchaba fragmentos de una sinfonía alienígena. Eran susurros personales, diseñados a medida para cada uno de nosotros, extraídos de nuestros propios recuerdos y deseos.
Volvimos a la Odisea esa noche, pero no hubo descanso. Intentar dormir fue un descenso al infierno. Las pesadillas eran increíblemente vívidas, hiperrealistas. Soñé que mi piel se volvía transparente, y que podía ver cómo mis huesos se retorcían y cambiaban de forma. Jian soñó que la nave se convertía en un organismo vivo, sus cables se transformaban en venas y sus paredes de metal empezaban a respirar. Todos nos despertamos gritando, empapados en un sudor frío. La luz negra no nos dejaba en paz ni siquiera en la órbita segura de nuestra nave. Nos había tocado. Nos había infectado.
A la mañana siguiente, las primeras mutaciones sutiles aparecieron. Una extraña pigmentación iridiscente en la piel de Thorne, como una mancha de aceite. Un temblor incontrolable en la mano izquierda de Jian. En mi caso, empecé a ver patrones geométricos complejos en las sombras, patrones que se movían y cambiaban. Y la paranoia, como un veneno lento, empezó a hacer su trabajo.
—No podemos volver a bajar —dijo Jian, su rostro pálido y demacrado.
—Tenemos que hacerlo —replicó Thorne, su fascinación científica ahora una obsesión febril—. ¿No lo entendéis? Esta ciudad no es solo una víctima. Es un instrumento. Es una lente. Está diseñada para enfocar y amplificar la radiación del sol negro. ¡Es el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad!
—¡O nuestra tumba! —grité, mi propia voz sonando extraña, agresiva—. Esa cosa nos está deshaciendo, Aris. ¡Mental y físicamente!
Rostova, como siempre, tomó la decisión. —Volveremos a bajar. Una última vez. Pero esta vez, no como exploradores. Como soldados. Vamos al centro de la ciudad, a la aguja más alta. Los sensores indican que la concentración de energía allí es el epicentro. Si hay un control central, un interruptor de apagado, estará allí. Tenemos seis horas. Después de eso, nos largamos de este infierno, con o sin respuestas.
Fue un error. El peor de nuestras vidas.
El descenso de vuelta a la ciudad fue un viaje al corazón de la locura. Las alucinaciones se volvieron más fuertes, más tangibles. Vi a mi hermano muerto caminar a mi lado, susurrándome que me rindiera, que aceptara la "belleza de la transformación". Rostova empezó a dar órdenes a miembros de una tripulación fantasma. La ciudad misma parecía conspirar contra nosotros. Las calles cambiaban de trazado, los edificios se movían, las puertas desaparecían en cuanto les dábamos la espalda.
Nuestros cuerpos también estaban cambiando. La mancha en la piel de Thorne ahora emitía una débil luz propia. La mano de Jian se había vuelto rígida, sus dedos se estaban fusionando en una garra de aspecto metálico. Y yo… yo ya no necesitaba la linterna. Podía ver perfectamente en la oscuridad, en el espectro de la luz negra. Veía la energía fluyendo por la ciudad como ríos de tinta púrpura.
La aguja central era una estructura colosal que parecía desafiar la gravedad. No había puertas. La entrada era un portal que se abrió en su base cuando nos acercamos. Dentro, no había pisos ni habitaciones. Era un espacio único, cavernoso, y en el centro, flotando en el aire, había un cristal negro gigante, del tamaño de una casa. Pulsaba al unísono con el sol negro del cielo, y los ríos de energía que yo veía fluir por la ciudad convergían en él. Era el corazón. El amplificador.
Y cuando nos acercamos, la pesadilla se desató.
Las paredes de la aguja se disolvieron, y ya no estábamos en Xylos-7. Estábamos en nuestros infiernos personales. Jian se vio de nuevo en el reactor de una nave a punto de estallar, las alarmas aullando, atrapada, sola. Thorne se encontró en un mundo donde su amada biología se había vuelto cancerosa, plantas que crecían como tumores, animales que eran abominaciones de carne y hueso. Y yo… yo volví a la batalla de la Nebulosa de Orión, la masacre en la que perdí a todo mi pelotón, los gritos de mis amigos, el olor a carne quemada, todo tan real que podía saborearlo.
La luz negra no solo inducía pesadillas. Se alimentaba de nuestros traumas, de nuestros miedos más profundos, y los convertía en una realidad tangible para torturarnos.
—¡No es real! —gritó Rostova, su voz fue un faro en mi infierno personal. Ella estaba de pie, firme, en medio de las visiones. Su pesadilla era estar perdiendo el control, y se negaba a ceder. Era la única que seguía luchando—. ¡Está en nuestras cabezas! ¡Es el cristal! ¡Tenemos que destruirlo!
Nos arrastramos hacia el cristal, cada paso una agonía a través de nuestros propios pasados. Jian, llorando, logró sacar un detonador de su cinturón. —¡Si lo vuelo, la retroalimentación de energía podría destruir la nave!
—¡Es un riesgo que tendremos que correr! —rugió Rostova.
Thorne, por su parte, se había arrodillado. Su piel iridiscente ahora cubría todo su brazo. No miraba al cristal con horror, sino con una especie de éxtasis religioso.
—Es precioso… —susurró—. Es la siguiente etapa. La evolución. La unión de la mente y la materia. No debemos destruirlo. Debemos unirnos a él.
Se abalanzó sobre Jian, intentando arrebatarle el detonador. Lucharon, dos amigos convertidos en enemigos por la locura del lugar. Y yo, me enfrenté a mi propia elección. Podía ayudar a Jian, destruir el cristal y arriesgarme a morir en la explosión. O podía rendirme, aceptar la transformación, unirme a Thorne en su éxtasis mutante y dejar que el dolor de mi pasado se disolviera para siempre en la luz negra.
En ese momento, vi a Rostova. Estaba apuntando su pistola, no a Thorne, sino al cristal. Pero dudaba. Su mano temblaba. Su propia pesadilla, la pérdida de control, la estaba paralizando.
El tiempo se agotaba. La transformación en mi cuerpo se aceleraba. Sentía mis huesos crujir, reconfigurándose.
Grité. Un grito de rabia, de desafío. No contra el cristal, no contra la luz negra. Contra mí mismo. Contra mi propio pasado. Corrí, arrebaté el detonador de las manos de Jian y lo lancé con todas mis fuerzas contra el corazón flotante de la pesadilla.
Recuerdo una explosión de luz negra. Recuerdo un sonido que fue el fin de todos los sonidos. Recuerdo el dolor de ser desgarrado y rehecho a nivel molecular. Y luego, el silencio.
Desperté en la bahía médica de la Odisea. Jian estaba a mi lado, su rostro una mezcla de agotamiento y alivio. La garra metálica que había sido su mano había desaparecido, pero la piel estaba cubierta de cicatrices queloides.
—Lo conseguimos —dijo—. El pulso del cristal al explotar fue absorbido por la ciudad. La nave está intacta. Pero…
No tuvo que terminar la frase. Sabía lo que faltaba. Lo que faltábamos.
Rostova estaba en coma. Su mente, al resistirse con tanta fuerza, se había fracturado. Los médicos de la IA decían que quizás nunca despertaría. Y Thorne… Thorne no estaba. Cuando volvieron al planeta, solo encontraron una estatua de cristal negro con la forma de un hombre arrodillado en éxtasis, fusionado para siempre con la plaza central.
Escapamos de Xylos-7. Tres supervivientes, o lo que quedaba de nosotros. Dejamos atrás un mundo marcado como zona de cuarentena de nivel máximo, un monumento silencioso a un horror que la humanidad no podía ni empezar a comprender.
Yo también estoy cambiado. Mis ojos ya no ven solo el espectro visible. Veo las energías sutiles, las auras, las cicatrices psíquicas que la gente deja en los lugares. Y las pesadillas no se han ido. Ya no son impuestas, son mías. El recuerdo de lo que vi, de lo que sentí, es una radiación que ha quedado en mi alma.
La humanidad busca vida en las estrellas. Pero nunca nos preguntamos qué tipo de vida. Aprendimos de la forma más dura que hay cosas en el universo que no son hostiles ni benignas. Son simplemente… diferentes. Y que su mera existencia, su propia naturaleza, es un veneno para nuestra frágil cordura. Hay soles que dan la vida. Y hay otros, negros y silenciosos, que ofrecen una eternidad de transformación. Y a veces, la única forma de sobrevivir a su luz es llevarse un pedazo de su noche contigo para siempre.

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