La Canción que Detiene el Tiempo | Un Relato de Fantasía Urbana (ver. 2.0)
Hay dones que se presentan como bendiciones, susurros de una gracia inesperada en el intrincado tapiz de la existencia, y otros que, con el tiempo y la amarga experiencia, se revelan como anclas. Anclas pesadas, forjadas en un fuego invisible, que te aferran con cadenas invisibles al lecho más profundo y oscuro del océano de la desesperación, mientras te embaucan con la promesa falaz, casi insultante, de enseñarte a volar entre constelaciones lejanas. El mío, mi particular sortilegio, mi cruz y mi corona, residía en mi voz. No se trataba de una mera técnica depurada tras incontables horas de estudio en algún conservatorio polvoriento de Madrid o Sevilla, ni de una afinación impecable que rozara la perfección matemática; trascendía con mucho lo terrenal, lo meramente explicable por las leyes de la física o la biología. Mi garganta, mis cuerdas vocales, mi aliento mismo, se habían convertido en un canal, un conducto impío y sagrado a la vez, una herida abierta directamente a las entrañas desgarradas del sufrimiento del mundo.
Cuando cantaba, no interpretaba una melodía aprendida. No. Yo rasgaba el velo de la realidad cotidiana, ese fino tejido que nos protege de la crudeza del ser. Abría una fisura supurante en la continuidad del tiempo por la que el dolor crudo, la angustia primigenia de la existencia en su desnudez más terrible, fluía a través de mí como un torrente imparable, una inundación de pena cósmica que amenazaba con ahogarme. En los tugurios de mala muerte de Lavapiés o del Raval, donde el aire olía a derrota fermentada y a sueños rotos hechos añicos contra el suelo pegajoso, en los teatros de aforo menguante y terciopelos raídos como piel de animal viejo, donde mi voz encontraba su efímero y sombrío escenario, el público no aplaudía un talento pulido y trabajado. Aplaudían, sin ser conscientes de ello, el eco quebrado de sus propias almas maltrechas, el reflejo descarnado de sus desdichas más íntimas y vergonzantes, que adivinaban, como a través de un cristal oscuro y empañado, en mis notas cargadas de una verdad insoportable, una verdad que ellos mismos se negaban a enfrentar en la cruda luz de la vigilia. Mi nombre era Elara, y me había convertido, sin buscarlo, sin desearlo jamás, en una médium de melodías tristes, en la sibila de la desesperanza universal, una Casandra moderna cuyo canto solo podía predecir o encarnar el dolor inherente a la condición humana.
El ancla, esa pesada y fría carga disfrazada con los ropajes engañosos de un don divino, reveló su verdadera y aterradora naturaleza una noche de jueves acerada por un cierzo que calaba hasta los huesos, un frío que parecía emanar de las propias estrellas distantes sobre el cielo de alguna ciudad castellana. Fue en un antro de jazz ahogado en humo viciado y olvido autoimpuesto, un local con el profético y melancólico nombre de "El Lamento Azul". La atmósfera allí dentro era densa, casi sólida, una sopa espesa que apestaba a coñac barato derramado sobre madera vieja y sin barnizar, a perfume rancio adherido a terciopelos ajados como piel de reptil muerto, y a esa desesperación silenciosa, casi tangible, que emana de los corazones solitarios que buscan un efímero refugio en la penumbra protectora, un breve armisticio en su guerra personal y perpetua contra la existencia. Agonizaba la última canción de mi repertorio, una balada sobre la pérdida irreparable, una elegía que siempre dejaba a su paso un reguero de lágrimas furtivas en rostros anónimos y billetes arrugados, manchados de vino y remordimiento, en el tarro de las propinas que apenas me daba para malvivir. Y esa noche, impulsada por un demonio interior particularmente juguetón y perverso, o quizás por una oscura premonición que reptaba por mi espina dorsal como una serpiente de hielo, decidí alcanzar una nota que habitualmente eludía con un terror casi instintivo, una nota que sabía que residía en los límites de mi capacidad y de mi cordura. Una nota que se alzaba en mi registro como un pico inexpugnable, un sonido puro y afilado como una esquirla de obsidiana recién quebrada, un diamante de dolor sonoro. Un Everest vocal que, lo sabía por amarga experiencia, siempre me dejaba sin aliento, con el alma tiritando al borde de un precipicio desconocido, asomada a un abismo de posibilidades aterradoras e incontrolables.
Cerré los párpados, intentando acallar el tamborileo frenético de mi corazón, que amenazaba con romper mis costillas. Aspiré una bocanada profunda del aire viciado del local, un aire que olía a derrota y a sueños marchitos, a vidas desperdiciadas. Y la canté.
No fue un sonido ordinario. Fue un cataclismo contenido en una vibración infinitesimal, un desgarro en el tejido mismo del tiempo, una fractura en la continuidad del ser que lo alteró todo. Al principio, la magnitud del suceso me resultó incomprensible, mi mente luchando desesperadamente por procesar la anomalía, por encontrar una explicación lógica a lo imposible. El mundo a mi alrededor, el pequeño universo del Lamento Azul, se sumió en un silencio absoluto, una quietud antinatural, preternatural, que helaba la sangre. No la quietud reverente de un público cautivado por la belleza de una interpretación sublime, no; aquello era el silencio del vacío primordial, el silencio de un universo al que le hubieran seccionado la corriente vital en su misma fuente, el silencio que precede a la nada. Abrí los ojos, el corazón desbocado, un pájaro enjaulado luchando con furia por escapar de mis costillas. El humo de los cigarrillos Celtas o Ducados, antes volutas perezosas que danzaban lánguidamente en los conos de luz amarillenta de los focos del escenario, se había congelado en el aire, suspendido en esculturas grises, efímeras y grotescas, como pensamientos solidificados de almas perdidas, como ectoplasma de desesperación. El camarero, un hombre hastiado con la mirada permanentemente cansada y ojeras como simas, en el acto de servir una copa de Fundador a un cliente solitario y encorvado en la barra, permanecía petrificado, el chorro ambarino del brandy detenido en una cascada inmóvil entre la botella y el vaso, una instantánea de ámbar líquido, una joya efímera de tiempo detenido, un milagro imposible. En una mesa cercana, donde una celebración ruidosa y algo forzada había alcanzado su clímax momentos antes, el confeti lanzado al aire con falsa alegría colgaba como una galaxia de papel de colores vibrantes que se negaba a sucumbir a la ley de la gravedad, una lluvia de júbilo congelado en un instante eterno. Y el público… el público se había transformado en una galería de estatuas de carne y hueso, sus rostros congelados en muecas de melancolía profunda, de anhelo insatisfecho, de un aburrimiento casi existencial que revelaba la vacuidad de sus vidas, cada uno prisionero de su propio instante detenido, una colección de almas en ámbar.
Un pánico gélido, con garras afiladas como cuchillas de hielo, me atenazó la garganta, ahogando cualquier intento de grito, cualquier súplica. Intenté detener la nota, cortar el flujo de aquel poder que me desbordaba como un río embravecido, pero fue en vano, como intentar detener una avalancha con las manos desnudas. La nota me poseía, vibraba no solo en mis cuerdas vocales, que sentía al rojo vivo, como si fueran a romperse, sino en cada átomo de mi ser, en la médula misma de mis huesos, en el torrente embravecido de mi sangre. Era una corriente irrefrenable que me atravesaba de pies a cabeza, y yo era apenas el conducto tembloroso, el instrumento involuntario y aterrorizado de un poder que no comprendía y que, sospechaba con una certeza creciente, me destruiría lenta y dolorosamente. Sentí un tirón violento desde mis entrañas, como si algo invisible me estuviera vaciando por dentro, una extraña y profunda sensación de agotamiento vital, como si cada segundo de tiempo suspendido me estuviera robando una porción de mi esencia, un peaje invisible cobrado por una entidad insaciable y desconocida que se alimentaba de mi vida. Mi cuerpo se sentía como un odre vaciándose a un ritmo alarmante, mi energía vital escapándose como agua entre los dedos. Con un esfuerzo sobrehumano, una contracción de voluntad que me desgarró por dentro, que me hizo sentir como si me arrancaran el alma a tiras con tenazas al rojo, rompí la nota.
El mundo regresó a la vida con la violencia de un corazón que vuelve a latir tras una parada agónica, con el estruendo ensordecedor de un cristal que se hace añicos en mil fragmentos. El humo de los cigarrillos reanudó su ascenso perezoso hacia el techo bajo y mugriento, el brandy terminó su caída en el vaso con un tintineo casi imperceptible que resonó en mis oídos como un trueno apocalíptico, el confeti aterrizó con una delicadeza insultante sobre la mesa manchada de vino y ceniza de cigarrillo. El público parpadeó, confundido, desorientado, como si despertara de un micro-sueño, de un trance que apenas había durado un suspiro en su percepción lineal y limitada del tiempo. Nadie, absolutamente nadie, se había percatado del milagro o la maldición que acababa de presenciar, del instante en que el universo había contenido la respiración solo para mí, para mi canción imposible. Para ellos, solo había sido una nota increíblemente larga, una proeza vocal sostenida con una maestría asombrosa, digna de una ovación cerrada. Aplaudieron con fervor, algunos poniéndose en pie, otros con lágrimas resbalando por sus mejillas arrugadas, conmovidos hasta la médula por una hazaña cuya verdadera y aterradora naturaleza jamás llegarían a comprender. Yo apenas pude esbozar una sonrisa forzada, un rictus de agotamiento y triunfo amargo, sintiendo cómo la vida, o una parte de ella, se escurría de mí como arena fina.
Fue entonces cuando lo vi por primera vez, o al menos, cuando fui plenamente consciente de su presencia recurrente. Apoyado en el quicio de la puerta del fondo, apenas discernible entre las sombras y el humo denso del local, un hombre. Alto, o eso transmitía bajo la gabardina raída que le llegaba casi hasta los tobillos, ocultando un misterio insondable. El rostro, perpetuamente sombreado por el ala de un sombrero que parecía haber absorbido demasiadas lluvias ácidas y secretos nocturnos, era un mapa de arrugas profundas, como surcos excavados por el tiempo inclemente y la intemperie del alma. Nadie más en el local parecía haber reparado en él. No aplaudía. Solo observaba, con una quietud antinatural, sus ojos como brasas mortecinas en una hoguera abandonada mucho tiempo atrás, fijos en mí con una intensidad que traspasaba. Un escalofrío recorrió mi espalda, uno que no tenía relación alguna con el esfuerzo vocal. Era el motorista del prólogo de mi propia tragedia, esa figura recurrente en los umbrales, el que siempre aparece cuando el destino tuerce una esquina inesperada y peligrosa.
Esa noche, al llegar al exiguo refugio de mi apartamento –un cuartucho de alquiler en alguna corrala del centro de Madrid, encima de una panadería cuyo aroma a pan recién hecho, a vida simple y honesta, era uno de los pocos placeres puros que me quedaban en un mundo cada vez más gris y complicado–, me enfrenté al veredicto implacable del espejo del baño, ese juez silencioso y cruel. Allí, bajo la luz amarillenta y temblorosa de una bombilla desnuda que colgaba del techo como un ojo acusador, descubrí el primer hilo de plata refulgiendo con una pureza gélida en la negrura de mi cabello. Tenía apenas veintisiete años, una edad en la que la vida debería ser una promesa abierta, un lienzo en blanco esperando los colores de la experiencia, y no una condena que se cumple a plazos con cada nota cantada. En aquel momento, en mi juventud o en mi terca negación, no le concedí la importancia debida, lo achaqué al estrés de las actuaciones, a las noches en vela regadas con café barato y esperanzas vanas, a la mala alimentación de artista bohemia que apenas llegaba a fin de mes. Pero aquel fue el primer aviso, la primera factura que el tiempo, ese usurero implacable y sin rostro, ese contable cósmico de precisión aterradora, me cobró por haberle sustraído unos efímeros, insignificantes segundos de su dominio absoluto e incuestionable.
Mi don, mi ancla. Se convirtió en mi secreto más celosamente guardado, una carga pesada que llevaba en silencio, una flor venenosa y hermosa que cultivaba en la oscuridad más recóndita de mi alma. Un poder terrible y, a la vez, irresistiblemente seductor, como el canto de una sirena prometiendo abismos de conocimiento y olvido. Al principio, lo utilicé con una cautela casi infantil, con una timidez temerosa y reverente, para pequeños caprichos estéticos, para instantes de un egoísmo poético y profundamente, dolorosamente solitario. Detenía el tiempo para observar la iridiscencia perfecta de una gota de lluvia suspendida en el pétalo tembloroso de una rosa olvidada en un balcón cochambroso, una joya efímera en un mundo de fealdad. Para maravillarme con el vuelo congelado de un gorrión a contraluz, sus alas extendidas en una escultura imposible de plumas y aire detenido. Caminaba entre la multitud inmóvil de la Gran Vía o las Ramblas, un fantasma silente entre estatuas vivientes con expresiones congeladas de prisa y preocupación, y me sentía, por un instante fugaz y embriagador, la única entidad consciente en un vasto museo de momentos detenidos, una diosa solitaria y melancólica de un instante eterno. Y a veces, en esos paseos de irrealidad, creía verlo de nuevo. El motorista. Apoyado en una esquina, junto a su máquina destartalada que parecía desafiar las leyes de la mecánica, siempre en la periferia de mi visión, nunca interactuando, solo observando. Un recordatorio silencioso de que mi juego con el tiempo no pasaba desapercibido para ciertas entidades. Cada vez, un pequeño precio a pagar, una cuota casi imperceptible al principio, como un impuesto sobre la magia robada. Un cansancio insidioso que se adhería a mis huesos como la humedad en invierno y que no se disipaba con el sueño reparador, por muchas horas que durmiera. Una nueva y fina línea de expresión alrededor de mis ojos, un surco grabado por el tiempo robado, que el maquillaje barato y espeso apenas lograba disimular ante el escrutinio ajeno en la cruda luz del día.
Pero la tentación, ah, la tentación. Es una bestia paciente, astuta, que espera su momento agazapada en las sombras más profundas del alma, alimentándose de la debilidad y el deseo. La tentación de intervenir, de trascender mi papel de mera observadora pasiva para convertirme en una efímera y caprichosa diosa de los segundos robados, en una parca rebelde que corta los hilos equivocados del destino, se reveló demasiado poderosa, una sirena cantando una melodía irresistible en los arrecifes de mi frágil voluntad. Y yo, una Ulises sin mástil al que atarse, sin cera para mis oídos, sucumbí a su llamada.
La primera vez que mi don se torció hacia la "ayuda", hacia la peligrosa y arrogante alteración del destino ajeno, fue en un cruce de calles anónimo, uno de tantos en aquella ciudad gris y anónima, bañado por la luz mortecina y melancólica de un atardecer urbano que prometía una lluvia fría y sucia. Un niño pequeño, de no más de cinco años, con las rodillas sucias de jugar en algún solar y una sonrisa que aún no conocía el cinismo ni la decepción, corría despreocupado detrás de una pelota roja y brillante que había escapado a su control infantil, directo, ciego e inocente, a la trayectoria implacable de un camión de reparto que avanzaba a una velocidad suicida, su conductor distraído por la pantalla de su móvil o por sus propios demonios internos. No hubo tiempo para un grito de advertencia que se perdiera en el estruendo del tráfico infernal, ni para una carrera desesperada que, inevitablemente, llegara demasiado tarde. Solo hubo tiempo, mi tiempo, el tiempo que yo podía crear, para cantar.
La nota brotó, mi nota, una saeta de sonido puro y cristalino que rasgó el tejido de la normalidad como un cuchillo afilado. Y el mundo, una vez más, se congeló, obediente a mi mandato vocal, a mi voluntad desesperada. El camión, una bestia de metal de diez toneladas, su parrilla frontal una mueca de dientes cromados, quedó suspendido a escaso un metro del cuerpo menudo del niño, sus faros como los ojos ciegos y acusadores de un cíclope metálico a punto de devorar a su presa indefensa. El rostro del conductor, visible a través del parabrisas polvoriento, era una máscara de terror impotente, sus manos aferradas al volante en un gesto inútil de control perdido, sus ojos desorbitados fijos en la tragedia que no llegaba a consumarse. Y entonces, entre el camión amenazante y el niño ajeno al peligro, como surgido de la nada misma, de una distorsión del aire detenido, lo vi a él. El motorista. Sentado en su moto, una máquina que parecía haber aparecido entre los coches detenidos como por arte de magia negra, el motor apagado, pero con un leve temblor que sugería una potencia contenida, una bestia de acero lista para rugir. Me miró, esta vez directamente, sin disimulo, y aunque su rostro seguía velado por las sombras de su sombrero, sentí una desaprobación fría, una advertencia silenciosa que me erizó la piel. "No te metas donde no te llaman, cantante," pareció decir su postura, su quietud expectante. "Hay reglas. Hay un orden que no te corresponde alterar."
Ignoré la advertencia, o quizás el miedo primordial por la vida del niño me dio unas alas que no sabía que poseía. Caminé, con el corazón martilleándome contra las costillas como un tambor de guerra enloquido, con la adrenalina y el miedo luchando por el control de mi cuerpo tembloroso, hacia el niño. Su rostro, en lugar de miedo, estaba iluminado por una sorpresa pura, casi mágica, sus ojos oscuros e inocentes fijos en la pelota que flotaba ingrávida justo delante de él, desafiando todas las leyes conocidas de la física, un pequeño sol rojo en un universo detenido. Lo tomé en brazos, con un cuidado infinito, como si sostuviera la vida misma en mis manos. Su cuerpo era ligero, cálido, vibrante de una vida joven que había estado a un instante, a un suspiro, de ser brutalmente extinguida. Lo llevé, con la solemnidad de quien porta una reliquia sagrada, a la seguridad relativa de la acera. El motorista seguía allí, inmóvil, una estatua de cuero y metal, observándome con una intensidad que me quemaba la nuca. Cuando deposité al niño en el suelo, su cabeza se giró lentamente hacia mí, un gesto casi imperceptible, pero cargado de un peso ancestral, de un juicio silencioso. Luego, regresé a mi posición original, invisible para el mundo detenido, para la escena congelada de la tragedia evitada, y con un suspiro que me supo a ceniza y a años irrecuperablemente perdidos, rompí la canción.
El tiempo se reanudó con la furia de una bestia liberada de sus cadenas, con el estrépito de un dique que cede ante la presión incontenible del agua. El camión pasó con un rugido ensordecedor, su estela de aire desplazado agitando mi cabello y mi ropa como si fuera una hoja al viento en plena tempestad. El niño parpadeó en la acera, confundido, desorientado, mirando la calle ahora vacía donde antes rodaba su pelota roja. Su madre, que había presenciado el casi accidente desde el otro lado de la calle, desde la seguridad de una tienda, corrió hacia él, un torbellino de gritos ahogados y abrazos desesperados, sin comprender el milagro silencioso que acababa de acontecer, la tragedia que había sido borrada del tapiz del destino por una canción imposible entonada por una extraña anónima. Nadie lo vio. Nadie supo de mi intervención. El motorista y su moto habían desaparecido tan silenciosamente como habían llegado, dejando solo el olor a gasolina rancia y a fatalidad pospuesta flotando en el aire viciado. Solo yo conocía la verdad, y el precio.
Esa noche, frente al espejo, el veredicto fue más severo, la factura más abultada. Descubrí un mechón entero de mi cabello, antes de un negro azabache profundo, teñido de un blanco prematuro, un blanco nuclear, como la escarcha en una mañana de invierno cruel e implacable. Mi piel, antes tersa y juvenil, se sentía más seca, más tirante, como un pergamino demasiado expuesto al sol del desierto durante siglos. Estaba pagando con los años robados de mi propia juventud, con mi propia vitalidad, la vida de un desconocido. Y, para mi sorpresa y creciente horror, sentí una extraña y amarga satisfacción, un orgullo oscuro y retorcido que se mezclaba con el miedo paralizante y el agotamiento profundo. Era la droga adictiva del héroe anónimo, el veneno sutil de la omnipotencia efímera, la justificación de mi existencia a través del sacrificio. Pero la imagen del motorista, su silenciosa advertencia, se grabó en mi mente como un hierro candente. Estaba jugando con fuerzas que no entendía, alterando un equilibrio del que él parecía ser un guardián o un Heraldo implacable.
El dilema moral, que antes era una espina clavada en mi conciencia, se convirtió en una herida abierta, supurante, que envenenaba mis días y mis noches. ¿Quién era yo para jugar a ser Dios, para reescribir los designios del destino con la arrogancia de mi voz, especialmente si había "vigilantes" como aquel motorista que parecían custodiar las fronteras del tiempo? ¿Tenía derecho a intercambiar mi propia vida, mi juventud, mi futuro, por la de otros, incluso por la de un niño inocente que aún no había tenido la oportunidad de vivir, si eso contravenía un orden mayor, un equilibrio cósmico que yo no alcanzaba a comprender? La pregunta ética resonaba en el vacío de mis noches de insomnio como un eco persistente, una tortura sin fin. Si intervenía, pagaba un precio físico, mi juventud se marchitaba como una flor cortada en su apogeo, mi cuerpo se convertía en un testamento viviente de mis transgresiones contra el tiempo. Si no lo hacía, la culpa me corroería como un ácido, sabiendo que mi don, mi maldición, podría haber evitado una tragedia, una vida truncada. Y ahora, además, estaba el miedo a ese observador silencioso, a esa entidad que parecía juzgar mis actos desde una atalaya de eternidad. La inacción era una forma de condena silenciosa, la acción una forma de autodestrucción lenta y dolorosa, y quizás, una ofensa a poderes desconocidos que podrían reclamar una venganza terrible. Vivía en un purgatorio personal, suspendida entre el imperativo moral de ayudar, de intervenir, y el instinto primario y visceral de supervivencia, todo bajo la sombra ominosa de una posible represalia sobrenatural. El horror no era solo el envejecimiento prematuro, la visión de mi propio deterioro progresivo en el espejo. Era la consciencia constante de ese trueque macabro, la sensación de que cada acto de aparente altruismo era también un acto de lento suicidio, una cuenta atrás inexorable hacia mi propia extinción, y una posible afrenta al orden cósmico que regía el universo. Mi don era una bendición para otros, una esperanza inesperada en sus momentos más oscuros, pero una maldición insidiosa y progresiva para mí. La contradicción era el aire que respiraba, y ahora ese aire estaba cargado con el olor a escape de moto y a destino inmutable, a juicio pendiente.
A pesar de la lucha interna, o quizás precisamente a causa de ella, de esa necesidad imperiosa de justificar mi existencia a través del sacrificio, y con el recuerdo inquietante del motorista como una sombra persistente en mi mente, continué, aunque con una cautela recién adquirida, con un temor que antes no conocía. Buscaba oportunidades, pero ahora con un temor añadido, con una sensación de estar caminando sobre un hilo muy fino sobre un abismo sin fondo. Me transformé en una vigilante secreta de tragedias evitables, una cazadora furtiva de infortunios incipientes, una coleccionista de momentos al borde del abismo, siempre mirando por encima del hombro, esperando ver su silueta oscura en alguna esquina. Una adicción sutil, la del poder efímero de detener el mundo, la de sentirme indispensable aunque nadie supiera de mi existencia, aunque nadie agradeciera mis silenciosos milagros, aunque el precio fuera mi propia alma. Me colé en la estación de Atocha, un hervidero de despedidas y esperanzas truncadas, un microcosmos del drama humano en toda su crudeza, para concederle a una madre desgarrada por el dolor, cuyo hijo soldado, apenas un niño con uniforme que le venía grande, partía hacia una guerra lejana y sin sentido de la que probablemente no regresaría con vida, diez preciosos segundos extra de abrazo. Diez segundos suspendidos en el ámbar del tiempo detenido, un adiós congelado, perfecto y eterno en su desgarradora brevedad, un instante robado a la crueldad del destino. Pagué por ello con las primeras arrugas visibles y crueles que surcaron mi cuello, como si el tiempo me marcara con sus garras afiladas, y juraría que vi una moto oscura aparcada al otro lado de la calle, su faro apagado como un ojo ciego que todo lo ve. Detuve el tiempo en la atmósfera esterilizada y opresiva del Hospital Gregorio Marañón, donde la vida y la muerte libraban su eterna y desigual batalla, para que un cirujano, con la vida de un paciente pendiendo de un hilo de araña, tuviera un instante de claridad mental sobrehumana, una epifanía quirúrgica que guiara su bisturí certero, durante una operación a corazón abierto que se precipitaba inexorablemente hacia el desastre. Pagué con un dolor persistente y punzante en mis articulaciones, un recordatorio constante de mi intromisión en los asuntos de la Parca, y al salir, el rugido lejano de un motor me hizo volver la cabeza con un respingo, pero no vi nada, solo las luces frías de la ciudad indiferente. Sostuve la nota durante casi un minuto, un esfuerzo que me llevó al límite de mis fuerzas físicas y mentales, que me hizo sentir como si mis pulmones fueran a estallar en mil pedazos, como si mi sangre fuera a hervir, para evitar que un andamio herrumbroso y sobrecargado, olvidado por la negligencia en una obra de la Castellana, se derrumbara sobre una acera atestada de gente en la vorágine de la hora punta, caminando entre los peatones inmóviles como una diosa silente y fatigada entre estatuas de carne y hueso, empujándolos uno por uno, con una fuerza que no sabía que poseía, fuera de la zona de peligro inminente, sus vidas salvadas por un milagro que nunca conocerían. Y mientras lo hacía, mientras sentía la vida escapárseme, sentí su presencia de nuevo. El motorista. Estaba al final de la calle, inmóvil, observando, su silueta recortada contra el sol poniente como un augurio de la noche. No hizo nada. Solo miraba. Y yo supe, con una certeza helada, que estaba tomando nota, que mi cuenta crecía.
Esa vez, el peaje fue exponencialmente más alto, la factura del tiempo más brutal e implacable. Cuando regresé a mi apartamento, arrastrando los pies como si llevara el peso del mundo entero sobre mis hombros cansados, el reflejo que me devolvió el espejo del baño fue el de una mujer que se acercaba peligrosamente a los cuarenta, aunque mi carnet de identidad aún pregonara con insultante y cruel obstinación una juventud que ya solo existía en el papel y en mis recuerdos cada vez más borrosos y distantes. Mi voz, mi don, mi ancla, se había vuelto más profunda, con una resonancia de dolor acumulado y conocimiento arcano que hacía que mis canciones fueran aún más desgarradoras, más capaces de tocar las fibras más íntimas del sufrimiento ajeno, como si cada nota llevara consigo el peso de las vidas que había tocado, el eco de las tragedias que había evitado. Me estaba consumiendo a mí misma, a un ritmo vertiginoso, como una vela ardiendo por ambos extremos en una habitación sin ventanas, sin escapatoria. Mi arte, mi única forma de expresión y de precario sustento, se alimentaba de mi vida, literal y cruelmente. Me convertí en un fantasma que deambulaba por la ciudad como alma en pena, una extraña mujer de edad indefinida que cantaba con el alma rota en bares cada vez más oscuros y sórdidos, mi rostro un mapa ajado de los pequeños milagros anónimos que realizaba en secreto, cada línea una vida salvada, cada sombra bajo mis ojos un segundo robado al destino implacable. La gente me miraba con una mezcla de pena, curiosidad y una mórbida fascinación. Veían a una mujer destrozada por los embates de la vida, sin sospechar jamás que era la vida misma, en sus instantes más crudos y desesperados, la que me estaba despojando de mi propia existencia, sorbo a sorbo, aliento a aliento.
La lucha interna, ese debate ético que me carcomía como un cáncer en el alma, se agudizó hasta volverse una tortura constante, un nudo en la garganta que me ahogaba día y noche. Cada vez que usaba mi don, sentía un pedazo tangible de mí morir, desvanecerse como humo en el viento. El horror de ese conocimiento era un compañero constante, un susurro helado en la nuca, la voz de mi propia mortalidad acelerada, la certeza de mi propia extinción prematura. ¿Estaba haciendo lo correcto al intervenir, al desafiar el orden natural, al ignorar la presencia ominosa de ese observador silencioso que parecía ser el heraldo de la Parca? ¿O era una forma de arrogancia suprema, una interferencia blasfema en los designios inescrutables del universo, un juego peligroso con la propia Muerte y sus emisarios? La soledad de mi secreto era aplastante, un muro invisible que me separaba del resto de la humanidad, de cualquier atisbo de normalidad o consuelo. No podía compartir mi carga, no podía buscar alivio ni consejo en nadie. Estaba sola con mi poder y mi progresiva decadencia física, una paria autoimpuesta bajo la mirada fría e impasible de lo desconocido. A veces, en la quietud opresiva de la noche, cuando el silencio de mi apartamento se volvía ensordecedor y las sombras danzaban en las paredes como espectros burlones y acusadores, deseaba con todas las fibras de mi ser ser normal, no tener esta voz, no conocer este poder que era a la vez un don divino y una maldición infernal. Pero entonces recordaba el rostro del niño salvado del camión en aquella calle de Madrid, el abrazo desesperado de la madre en la estación de Atocha, las miradas de alivio silencioso de los que había apartado del andamio en la Castellana, y la duda volvía a atenazarme con sus garras de hierro, recordándome el poder que ostentaba, el bien que podía hacer, aunque fuera a costa de mi propia alma, de mi propia existencia. ¿Era la supervivencia personal, mi propia y egoísta supervivencia, más importante que la vida de otros, que la posibilidad de evitar un sufrimiento innecesario, una muerte prematura? ¿O era mi deber moral, mi destino ineludible, usar mi don hasta que no quedara nada de mí, hasta convertirme en un eco, en una canción olvidada en el viento, incluso si eso significaba enfrentarme a fuerzas que no comprendía, a guardianes del orden cósmico? Era un nudo en la garganta constante, una pelea interna que no tenía tregua, un desgarro en el alma que no cicatrizaba, una herida que supuraba día y noche con el veneno de la indecisión y el miedo.
Dejé de mirarme al espejo. Era un acto de autoprotección, una forma de negación desesperada. Desarrollé un pavor cerval a la extraña que me devolvía la mirada desde el azogue, a esa contable implacable y arrugada que llevaba la cuenta minuciosa de mis deudas con el tiempo, una cuenta que siempre, inexorablemente, con una precisión cruel, salía a pagar.
El clímax de mi extraña y solitaria existencia, el acto final de mi trágica ópera personal, la apoteosis de mi sacrificio silencioso y anónimo, llegó un martes de octubre sombrío y premonitorio, un día que parecía haber nacido muerto, bajo un cielo plomizo que lloraba una llovizna fina y persistente sobre los tejados grises de la capital. El cielo, desde el amanecer, había adquirido un color enfermizo, un amarillo grisáceo que parecía anunciar una desgracia inminente, como si el propio firmamento estuviera conteniendo la respiración antes de un grito de dolor cósmico. Me encontraba en mi apartamento, mi pequeño y destartalado cuarto encima de la panadería cuyo aroma a pan recién hecho, a vida simple y honesta, era uno de los pocos consuelos puros que me quedaban en un mundo cada vez más gris y complicado, cuando la ciudad tembló. No fue un terremoto, no su vibración familiar y terrenal que sube desde las entrañas de la tierra con un rugido sordo. Esto fue diferente. Una explosión. Sorda al principio, luego profunda, como un golpe propinado con un puño gigante en el pecho del mundo, una arritmia súbita y violenta en el corazón palpitante de la urbe, seguida de una onda expansiva que hizo temblar los cristales de mi ventana con una furia contenida, como si fueran a estallar.
Me asomé, el corazón encogido por un presentimiento oscuro que me heló la sangre en las venas. A unos cinco kilómetros de distancia, en el distrito industrial que se extendía como una mancha de óxido y desesperanza junto al río Manzanares, contaminado y triste, una columna de humo negro y químico, denso como el alquitrán, se alzaba hacia el cielo lívido como un dedo acusador, una blasfemia grotesca contra la poca luz que se filtraba entre las nubes cargadas de lluvia. La planta química de OmniChem, un nombre que siempre había sonado a peligro latente, a desastre esperando su momento para desatarse sobre la ciudad desprevenida. Las sirenas, una tras otra, como lobos heridos aullando a una luna invisible en la oscuridad de un bosque maldito, comenzaron a desgarrar el aire por toda la ciudad, una sinfonía discordante de pánico y urgencia que se metía bajo la piel y erizaba el vello, un preludio del infierno que se avecinaba.
Encendí la vieja televisión con manos temblorosas, buscando una confirmación de mis peores temores, una explicación al caos que se cernía sobre nosotros. La cara de una presentadora, pálida como el mármol de una tumba y con los ojos desorbitados por un terror que apenas podía contener bajo una fina capa de profesionalismo forzado, llenaba la pantalla granulada. Su voz, normalmente firme y segura, temblaba mientras leía el teleprompter con una urgencia que helaba la sangre y paralizaba el alma: "…una explosión masiva de origen aún desconocido en la planta de OmniChem… se ha liberado una nube de isocianato de metilo, un compuesto altamente tóxico y letal por inhalación… los vientos predominantes, lamentablemente, la están empujando directamente hacia el centro de la ciudad… se ordena la evacuación inmediata de todos los distritos centrales… repito, evacuación inmediata…".
La nube. La vi desde mi ventana con una claridad aterradora, y el alma se me encogió hasta convertirse en un puño helado en el pecho, un nudo de puro terror que me robaba el aliento. No era humo corriente, no la negrura familiar de un incendio que se eleva y se disipa con el viento. Era una cosa viva, una entidad monstruosa, una marea nauseabunda de un amarillo bilioso, pesada y aceitosa, que se arrastraba por las calles como una bestia primordial y hambrienta salida de las profundidades del infierno, devorando los edificios a su paso, borrando el paisaje urbano con su aliento venenoso y letal. Y se movía con una velocidad aterradora, implacable, como una plaga bíblica descendiendo sobre los condenados. Demasiado rápido. Abajo, en las calles que aún no habían sido alcanzadas por su abrazo mortal, la gente corría en todas direcciones como un hormiguero pateado por un gigante cruel, sus gritos individuales de pánico y desesperación ahogados por la creciente cacofonía de las sirenas y el estruendo del caos colectivo. Pero no había a dónde correr. La ciudad, con sus calles y avenidas, con sus plazas y parques, se había convertido en una trampa mortal, una ratonera gigante sin salida. Los informes, cada vez más desesperados y fragmentarios, que llegaban a través de la radio y la televisión, confirmaban mis peores temores, la sentencia inapelable: la nube tardaría apenas quince minutos en cubrir el corazón palpitante de la ciudad, el denso núcleo de viviendas y oficinas, el centro neurálgico de miles de vidas inocentes. Quince minutos para que cientos de miles de almas, hombres, mujeres y niños, ancianos y jóvenes, ricos y pobres, justos y pecadores, murieran ahogadas por sus propios pulmones licuados, una muerte horrible, agónica e indiscriminada, un final indigno para una ciudad entera que había pecado de indiferencia.
Quince minutos. Una vida entera para algunos, una eternidad para los que esperaban el final con resignación o con un terror paralizante que les impedía moverse. Y una sentencia de muerte inapelable para la ciudad que, a pesar de todo su ruido, su suciedad y su indiferencia hacia mi existencia, yo, de alguna extraña y retorcida manera, amaba. Era mi hogar, mi escenario, mi prisión.
Supe, con una certeza fría y absoluta que se instaló en la médula misma de mis huesos ya cansados y doloridos, lo que tenía que hacer. En ese instante, ya no existía elección, ni dilema moral que me paralizara o me hiciera dudar. Mi larga y dolorosa lucha interna había terminado, resuelta por la magnitud inabarcable de la catástrofe inminente. Era un deber, una imposición ineludible grabada en mi ser por años de pequeños sacrificios, por cada arruga y cada cana que había ganado en el campo de batalla contra el infortunio. El propósito final de mi ancla, de mi don maldito. La culminación de todas mis intervenciones, la apoteosis de mi vida consumida, el último y más grande acto de mi existencia anónima. Mi canto del cisne.
No me molesté en coger un abrigo, ni en cerrar la puerta de mi apartamento. La urgencia era un fuego que me consumía por dentro, una llama purificadora que devoraba los últimos vestigios de mi vitalidad, de mi miedo, de mi egoísmo. Salí a la calle, a la llovizna fría que comenzaba a arreciar, y corrí. No lejos de la nube, no buscando un refugio ilusorio que no existía para nadie. Corrí hacia ella, hacia el epicentro del desastre inminente, hacia las fauces abiertas de la bestia química que amenazaba con devorarlo todo. Hacia el edificio más alto de la ciudad, la Torre Century, una aguja de cristal y arrogancia humana que se alzaba como un desafío fútil en el corazón mismo de la zona que estaba a punto de ser aniquilada, el escenario de mi inmolación.
Mientras corría, con mis piernas protestando por un esfuerzo para el que ya no estaban preparadas, mis articulaciones gritando en agonía con cada zancada forzada, vi el horror desplegarse en toda su crudeza, en toda su desesperada y patética humanidad, una danza macabra bajo el cielo enfermo. Vi a padres intentando proteger a sus hijos con sus propios cuerpos, un escudo patético e inútil contra un veneno invisible que se filtraba por todas partes, por cada rendija, por cada respiración jadeante. Vi a amantes abrazándose por última vez en los portales de las tiendas cerradas, sus rostros una mezcla desgarradora de amor infinito y desesperación absoluta, buscando un último consuelo en la carne del otro. Vi el miedo puro, primario, animal, en los ojos de miles de extraños, un reflejo especular de mi propio terror interior, pero también de mi extraña y sombría determinación, una calma fría y acerada que se había instalado en el centro de mi ser, la calma del que ya no tiene nada que perder. Y en ese instante, en medio de la carrera hacia mi propio fin anunciado, supe con una claridad meridiana, con una certeza que trascendía la lógica y la razón, que cada arruga de mi rostro ajado, cada cana de mi pelo ralo, cada dolor punzante en mis articulaciones desgastadas, había sido un ensayo general para este preciso momento, para este acto final de entrega total y absoluta.
Llegué a la Torre Century, jadeando, con el sabor metálico del pánico y el esfuerzo sobrehumano en la boca, mis pulmones como fuelles rotos a punto de colapsar, mi vista nublada por el sudor y el cansancio. Los guardias de seguridad, sensatamente, habían abandonado sus puestos, huyendo para salvar sus propias vidas, dejando atrás su responsabilidad, su uniforme. El vestíbulo, normalmente un hervidero de actividad y negocios, un símbolo del poder y la riqueza de la ciudad, estaba desierto, un mausoleo de mármol pulido y silencio expectante, la calma antinatural antes de la tormenta química que se avecinaba. Subí por las escaleras de emergencia, un tramo interminable hacia mi propio calvario, hacia mi propia crucifixión anónima. Mis pulmones ardían como si ya estuvieran inhalando el veneno invisible, mi cuerpo envejecido protestando con cada escalón, cada giro, cada nuevo tramo que parecía no tener fin, una espiral ascendente hacia la nada, hacia mi propio sacrificio. Subí piso tras piso, impulsada por una fuerza que ya no era la mía, que no provenía de mis músculos agotados ni de mi voluntad menguante, sino de la suma de todas las vidas que ahora, de forma tan precaria e injusta, dependían de mí, de mi voz, de mi sacrificio.
Finalmente, tras una ascensión que me pareció una eternidad de sufrimiento y anticipación, con las piernas temblando como hojas y la visión borrosa por el esfuerzo y la falta de oxígeno, llegué a la azotea. El viento, a esa altura, era un huracán furioso que azotaba mi ropa raída y arrancaba lágrimas heladas de mis ojos cansados, dificultando mi respiración ya agónica. El olor de la nube química ya era perceptible, un picor metálico y nauseabundo en la garganta, un anuncio inequívoco de la muerte que se aproximaba inexorablemente, reptando por las calles como una serpiente venenosa e insaciable. La ciudad se extendía a mis pies, un vasto mar de luces parpadeantes y pánico palpable, un organismo aterrorizado al borde del colapso final. La nube amarillenta, la bestia implacable de gas letal, estaba ahora a solo unas pocas manzanas de distancia, un tsunami silencioso y venenoso a punto de romper sobre la metrópolis desprevenida, lista para ahogar sus sueños y sus vidas en un abrazo químico y mortal. Su hedor era el aliento de la Parca.
No había tiempo para dudas, ni para lamentos, ni para un último adiós a un mundo que apenas me había conocido, que nunca había entendido mi don ni mi carga, que nunca había apreciado mis silenciosos sacrificios.
Me subí al pretil con la agilidad sorprendente de un cuerpo que sabe que su fin está cerca, que ya no teme a la caída, que ha aceptado su destino. Sentí el vértigo de la altura y la fuerza del viento que amenazaba con arrancarme de mi precario pedestal y arrojarme al vacío antes de tiempo. Miré por última vez la vida que dejaba atrás, una existencia agridulce tejida con los hilos de momentos robados al tiempo y una belleza solitaria y dolorosa que pocos habían sabido apreciar, una vida de canciones tristes y milagros anónimos, una vida al borde del olvido. Y entonces, con la ciudad entera como mi único y silencioso testigo, con el peso de cientos de miles de vidas sobre mis hombros consumidos, abrí la boca y canté.
No fue una simple nota aislada, no esta vez, no para este final apocalíptico. Fue la canción entera. La canción de mi vida, cada estrofa un sacrificio, cada compás un año perdido, cada silencio una lágrima no derramada, tejida con los hilos de todos los segundos que había hurtado al flujo implacable del tiempo a lo largo de mi extraña y solitaria existencia. La canción del tiempo mismo, desafiado y doblegado por una frágil voluntad humana al borde de la aniquilación, en un último acto de rebeldía y amor desesperado. Lancé al viento embravecido la nota más alta, más pura, más sostenida y más desesperada que jamás había emitido mi garganta, una nota que contenía la esencia destilada de todos mis sacrificios, la suma de todas mis pérdidas, la totalidad de mi ser menguante. Y el mundo, una vez más, por última vez, con una obediencia aterradora y sublime, se detuvo.
Se congeló. Se detuvo en el umbral mismo de la catástrofe, en el último aliento antes del desastre inminente.
La nube tóxica, una bestia ondulante de muerte química con fauces de veneno puro, se detuvo en seco a las puertas del centro de la ciudad, sus zarcillos ponzoñosos suspendidos en el aire como los tentáculos de un kraken abisal paralizado en pleno ataque, una pintura de horror inmóvil y silencioso. Los coches en las calles de abajo, en mitad de su huida caótica y desesperada, se quedaron inmóviles, como juguetes olvidados por un niño gigante y cruel en un juego interrumpido bruscamente. La gente que corría, sus rostros contraídos por el terror más absoluto, se convirtieron en estatuas de pánico, una Pompeya instantánea y silenciosa, un friso de desesperación humana congelado para la eternidad, sus gritos ahogados en el tiempo detenido. Un pájaro solitario, a mitad de su vuelo desesperado por escapar de la marea venenosa que ascendía desde el suelo, quedó colgado en el cielo como un adorno macabro, desafiando la gravedad en un instante eterno y suspendido, una mota de vida inmóvil en un lienzo de muerte detenida.
El silencio fue absoluto. Un silencio sagrado, preñado de una tensión insoportable, el silencio que precede a la creación o a la destrucción total, el silencio del fin y del principio, el silencio de un mundo al borde del abismo.
Y en ese silencio cósmico, en esa quietud antinatural que lo envolvía todo como un sudario, sentí el precio. Oh, sí, lo sentí con cada fibra de mi ser consumido, con cada átomo de mi existencia que se desvanecía en la nada. Sentí cómo el tiempo, furioso por haber sido detenido a una escala tan masiva, tan antinatural, por un simple mortal que osaba desafiar sus leyes inmutables, se vengaba de mí con una crueldad calculada, con un sadismo cósmico que no conocía piedad ni compasión. Sentí mi propia vida deshilachándose, segundo a segundo, como un tapiz raído por los siglos, sus hilos vitales, antes fuertes y vibrantes, ahora rompiéndose uno a uno con chasquidos inaudibles para cualquier oído excepto el mío. Mi piel, antes solo ajada por los años robados, se arrugó como el papel de un manuscrito antiguo olvidado en una cripta húmeda y oscura, perdiendo toda elasticidad, toda vida, toda calidez. Mis huesos, antes solo doloridos y frágiles, se volvieron quebradizos como el cristal más fino, amenazando con quebrarse con cada aliento superficial que apenas lograba tomar, con cada latido de mi corazón moribundo. Mi pelo, antes salpicado de plata como un cielo nocturno lleno de estrellas, se tornó completamente blanco en un instante cegador, como si un invierno polar hubiera caído sobre mí de repente, y luego, con una tristeza infinita, como hojas muertas en otoño arrastradas por un viento helado, comenzó a caerse en mechones, dejando mi cráneo expuesto al viento gélido y cortante de la azotea. El dolor fue una supernova dentro de mí, una agonía que trascendía lo físico, que desgarraba el alma, que amenazaba con consumirme en un instante de puro sufrimiento, pero no podía parar. No debía parar. Tenía que mantener la nota. Tenía que sostener el mundo un poco más, unos preciosos minutos más, aunque me costara la eternidad.
Abajo, en la ciudad congelada, la evacuación continuaba, un milagro silencioso obrado por mi voz moribunda, por mi sacrificio final y absoluto. Lo veía, no con mis ojos físicos, que comenzaban a nublarse con la niebla de la muerte inminente, que apenas distinguían ya las formas borrosas de los edificios lejanos, sino con una especie de percepción extrasensorial que me otorgaba mi entrega total, una visión panóptica del milagro desesperado que estaba obrando a costa de mi propia y total aniquilación. La gente, liberada momentáneamente de la amenaza inminente del gas letal, corría hacia los puentes que cruzaban el río, hacia las afueras de la ciudad, hacia la promesa de un aire limpio y un nuevo amanecer que casi les había sido arrebatado de las manos. Se movían en un silencio irreal, sus gritos de pánico atrapados en sus gargantas inmóiles, sus expresiones de terror congeladas en el tiempo como máscaras trágicas y grotescas, un ejército de fantasmas huyendo de un infierno químico. Era un ballet mudo de supervivencia, una coreografía desesperada en el escenario de una ciudad al borde del abismo, y yo era la música silenciosa, la directora invisible y agonizante que lo hacía posible, mi cuerpo desintegrándose con cada compás no escrito, con cada segundo ganado para ellos.
Mantuve la canción, la nota de mi vida que se extinguía como una llama al viento, durante lo que me parecieron siglos, cada segundo una eternidad de agonía y entrega total, cada vibración de mis cuerdas vocales un pedazo de mi ser que se desvanecía en el éter, en la nada. Vi a la última familia, un padre llevando a un niño pequeño dormido y ajeno al horror en brazos, una madre arrastrando una maleta desvencijada con sus pocas y preciosas pertenencias, cruzar el puente más lejano hacia la seguridad relativa de los suburbios, hacia un futuro que yo les estaba regalando a costa del mío. Vi al último bombero, su rostro cubierto de hollín y una determinación de acero en sus ojos cansados pero firmes, abandonar la zona de peligro inminente tras asegurarse con heroísmo de que no quedaba nadie atrás, de que ninguna vida se perdía por su negligencia o su miedo. La ciudad estaba vacía. Desierta. Salvada. Un cascarón silencioso esperando la marea venenosa, un escenario vacío tras la función más trágica y heroica.
Fue entonces, en la quietud absoluta de la ciudad salvada y mi cuerpo al borde del colapso, cuando lo sentí de nuevo. El motorista. No lo vi, mis ojos ya no servían para eso, apenas distinguían la luz del día que comenzaba a despuntar en el horizonte. Pero sentí su presencia a mi lado, en la azotea, tan real como el viento helado que me azotaba, tan tangible como el frío de la muerte que se acercaba. Y esta vez, habló. Su voz era grave, rasposa, como el roce de cuero viejo o el susurro de la arena del desierto arrastrada por un viento ancestral.
"Has jugado una mano peligrosa, cantante," dijo, sin rastro de emoción, solo una constatación fría, como el acero de una guadaña. "Has robado demasiadas almas de mi lista. El equilibrio es delicado, ¿sabes? Mucho más de lo que los mortales imagináis."
Apenas pude formar un pensamiento coherente, menos aún una respuesta articulada. La energía me abandonaba a raudales, como agua de un cántaro roto.
"Esta ciudad," continuó, su voz como un eco de la eternidad, como el murmullo de un río subterráneo. "Estaba marcada. Su tiempo había llegado. Estaba en los libros, por así decirlo. Y tú… tú has desafiado el tejido mismo del destino, has escupido a la cara de lo inevitable. Un acto de arrogancia suprema… o de un amor tan vasto que resulta incomprensible para seres como yo." Hizo una pausa, y juraría que, incluso sin verle el rostro, sentí una sombra de algo parecido a la curiosidad en su tono, una inflexión casi humana. "¿Por qué, Elara? ¿Por qué este derroche?"
Con el último aliento de mi conciencia, con la última chispa de mi ser que se negaba a extinguirse, logré susurrar una única palabra que el viento arrebató de mis labios y esparció por la ciudad dormida: "Ellos…"
El motorista permaneció en silencio un momento más, un silencio que pareció contener todos los secretos del universo. "Un precio alto por unos pocos mortales más," murmuró, casi para sí mismo, con un deje que podría haber sido de resignación o de un respeto a regañadientes. "Pero la deuda está saldada. La tuya, al menos. Y la de ellos… por ahora. El tiempo siempre reclama lo suyo, de una forma u otra." Sentí una especie de… ¿asentimiento invisible? ¿Una concesión final? "Descansa, Elara. Tu canción ha terminado. Y ha sido… memorable."
Y con esas palabras, que resonaron en el vacío de mi mente como el tañido de una campana lejana, su presencia se desvaneció, tan rápido y silenciosamente como había llegado, dejando solo el frío del amanecer y la certeza de mi propio final.
Solo entonces, cuando supe con una certeza que trascendía mis sentidos moribundos que ya no quedaba nadie a quien proteger, que mi sacrificio había alcanzado su amargo y solitario propósito, y que incluso la Parca, o su impasible mensajero, había reconocido mi acto con una extraña forma de respeto, me permití flaquear, me permití caer, me permití morir. La nota, que había sido un pilar de poder inconcebible, un desafío a las leyes inmutables del universo, un grito de vida contra la muerte, se convirtió en un temblor apenas audible, el último suspiro de una estrella que se extingue en la inmensidad del cosmos, una luz que se apaga para siempre. Mi cuerpo, ahora el de una anciana centenaria, frágil y consumida como una reliquia olvidada por el tiempo, se desmoronaba como un castillo de arena ante la marea imparable e implacable del tiempo al que tanto había desafiado y engañado. Ya no tenía más vida que ofrecer. Ya no quedaba nada de mí que el tiempo pudiera reclamar, que pudiera arrebatarme. Había pagado mi deuda con creces, con la moneda de mi propia existencia.
Con un último suspiro, un estertor que fue más un alivio que una pena, una liberación final de mi carga, de mi don, de mi ancla, rompí la canción.
El tiempo, liberado de mi yugo, de mi efímero control, se estrelló contra la realidad con la fuerza de una presa reventada, con el estruendo de mil universos naciendo y muriendo en un instante ensordecedor y caótico. La nube tóxica, como una bestia impaciente que hubiera sido retenida contra su voluntad por una fuerza invisible, reanudó su avance implacable, inundando las calles ahora vacías con su abrazo letal, reclamando el dominio que le había sido negado por unos preciosos y robados minutos. El pájaro suspendido en el cielo terminó su vuelo interrumpido, cayendo en picado como una piedra hacia un suelo que ya no lo acogería con vida, una víctima más de la catástrofe inevitable. Y yo… yo ya no estaba allí. Simplemente, me había ido. Como una canción que termina.
Mi cuerpo, completamente consumido por la vida que había gastado en aquel acto de amor y desafío supremo, se deshizo en el viento helado de la azotea. Me convertí en polvo, en cenizas impalpables que la brisa de la mañana, ajena al drama de la noche, al milagro silencioso, se llevó consigo y esparció sobre la ciudad que había salvado, un manto invisible de sacrificio anónimo, el último eco de mi existencia, la última nota de mi canción. Una canción silenciada para siempre, una nota perdida en la sinfonía del universo.
Nadie, jamás, sabrá por qué la nube venenosa se detuvo durante aquellos minutos cruciales que permitieron la evacuación masiva, que salvaron incontables vidas. Nadie sabrá por qué tuvieron ese lapso de tiempo extra, ese respiro imposible que marcó la diferencia entre la vida y una muerte atroz para cientos de miles de almas desprevenidas. Se convertirá en una leyenda urbana más, en un misterio que los científicos intentarán explicar con teorías cada vez más complejas y enrevesadas sobre cambios de viento inexplicables, sobre intervenciones divinas o fenómenos atmosféricos anómalos y nunca antes vistos. Se escribirán libros, se harán documentales, se erigirán monumentos a la "resiliencia de la ciudad", a la "fortuna inesperada", pero la verdad, mi verdad, la verdad de mi canción y mi sacrificio, se habrá perdido como una nota en el viento, como una lágrima en la lluvia incesante.
Pero a veces, solo a veces, cuando el viento sople con una fuerza particular entre los rascacielos de la ciudad reconstruida, cuando la noche sea especialmente silenciosa y el aire esté cargado de una electricidad extraña, de una melancolía inexplicable, algunos dirán, aquellos con el oído más fino o el alma más sensible a los misterios del mundo, que pueden oír algo en su lamento ululante, en su canción invisible que recorre las calles vacías. Una nota fantasma, apenas un susurro en el umbral del oído, un eco lejano de una canción imposible, una melodía de tristeza infinita y poder inconcebible. El eco de una canción que, por un instante infinitesimal y eterno, fue más fuerte que el tiempo, más poderosa que la muerte misma. La canción de la mujer que le robó unos preciosos minutos al fin del mundo y pagó por ellos con la totalidad de una vida. La canción olvidada de Elara.

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