El Último Baile en la Discoteca Abandonada de la Ruta del Bakalao | Una Tragedia Moderna
La nostalgia es una puta mentirosa. Te vende postales de un pasado dorado, editadas y con los colores saturados, pero se olvida de enseñarte la mugre que había en las esquinas, la desesperación silenciosa en los ojos de la gente y el sabor a ceniza de las mañanas siguientes. Nosotros, cinco idiotas en la cuarentena, decidimos comprar esa postal. Decidimos volver al vientre de la bestia, al lugar donde nuestra juventud se quemó tan rápido y con tanta brillantez que nos dejó ciegos para el resto de nuestras vidas. Decidimos volver a la Ruta.
La macrodiscoteca "Éxtasis" se erigía en la carretera como el esqueleto de un leviatán varado. Hacía veinticinco años, este templo de hormigón y neón era el corazón palpitante de la Ruta del Bakalao, un lugar donde miles de almas como las nuestras venían a perderse cada fin de semana en un bautismo de techno, anfetaminas y sudor. Ahora, era una tumba. Las pintadas cubrían sus paredes como epitafios vulgares, sus ventanas rotas eran cuencas de ojos vacías que miraban a la nada. Pero para nosotros, seguía siendo un lugar sagrado.
Éramos cinco. Estaba Javi, el eterno líder, ahora con más entradas en el pelo que en la cuenta del banco y una sonrisa forzada que no lograba ocultar el pánico de una vida mediocre. Su mujer, Sandra, cuya risa seguía siendo un cascabel, pero con un matiz de óxido en el fondo, el de los sueños que se habían quedado en el arcén. Estaba Toni, el broker, con su traje caro y su coche alemán, intentando desesperadamente demostrar que él sí lo había conseguido, aunque sus ojos tuvieran la misma mirada de yonqui perdido que tenía en el 96. Y Mónica, la artista, la única que parecía haber mantenido algo de su antigua llama, aunque ahora ardiera con la furia silenciosa de la decepción. Y luego estaba yo, Nico. El cronista. El que siempre observaba desde una esquina, el que recordaba demasiado.
Javi forzó una puerta lateral oxidada con una palanca. El chirrido fue el primer grito de la noche.
—Bienvenidos de nuevo al paraíso, cabrones —dijo, su voz intentando sonar eufórica, pero con un temblor de profanación.
Entramos. El aire era denso, olía a moho, a polvo de décadas y a un eco fantasma de humo de cigarrillo y sudor rancio. La luz de nuestras linternas cortaba la oscuridad, revelando un paisaje de devastación y gloria pasada. La barra, cubierta de cristales rotos. Los sofás de skay rajados, su espuma amarillenta saliendo como entrañas. Y en el centro, la pista de baile. Un espacio catedralicio, ahora silencioso, bajo la bola de espejos rota que colgaba del techo como un sol muerto.
—¿Lo oís? —susurró Mónica, cerrando los ojos.
Y por un instante, todos lo oímos. No con los oídos. Con la memoria. El chunda-chunda implacable del bajo, la melodía hipnótica de un sintetizador, el rugido de la multitud. La música seguía allí, atrapada en las paredes, en el aire, en nosotros. Fue un momento de comunión, de una euforia melancólica que nos unió como no lo habíamos estado en veinte años.
Javi sacó unas botellas de vodka y unas bolsas con pastillas de colores. La nostalgia exigía sus sacramentos. Bebimos, bailamos en silencio en la pista vacía, intentando resucitar a los fantasmas de quienes fuimos. Y por un momento, casi lo conseguimos. Volvimos a ser jóvenes, invencibles, con un futuro que era una autopista sin límites.
Fue Toni quien se dio cuenta. Fue a la puerta por la que habíamos entrado a por algo que se había dejado en el coche.
—Joder… —murmuró—. La puerta. No se abre.
Nos reímos. El bueno de Toni, siempre tan dramático. Javi se acercó, seguro de sí mismo. Forcejeó con el metal. Su sonrisa se desvaneció. Empujamos los cinco, con todas nuestras fuerzas. La puerta no se movió ni un milímetro. Estaba atascada. O algo la estaba sujetando desde fuera. O desde dentro. El primer acorde disonante en nuestra sinfonía de nostalgia. El paraíso acababa de enseñarnos sus barrotes.
El pánico es un ácido que disuelve rápido los lazos de la amistad. La euforia se evaporó, dejando una resaca de miedo frío. Decidimos explorar, buscar otra salida. La discoteca era un laberinto de pasillos oscuros, salas VIP en ruinas y túneles de servicio que apestaban a humedad y a secretos.
Los fenómenos empezaron de forma sutil. Una luz estroboscópica parpadeó una sola vez en una de las cabinas del DJ, iluminando nuestros rostros asustados por una fracción de segundo. En la sala "chill-out", oímos el eco de una risa lejana, una risa femenina que se cortó bruscamente. Sentíamos una presión constante, la sensación de ser observados por miles de ojos invisibles, los fantasmas de los raveros que habían bailado hasta el amanecer en esas mismas baldosas.
Y con el miedo, resurgieron los viejos demonios. Los nuestros.
—Esto es tu puta culpa, Javi —espetó Toni, su fachada de triunfador agrietándose—. Siempre con tus ideas de mierda, arrastrándonos a todos contigo.
—¿Mi culpa? —replicó Javi, su liderazgo convirtiéndose en agresividad—. ¡Fuiste el primero en decir que sí! ¡Quizás si no te hubieras pasado media vida metiéndote rayas no estarías tan histérico!
Sandra intentó mediar, pero sus palabras se perdieron en el fuego cruzado. Mónica se apartó, su rostro una máscara de desprecio. Yo, como siempre, observaba, viendo cómo las grietas que llevaban veinte años formándose se convertían en abismos. Todos los resentimientos, las traiciones, los amores no correspondidos de nuestra juventud, todo estaba saliendo a la superficie, exacerbado por el aislamiento y la atmósfera opresiva del lugar. La discoteca no solo nos había atrapado físicamente; había atrapado nuestras almas en un bucle de nuestro peor pasado.
Fue Mónica quien encontró el cuarto. Una pequeña oficina en la zona de administración, con la puerta forzada. Dentro, un caos de papeles esparcidos, pero en un cajón cerrado con llave, encontramos un viejo libro de contabilidad. Y dentro de él, recortes de periódico.
No hablaban de un incendio ni de una redada masiva. Hablaban de una chica. Una joven de diecinueve años, llamada Raquel. Había desaparecido una noche de 1997 después de una fiesta aquí, en "Éxtasis". La policía la buscó. Nunca la encontraron. El caso se cerró. La discoteca, acosada por la mala prensa y los problemas económicos, cerró unos meses después.
—Yo me acuerdo de ella —susurró Sandra, su rostro pálido como la cera—. Era una de las gogós. La nueva. Decían que se había fugado con un DJ italiano.
La nana de la discoteca, nuestra canción favorita de la época, empezó a sonar. Débil, distorsionada, como si viniera de muy lejos. O de muy dentro de la pared. Nos miramos, el terror reflejado en nuestros ojos. No estábamos solos. El "espíritu" de la Ruta, el fantasma de Raquel, o algo mucho peor, seguía aquí. Quizás nunca se había ido.
Seguimos la música fantasma, una melodía que antes nos daba la vida y que ahora nos guiaba hacia la muerte. Nos llevó de vuelta a la pista de baile principal. Y allí, la "presencia" se volvió abiertamente hostil.
La bola de espejos empezó a girar lentamente, sus fragmentos rotos proyectando astillas de luz errática que danzaban como espectros. Las luces estroboscópicas se encendieron, parpadeando a un ritmo epiléptico que nos atacaba los nervios. Y la música subió de volumen, ensordecedora, distorsionada, las notas alegres convertidas en un chillido de agonía electrónica.
Pero lo peor no fue eso. Fue lo que vimos en los destellos de luz.
En un flash, vi a Javi, no como el cuarentón fracasado que era, sino como el chaval de veinte años, con la mandíbula apretada por las pastillas, empujando a un Toni asustado contra la pared. La vieja pelea por una deuda que casi los mata. En otro, vi a Sandra llorando en un rincón, mientras mi yo más joven la consolaba, una traición silenciosa que Javi nunca supo. Toni vio el rostro de su padre, decepcionado, diciéndole que nunca llegaría a nada. Mónica vio sus propios cuadros, sus sueños de ser una gran artista, ardiendo en una hoguera.
La discoteca nos estaba obligando a bailar con nuestros peores recuerdos, con los fantasmas de nuestros fracasos. Nos estaba desnudando el alma, enfrentándonos a la cruda verdad de que nunca habíamos escapado de esa noche, de esa época. Seguíamos siendo los mismos críos asustados y jodidos, solo que con más arrugas y menos futuro.
Y entonces, en el centro de la pista, bajo la luz estroboscópica, apareció ella. Una silueta. Una chica joven, con el pelo largo y oscuro, bailando sola. No era un fantasma. Parecía real. Pero sus ojos estaban vacíos, su sonrisa era una mueca helada. Raquel.
El pánico nos rompió. Corrimos, cada uno por su lado, huyendo de nuestros propios demonios. Me separé del grupo, me perdí en los túneles de servicio, el bajo de la música persiguiéndome como el latido de un corazón monstruoso. Tropecé y caí en una sala pequeña, la antigua enfermería.
Y allí, encontré la verdad. Detrás de un armario metálico oxidado, había una sección de la pared que sonaba hueca. La rompí con un extintor. Detrás, había un espacio angosto. Y dentro, estaba ella. Los restos óseos de una chica joven, con jirones de un vestido de lentejuelas todavía adheridos. Raquel. Y junto a ella, una jeringuilla vacía y un pequeño diario.
Lo leí bajo la luz temblorosa de mi móvil. No se había fugado. No la habían asesinado. Había tenido una sobredosis. Una mala pastilla. Y el dueño de la discoteca, para evitar el escándalo que cerraría su negocio, la había escondido. La había emparedado viva, o ya muerta, en su propia tumba de hormigón, dejando que su eco, su pena, su último baile solitario, se quedara atrapado aquí para siempre.
La presencia no era su fantasma. Era algo peor. Era la energía residual de miles de noches de excesos, de euforia química y de desesperación. Una entidad nacida de la propia Ruta, que se alimentaba de la nostalgia y la regurgitaba como veneno. Y el trauma de Raquel era su corazón oscuro.
En ese momento, la música se detuvo. Un silencio absoluto cayó sobre la discoteca. Y oí los pasos. Pesados. Acercándose. La puerta de la enfermería se abrió. No era ninguno de mis amigos. Era un hombre viejo, encorvado, con la piel gris y los ojos hundidos. El antiguo dueño. El que nunca se había ido. El guardián de la tumba.
Logramos escapar. No recuerdo muy bien cómo. Recuerdo a Javi, por una vez en su vida, actuando como un verdadero líder, derribando al viejo y abriendo una salida de emergencia que habíamos pasado por alto. Recuerdo correr por el campo, sin mirar atrás, mientras el primer rayo de un amanecer grisáceo y sucio rompía el horizonte.
No volvimos a hablar del tema. El grupo se disolvió esa misma noche, esta vez para siempre. La experiencia no nos unió. Nos rompió definitivamente, mostrándonos la fea verdad que habíamos intentado enterrar bajo capas de nostalgia. La verdad de que nuestra "época dorada" había sido una mentira construida sobre la autodestrucción, el egoísmo y la tragedia silenciosa de gente como Raquel.
A veces, cuando paso por esa carretera, todavía veo la silueta del leviatán de hormigón. Un mausoleo. Un monumento a una generación que bailó tan rápido que se quemó antes de tiempo.
Aprendimos la lección más dura de todas. No se puede, no se debe, bailar con el pasado. Porque el pasado no es un compañero amable. Es un fantasma con los zapatos de plomo que te pisa los pies, te rompe los huesos y no te deja salir de la pista hasta que la música, y tú, os desvanecéis para siempre en el eco de lo que nunca volverá a ser. Y ese es el verdadero fin de la fiesta.

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