El Relojero de los Recuerdos Perdidos | Un Relato sobre la Memoria y el Olvido

Hay lugares en esta ciudad que son cicatrices. No aparecen en los mapas turísticos, no tienen luces de neón parpadeantes. Son grietas en la fachada del progreso, callejones donde el tiempo parece haberse rendido, dejando un sedimento de polvo, olvido y silencio. La relojería de Elías Vostok era una de esas cicatrices. Un pequeño local encajado entre una casa de empeños con los barrotes oxidados y una lavandería que siempre olía a lejía y a vidas ajenas. El cartel, pintado a mano, se había descolorido hasta ser casi ilegible, y el escaparate no exhibía relojes de lujo, sino una colección de mecanismos a medio desmontar, ruedas dentadas y manecillas huérfanas, como los huesos de bestias de un tiempo olvidado. 

La gente no venía aquí a reparar sus relojes. O, al menos, no solo a eso. Venían a reparar el tiempo mismo. Su tiempo. El que se les había roto por dentro. 

El hombre que entró esa tarde de martes llevaba la desesperación como un abrigo mal cortado. Era un tipo de unos cuarenta años, con un traje caro que no lograba ocultar el temblor de sus manos ni las ojeras que hablaban de noches en blanco pasadas luchando contra fantasmas. Colocó un viejo reloj de bolsillo sobre el mostrador de madera raída. Era una pieza de plata, abollada y sin brillo. No funcionaba. 

—He oído… he oído hablar de usted —dijo el hombre, su voz era un susurro frágil—. Dicen que puede… arreglarlo. 

Elías Vostok levantó la vista de su lupa de joyero. Era un anciano que parecía construido con los mismos materiales que su tienda: madera seca, polvo y tiempo. Sus ojos, detrás de unas gafas gruesas, no eran los de un comerciante. Eran los de un cirujano, o un confesor. No miraban al cliente; miraban a través de él, a las grietas de su alma. 

—Todos los relojes se pueden arreglar —respondió Elías, su voz era un murmullo suave, como el roce de un engranaje bien aceitado—. El problema no es el mecanismo. Nunca lo es. El problema es lo que el tiempo se llevó consigo. 

El hombre asintió, una lágrima solitaria rodando por su mejilla. —No recuerdo su cara. La cara de mi hija. Murió hace cinco años. Y no puedo… no puedo recordar su sonrisa. Solo… el silencio. 

Elías cogió el reloj de bolsillo. No lo abrió por la tapa trasera, como haría cualquier otro relojero. En su lugar, sacó de un cajón una serie de herramientas que no pertenecían a su oficio. Pequeños diapasones de un metal desconocido, pinzas que parecían instrumentos quirúrgicos y una pequeña varilla de cristal que zumbaba con una energía casi imperceptible. 

—El tiempo no se pierde —dijo Elías, mientras acercaba la varilla de cristal al reloj—. Solo se desincroniza. Cada tic-tac de nuestra vida deja un eco, una vibración en los objetos que nos acompañan. Este reloj estuvo con usted en sus momentos más felices. Y en los más tristes. Las vibraciones siguen ahí. Dormidas. Yo solo… las despierto. Las afino. 

Colocó el diapasón sobre el reloj y lo golpeó suavemente. Un sonido bajo, puro, llenó la tienda polvorienta. Un sonido que parecía vibrar no en el aire, sino directamente en los huesos. Le pidió al hombre que colocara su mano sobre el reloj. 

—Cierre los ojos —ordenó Elías—. Y no busque el recuerdo. Deje que el recuerdo lo encuentre a usted. 

El hombre obedeció. Su cuerpo se tensó. Su respiración se volvió agitada. Y entonces, un sollozo se le escapó del pecho, un sonido desgarrado, lleno de un dolor y un alivio insoportables. 

—La veo… —susurró—. Estamos en el parque. El sol… lleva un vestido amarillo. Y está sonriendo… Dios, está sonriendo. 

El tic-tac del reloj de bolsillo comenzó a sonar en el silencio de la tienda. Lento al principio, luego más fuerte, más regular. Sincronizado. Elías retiró sus herramientas. El hombre se quedó allí, con la mano sobre el corazón palpitante del reloj, llorando en silencio, bañado en la luz de un recuerdo recuperado. El precio no fue en dinero. Fue el dolor de revivir la belleza de lo que se había perdido, un dolor que, paradójicamente, era la única cura para el vacío. 



Me senté en mi rincón habitual, en la penumbra del fondo de la tienda, observando. Yo era el cronista silencioso de los milagros y las maldiciones de Elías. Vi a una anciana recuperar el eco de la última conversación con su marido, una simple charla sobre el tiempo que ahora era un tesoro invaluable. Vi a un joven soldado, con la mirada hueca de quien ha visto demasiado, revivir el momento antes de la explosión, no para recordar el horror, sino para encontrar la cara del amigo que perdió y poder, por fin, despedirse. 

Elías no era un mago. Era un físico del alma. Su teoría era que los recuerdos traumáticos, las pérdidas, no borraban las vibraciones del pasado, sino que las desordenaban, creando una "estática emocional" que impedía acceder a ellas. Sus herramientas no creaban nada nuevo; simplemente reordenaban las frecuencias, filtraban el ruido del dolor para dejar pasar la señal pura del recuerdo. 

Pero, ¿a qué precio se recupera lo que el alma, en un acto de autoprotección, ha decidido enterrar? ¿Es siempre mejor recordar? 

El dilema llegó una tarde lluviosa, en la forma de una mujer elegante, con un abrigo caro y unos ojos que eran dos pozos de un miedo helado. Su reloj era una pieza de platino y diamantes, un objeto tan fuera de lugar en la tienda de Elías como un cisne en un charco de aceite. 

—Quiero olvidar —dijo, su voz era un susurro afilado como un trozo de hielo. 

Elías levantó la vista, su expresión inescrutable. —¿Olvidar? Mi trabajo es reparar, no romper. 

—Hay recuerdos que son una enfermedad —insistió ella, sus manos enguantadas se aferraban a su bolso—. Un cáncer que te devora desde dentro. Hice algo. Algo terrible. Y la memoria de ello me está matando. No puedo dormir. No puedo comer. Es un veneno. Usted que puede afinar el tiempo, ¿no puede desafinarlo? ¿No puede crear… estática? Quiero el silencio. El vacío. 

Elías se quedó mirándola durante un largo rato. La lluvia golpeaba el escaparate, trazando ríos sinuosos en el cristal sucio. El tic-tac de los cientos de relojes de la tienda parecía haberse detenido, conteniendo la respiración. Era la primera vez que alguien le pedía lo contrario. No la recuperación, sino el borrado. No la luz de un recuerdo, sino la oscuridad del olvido. 

Era un dilema moral que iba más allá de su oficio. ¿Tenía derecho a mutilar el alma de alguien, incluso si esa persona se lo suplicaba? Un recuerdo, por terrible que sea, es una parte de lo que somos. Es la cicatriz que nos enseña a no volver a tocar el fuego. Borrarlo no era curar una herida; era amputar una parte del ser, dejar un miembro fantasma que dolería para siempre sin saber por qué. 

—El olvido no es la paz —dijo Elías finalmente, su voz más suave que nunca—. El olvido es un vacío. Y la naturaleza, y el alma humana, aborrecen el vacío. Se llenará con algo peor. Con una ansiedad sin nombre. Con una culpa sin origen. 

—Prefiero la locura del vacío a la certeza de mi infierno —replicó ella, sus ojos brillando con una desesperación febril—. Por favor. Haré lo que sea. 



Elías no le dio una respuesta inmediata. Le dijo que volviera en una semana. Durante esos siete días, lo vi más viejo, más cansado que nunca. Se sentaba durante horas, mirando los mecanismos rotos, como si buscara una respuesta en sus engranajes silenciosos. La cuestión lo atormentaba. ¿Era un reparador o un destructor? ¿Su don era para sanar o simplemente para cambiar la naturaleza del dolor? 

La mujer volvió, puntual como un reloj suizo. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía siendo de un gris plomizo. Se sentó frente a él, su rostro una máscara de tensión expectante. 

Elías se aclaró la garganta. —He pensado en su petición. No puedo hacer lo que me pide. No puedo destruir un recuerdo. Va en contra de la naturaleza de mi trabajo, y de la naturaleza del tiempo mismo. Un eco, una vez creado, no puede ser silenciado. 

La decepción en el rostro de la mujer fue tan profunda que pareció envejecer diez años en un instante. Se levantó para irse. 

—Pero —continuó Elías, y ella se detuvo—, hay algo que sí puedo hacer. 

Sacó sus herramientas. Pero esta vez, cogió un pequeño reloj de arena, lleno de un polvo oscuro que no era arena. 

—No puedo borrar el recuerdo —explicó—. Pero puedo darle otro con el que compartir su carga. Puedo encontrar un eco de un momento de perdón. De redención. De bondad. No en su reloj. En el mío. Un recuerdo de otra alma, de otro tiempo, que luchó contra un demonio similar y encontró una forma de seguir adelante. No borraré su oscuridad. Pero puedo darle una vela para que la ilumine. 

Tomó la mano de la mujer. No le pidió que cerrara los ojos. Le pidió que los mantuviera abiertos, que mirara la oscuridad de su propio pasado. Y luego, volcó el reloj de arena. Y mientras el polvo oscuro caía, le susurró una historia, la historia del recuerdo que estaba a punto de injertarle. 

No supe qué decisión tomó ella. No supe si aceptó la vela de Elías o si prefirió seguir en su propia y autoimpuesta oscuridad. Se marchó en silencio, su rostro tan indescifrable como siempre. 

Me quedé pensando, mucho después de que se fuera. Elías no ofrecía curas milagrosas. Ofrecía algo mucho más complicado: una elección. La elección de enfrentar el pasado, de integrarlo, por doloroso que fuera. O la elección de vivir con el vacío. Y quizás, esa era la única reparación verdadera que existía. No borrar las cicatrices, sino aprender a vivir con ellas, a entender el mapa de dolor que dibujan en nuestra alma. Porque un recuerdo perdido no es un problema que se arregla. Es una pregunta que debemos tener el coraje de responder, una y otra y otra vez, con cada tic-tac del resto de nuestras vidas. 

Portada del libro El rugido de Pavía

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