El Hospital Abandonado y sus Pacientes Eternos | Un Relato de Horror

Hay una adicción en el miedo. Una atracción perversa hacia los lugares que la gente normal evita, una necesidad de respirar el aire viciado de las tragedias olvidadas. Éramos exploradores urbanos, un nombre elegante para lo que realmente éramos: profanadores de tumbas modernas, yonquis de la decadencia. Buscábamos la belleza en el óxido, la poesía en el derrumbe. Y el Hospital de la Misericordia, en las afueras de la ciudad, era nuestra Capilla Sixtina de la desolación.

Cerrado en los años ochenta tras un escándalo de negligencia y un incendio que nadie se molestó en investigar a fondo, el hospital era una leyenda urbana. Un monstruo de ladrillo y amianto que se pudría lentamente, rodeado por una valla oxidada y carteles de "Prohibido el Paso" que eran más una invitación que una advertencia.

Éramos cuatro. Estaba Leo, nuestro líder de facto, un fotógrafo con más cojones que sentido común, obsesionado con capturar la "belleza del abandono". Su novia, Clara, que venía más por él que por el morbo, su miedo siempre palpable era una especie de amuleto perverso para el resto de nosotros. Luego estaba Dani, nuestro historiador aficionado, el que se sabía cada historia de fantasmas, cada muerte trágica asociada al lugar. Y yo, Alex. Yo no sé muy bien por qué iba. Quizás porque mi vida fuera de esos muros era tan silenciosa y vacía que el eco del dolor ajeno me hacía sentir, por un momento, que estaba vivo.

Entramos al anochecer, a través de una ventana rota del sótano. El aire que nos recibió fue un golpe físico. Olía a moho, a medicamentos caducados, a podredumbre y a algo más. Algo dulzón y metálico. El olor inconfundible del sufrimiento antiguo.

El sótano era un laberinto de tuberías que lloraban óxido y salas de calderas que parecían altares paganos dedicados a dioses industriales muertos. Pero la verdadera atracción estaba arriba. Subimos por unas escaleras de servicio, nuestros pasos resonando en el silencio opresivo. Cada planta era un nuevo círculo del infierno. La planta de pediatría, con sus murales descoloridos de animales sonrientes que ahora parecían muecas de terror. La planta de cirugía, con sus quirófanos saqueados y sus suelos manchados de algo más oscuro que el óxido.

Fue en uno de esos quirófanos donde empezó todo. La sala estaba dominada por una única lámpara quirúrgica que colgaba sobre una mesa de operaciones de acero, como un ojo ciego y acusador. Estábamos en silencio, absorbiendo la atmósfera, cuando lo oímos.

Un sonido. Metálico. Rítmico.

Scrape. Scrape. Scrape.

Era el sonido inconfundible de un bisturí siendo arrastrado sobre una bandeja de metal. Venía de la esquina más oscura de la sala. Enfocamos nuestras linternas. No había nadie. Solo una bandeja de instrumental quirúrgico volcada en el suelo. El sonido se detuvo.

Nos miramos, una sonrisa nerviosa en los labios de Leo. —¿Tuberías? —sugirió, aunque su voz carecía de convicción.

—Claro —dijo Dani, pálido—. Tuberías que suenan exactamente como un cirujano preparándose para cortar.

Fue entonces cuando Clara ahogó un grito. Su linterna temblaba, apuntando a una de las camas de la sala de recuperación contigua. En la cama, que un segundo antes estaba vacía, había una figura. No era un fantasma, no era transparente. Era una mujer, tumbada de lado, su cuerpo convulsionando en un espasmo silencioso. Llevaba una bata de hospital raída. Parpadeamos. Y desapareció. La cama estaba vacía de nuevo, las sábanas inmóviles.

El juego había comenzado. Y nosotros éramos las nuevas piezas en el tablero.

La regla de oro de la exploración urbana es no separarse nunca. Es una regla que se olvida fácilmente cuando el pánico empieza a arañar las paredes de tu cordura. La tensión entre nosotros era palpable. Leo, frustrado por nuestra falta de "profesionalidad", decidió que cubriríamos más terreno si nos dividíamos. "Solo diez minutos", dijo. "Nos encontramos en el vestíbulo principal". Fue la peor decisión de nuestras vidas.

Leo y Clara se fueron a explorar el ala de maternidad. Dani, obsesionado con los rumores más oscuros, bajó a la morgue. Y yo, me quedé en la planta psiquiátrica. El "manicomio", como lo llamaban.

El ala psiquiátrica era diferente. Más fría. Más silenciosa. Las habitaciones eran celdas, con puertas de acero pesado y pequeñas mirillas enrejadas. Las paredes estaban cubiertas de arañazos, de frases incoherentes grabadas en el yeso con uñas o piedras. "DIOS NO MIRA AQUÍ". "EL DOCTOR ME CANTA LA CANCIÓN TRISTE". "ME HAN QUITADO LOS SUEÑOS".

Entré en una de las salas de aislamiento. Estaba completamente acolchada, del suelo al techo. El aire era pesado, sofocante. Y en el centro de la habitación, sentí una caída de la temperatura tan brusca que vi mi propio aliento convertirse en vaho. La puerta se cerró de golpe a mi espalda. Un portazo que retumbó en mis huesos. Me giré, forcejeando con el pomo. No se abría. Estaba atrapado.

Y entonces oí el llanto. Un llanto de mujer, desgarrador, lleno de una desesperación tan absoluta que me rompió el corazón. No venía de fuera. Venía de dentro de la habitación. De todas partes a la vez. El sonido me envolvía, se metía en mi cabeza. Empecé a golpear la puerta, gritando, el pánico apoderándose de mí. Y entre los sollozos, oí susurros. "Me prometió que me curaría. Me prometió el silencio. Pero solo me trajo las pesadillas".

La luz de mi linterna empezó a parpadear, y en los destellos intermitentes de luz, vi las paredes. Ya no estaban acolchadas. Estaban cubiertas de rostros. Cientos de rostros fantasmales, con los ojos y la boca abiertos en un grito silencioso, empujando contra la tela como si intentaran escapar. Grité, una y otra vez, hasta que mi garganta fue un desgarro de dolor.

Mientras tanto, en la morgue, Dani estaba viviendo su propio infierno. El lugar era un laberinto de pasillos fríos y bandejas de acero inoxidable. Encontró el anfiteatro de autopsias, con su mesa de mármol en el centro, manchada de forma indeleble. Estaba fotografiando la escena cuando oyó un ruido metálico. Uno de los cajones de la pared de nichos se había abierto solo.

Con una mezcla de terror y fascinación morbosa, se acercó. Enfocó su linterna en el interior. Estaba vacío. Respiró aliviado. Pero cuando se dio la vuelta, otro cajón al otro lado de la sala se abrió. Y luego otro. Y otro. Como una sinfonía macabra, los nichos empezaron a abrirse y cerrarse a su alrededor, cada vez más rápido, el sonido metálico de las puertas de acero golpeando sus marcos llenando el aire. Dani se quedó paralizado en el centro, girando sobre sí mismo, atrapado en un carrusel de tumbas vacías. Y en el caos de sonido, empezó a oír la voz de un médico, dictando un informe de autopsia. "Causa de la muerte: fallo cardíaco masivo inducido por sobrecarga eléctrica. El sujeto muestra quemaduras severas en las sienes. El cerebro parece haber sido… cocinado desde dentro".

Arriba, en maternidad, Leo y Clara encontraron la guardería. Pequeñas cunas de metal se alineaban en filas ordenadas. En una de ellas, una manta se movía, como si un bebé invisible estuviera debajo. Clara, a pesar del miedo, se acercó, su instinto maternal superando al de supervivencia. Levantó la manta. No había nada. Solo un olor agrio, el olor a leche cortada.

Fue entonces cuando oyeron el llanto de un recién nacido. Un llanto débil, lastimero. Venía de la sala de partos contigua. Entraron. La sala estaba en penumbra, dominada por una silla de partos de aspecto arcaico. Y sobre ella, vieron la figura translúcida de una joven enfermera, acunando un bulto invisible en sus brazos, meciéndose adelante y atrás, tarareando una nana rota y desafinada. La nana de la que Dani me había hablado, la que usaban en la planta psiquiátrica.

La enfermera levantó la vista. Sus ojos eran dos agujeros negros. Su boca se abrió, y el llanto del bebé se convirtió en el chillido agudo de una alarma de incendios. Las luces del pasillo empezaron a parpadear en rojo. Y por todo el hospital, las puertas empezaron a cerrarse de golpe.

La cacería había comenzado.

Logré romper la cerradura de mi celda acolchada usando el cuerpo de mi linterna como un martillo. Salí al pasillo justo a tiempo para ver a Leo y Clara corriendo hacia mí, sus rostros descompuestos por el pánico.

—¡Tenemos que encontrar a Dani y largarnos de aquí! —gritó Leo.

Pero el hospital ya no era un edificio abandonado. Estaba vivo. Y nos odiaba. Las sillas de ruedas se movían solas por los pasillos, intentando bloquearnos el paso. Las camillas salían disparadas de las habitaciones, embistiendo como toros ciegos. De las habitaciones que pasábamos, veíamos escenas de un horror médico repetidas en un bucle infinito. Un médico intentando reanimar a un paciente en parada cardíaca, sus movimientos cada vez más frenéticos y desesperados. Una enfermera gritando mientras un paciente se convulsionaba violentamente en la cama. Eran improntas. Cicatrices psíquicas dejadas por el dolor y el trauma. Pero ahora, esas cicatrices nos veían. Y querían hacernos parte de su historia.

Encontramos a Dani en las escaleras que subían desde la morgue. Estaba sentado en el suelo, abrazándose las rodillas, temblando, murmurando para sí mismo. —La terapia de electroshock… no era terapia… era para castigarlos… la nana era la señal…

—¡Dani, levanta! ¡Nos vamos! —le gritó Leo, agarrándolo del brazo.

En ese momento, las luces del hospital se apagaron por completo. Nos sumimos en una oscuridad total, absoluta. Y en esa oscuridad, oímos el sonido de pies descalzos arrastrándose por el suelo. Muchos pies. Acercándose desde todas direcciones.

Encendimos nuestras linternas. El haz de luz reveló docenas de figuras rodeándonos. Eran ellos. Los pacientes eternos. Algunos con batas de hospital, otros con los pijamas a rayas de la planta psiquiátrica. Sus cuerpos eran semitransparentes, sus rostros congelados en máscaras de sufrimiento, de ira, de locura. Y en sus ojos, no había nada. Solo un vacío hambriento.

No querían matarnos. Querían algo peor. Querían compañía.

Nos agarraron. Sus manos eran frías, inhumanamente frías, y su tacto no era físico, pero sentí cómo me robaban el calor, la energía, la voluntad. Me arrastraron, a mí y a los demás, hacia el corazón del hospital, hacia la sala de operaciones principal, el lugar donde el sufrimiento se había concentrado con mayor pureza.

La sala de operaciones estaba iluminada por la única lámpara quirúrgica, que emitía una luz fría y pulsante. En el centro, sobre la mesa de operaciones, yacía una figura. No era un fantasma. Era un cuerpo. Un cuerpo real, viejo y momificado, vestido con una bata de médico. El Dr. Alarcón. El director del hospital, el arquitecto de los horrores que se cometieron aquí. El que se "suicidó" durante el incendio.

Y a su alrededor, estaban los demás. El espíritu de la enfermera de maternidad, que ahora sostenía un bebé fantasmal que lloraba lágrimas de sangre. El de un cirujano con un bisturí en la mano, sus ojos ardiendo de una furia impotente. Eran los verdugos y las víctimas, atrapados juntos en el mismo infierno, condenados a repetir su tragedia para siempre.

Y ahora, nos querían a nosotros para los papeles vacantes.

Me arrojaron sobre una camilla. Vi cómo arrastraban a Clara hacia la silla de partos, cómo forzaban a Dani a tumbarse en una mesa auxiliar. Y vi al espíritu del Dr. Alarcón, el único que parecía tener una voluntad propia, acercarse a Leo.

"Siempre se necesita un nuevo director", susurró una voz en mi cabeza, la voz de todos los pacientes a la vez.

El fantasma del cirujano se acercó a mí, levantando el bisturí. La luz de la lámpara brilló en el acero. Cerré los ojos, esperando el final.

No sé quién gritó la palabra. Quizás fui yo. Quizás fue Leo. Quizás fue el último acto de desafío de Clara.

"¡FUEGO!"

La palabra, el recuerdo, la impronta del evento final que había sellado este lugar, resonó en la sala. Y el hospital respondió.

Una pequeña llama parpadeó en una esquina, donde los cables pelados colgaban del techo. Luego otra. Y otra. El eco del incendio original, despertado por nuestra propia energía, por nuestro propio terror. El fuego fantasma se convirtió en fuego real. Las viejas sábanas, los documentos, la madera seca… todo empezó a arder.

El efecto sobre los espíritus fue instantáneo. El pánico reemplazó a la malicia. Sus formas empezaron a parpadear, a distorsionarse, sus gritos de dolor ahora mezclados con gritos de un terror renovado. Estaban reviviendo su propia muerte.

La distracción fue suficiente. Nos liberamos de su agarre debilitado. Corrimos. Corrimos a través de un infierno de llamas reales y espectros aullantes. El hospital, en su agonía final, parecía intentar matarnos y salvarnos a la vez. El suelo se derrumbaba a nuestro paso, abriendo nuevas rutas de escape. Las vigas en llamas caían, bloqueando a los espíritus que nos perseguían.

Salimos por donde habíamos entrado, por la ventana del sótano, justo cuando el techo del vestíbulo principal se desplomaba con un rugido ensordecedor. Caímos a la hierba mojada, tosiendo, llorando, cubiertos de hollín y de un miedo que nunca nos abandonaría.

Éramos tres. Leo, Clara y yo.

El cuerpo de Dani nunca fue encontrado. Quizás el fuego lo consumió. O quizás, en el caos, los espíritus reclamaron su pieza. Quizás ahora es parte del coro de susurros, el nuevo historiador de la tragedia, condenado a contar la historia desde dentro para siempre.

Escapamos. Pero una parte de nosotros se quedó allí, en esa tumba ardiente. A veces, por la noche, cuando el silencio es demasiado profundo, todavía puedo oír el eco de un bisturí sobre una bandeja de metal. Clara se despierta gritando, jurando que ha oído el llanto de un bebé en la habitación de al lado. Y Leo… Leo ya no toma fotos. Dice que tiene miedo de lo que pueda aparecer en el revelado.

Hemos aprendido de la forma más brutal que hay lugares que no deberían ser profanados. Lugares donde el dolor es tan denso que se convierte en una entidad viva. El Hospital de la Misericordia fue demolido por el incendio, reducido a cenizas. Pero sabemos la verdad. No puedes matar un eco. Y ahora, nosotros somos los portadores de su silencio enfermo. Somos sus pacientes eternos, cada uno atrapado en el ala psiquiátrica de su propia mente, escuchando los susurros de una noche que nunca terminará.

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