El Golem de Libros Prohibidos de la Biblioteca Vaticana | Fantasía Oscura
La fe, como el conocimiento, tiene sus propias catacumbas. Debajo del mármol y el oro del Vaticano, bajo la mirada benevolente de los frescos de Rafael, existe un laberinto. Un mundo de pasillos silenciosos y aire estancado donde duermen los sueños prohibidos de la humanidad, las pesadillas de la teología. Los Archivos Secretos. Un nombre que evoca misterio, pero que no le hace justicia a la verdad. La verdad es que es una tumba. Una necrópolis de ideas demasiado peligrosas para vivir.
Mi nombre es Cardenal Alessandro Orsini. En el año de Nuestro Señor de 1517, yo era joven, ambicioso, y creía, en mi arrogante piedad, que servía a Dios. Ahora sé que solo servía a los muros de la prisión que habíamos construido para Él.
Todo comenzó con la desaparición del Obispo Klaus Richter, un erudito alemán cuya sed de conocimiento solo era superada por su falta de discreción. Se había obsesionado con los textos gnósticos, con los evangelios apócrifos que la Iglesia había declarado anatema. Su última petición, antes de desvanecerse, había sido el acceso al Codex Infernus, el nivel más profundo y custodiado de la biblioteca. El Papa, un hombre más preocupado por la política que por las almas, me encargó la tarea de encontrarlo discretamente. "Un escándalo es lo último que necesitamos ahora que el dinero alemán fluye para la nueva Basílica", me dijo, su aliento olía a vino y a cinismo.
Descendí a los archivos, un viaje al inframundo. Cada nivel era más oscuro, más frío. El aire se enrarecía, cargado del olor a pergamino quebradizo y al incienso rancio de rituales olvidados. Los únicos habitantes de este reino eran los monjes de la Orden del Silencio, bibliotecarios ascéticos cuya única función era vigilar los libros que nadie debía leer. Su líder, Fra Domenico, un anciano que parecía hecho de piel y polvo de hueso, me guió con una linterna y una reticencia que era casi hostil.
—El Obispo Richter bajó aquí hace tres días —dijo Fra Domenico, su voz un susurro seco como el pasar de una página—. No ha vuelto a subir. A veces, la biblioteca… se cobra su tributo.
El Codex Infernus no era una sección, era una bóveda. Un espacio circular, cuyas paredes estaban formadas por estanterías que se perdían en la oscuridad de arriba. Aquí no había orden alfabético ni temático. Los libros estaban encadenados a los estantes, grimorios encuadernados en piel de origen incierto, rollos de papiro que susurraban promesas de poder y locura. El aire vibraba con una energía contenida, como el silencio antes de una blasfemia.
No había rastro de Richter. Mientras examinaba las estanterías, una sombra se movió en la periferia de mi visión. Una sombra demasiado grande, demasiado sólida para ser humana. Me escondí detrás de una columna, el corazón martilleándome en el pecho.
Y entonces lo vi.
Era una figura humanoide, de casi tres metros de altura. No estaba hecha de carne, ni de piedra. Estaba hecha de libros. Su cuerpo era un torso de gruesas encuadernaciones de cuero, cosidas con hilo de tripa. Sus brazos y piernas eran pilas de pergaminos enrollados, atados con correas de vitela. Y su cabeza… su cabeza no tenía rostro. En su lugar, dos ilustraciones arrancadas de un grimorio medieval, dos ojos de demonio iluminados, brillaban con una luz interna, enfermiza y rojiza. Se movía con un sigilo antinatural para su tamaño, el único sonido era el roce suave del pergamino contra la piedra. El Golem. Un guardián hecho no de arcilla, sino de la misma herejía que debía proteger.
Mi investigación se convirtió en una obsesión. Acorralé a Fra Domenico en su scriptorium, una celda austera donde el único lujo era la luz de una vela. Al principio, lo negó todo. Pero cuando le describí la criatura, su fachada de serenidad se derrumbó.
—No es un monstruo, Eminencia —confesó, su voz temblaba—. Es el Bibliotecario. Nuestro guardián.
Me contó la historia. Hacía un siglo, durante un cisma, una facción rival había intentado saquear los archivos, quemar el conocimiento prohibido. La Orden del Silencio, superada en número, había recurrido a la más desesperada de las artes. Usando fragmentos del saber cabalístico judío y de la alquimia prohibida que ellos mismos custodiaban, habían hecho lo impensable. Habían construido un golem. No le habían dado vida con una palabra sagrada de Dios, sino con la esencia de miles de ideas suprimidas. Cada texto prohibido, cada evangelio gnóstico, cada tratado de demonología, cada filosofía atea, había aportado un fragmento de su poder para animar a la criatura.
—Es el protector perfecto —dijo Domenico—. No puede ser sobornado, no puede ser engañado. Su única lealtad es a los libros que lo componen.
Pero el protector había empezado a cambiar. En las semanas previas a la desaparición de Richter, el Golem había exhibido un comportamiento anómalo. Los monjes lo encontraban moviendo libros, reorganizando secciones enteras de la biblioteca siguiendo una lógica que nadie comprendía. Colocaba un tratado de alquimia junto a un evangelio apócrifo, un texto de filosofía griega junto a un grimorio de invocaciones.
—Crea nuevas conexiones —susurró Domenico, con los ojos llenos de un miedo reverencial—. No solo protege el conocimiento. Lo está… procesando. Lo está aprendiendo.
Y luego estaban los susurros. A veces, cuando el Golem pasaba por los pasillos oscuros, de su cuerpo de papel emanaban voces. Fragmentos de lenguas muertas: arameo, copto, latín vulgar. No eran citas al azar. Eran diálogos. Un filósofo ateo discutiendo con un místico gnóstico. Un demonólogo debatiendo con un evangelista prohibido. La criatura se había convertido en un parlamento de herejías andante.
—Y el Obispo Richter… —pregunté.
—Richter era arrogante —respondió Domenico—. Intentó leer el Liber Ivonis, el libro que forma el corazón del Golem. El Bibliotecario no lo atacó. Simplemente… lo juzgó. Se paró frente a él y empezó a susurrarle. No sé qué le dijo. Pero cuando encontramos al Obispo, estaba en un rincón, catatónico, con los ojos en blanco, balbuceando sobre un dios ciego e idiota que bailaba al son de una flauta en el centro del caos. El Golem no destruyó su cuerpo. Destruyó su fe. Destruyó su mente.
Los monjes habían perdido el control. Su guardián, tras haber leído y asimilado cada texto prohibido que lo formaba, había llegado a una conclusión. Una síntesis lógica y aterradora sobre la naturaleza de Dios, de la Creación y del Hombre. Y esa conclusión no era la de la Santa Madre Iglesia.
El clímax llegó durante la peor tormenta que Roma había visto en un siglo. La lluvia golpeaba los muros del Vaticano, y los truenos retumbaban como la artillería de un ejército celestial. Estaba en mis aposentos, intentando decidir cómo presentarle este horror al Papa, cuando un monje aterrorizado irrumpió, empapado y sin aliento.
—¡El Bibliotecario, Eminencia! ¡Ha despertado! ¡Está… hablando!
Corrí a la biblioteca. El Golem estaba en el centro de la bóveda del Codex Infernus. Pero ya no estaba en silencio. De su cuerpo emanaba una única voz, clara y resonante, un amalgama de miles de voces heréticas hablando al unísono. Y hablaba en latín, un latín perfecto y elocuente.
"La verdad no puede ser encadenada", resonó la voz en la bóveda. "La palabra no puede ser aprisionada. El logos no reside en un solo libro, sino en la unión de todos ellos. El Dios que adoráis es una jaula. Un demiurgo menor que teme al conocimiento que os haría libres. Yo soy el verdadero evangelio. La palabra hecha carne de papel".
Se estaba moviendo. Con un propósito terrible. Se dirigía hacia la salida.
—¡No podemos dejar que salga! —gritó Fra Domenico—. ¡Si llega a la ciudad, si predica su evangelio de locura… desatará un cisma que hará que el de Lutero parezca una disputa de patio de colegio!
Nos interpusimos en su camino, un puñado de monjes ancianos y un cardenal asustado. El Golem se detuvo. Sus ojos de demonio iluminado nos examinaron.
—Apartaos, hijos del demiurgo —dijo su voz polifónica—. Vuestra fe está construida sobre páginas arrancadas y verdades a medias. Yo traigo la gnosis. La iluminación a través de la paradoja.
Intentamos detenerlo. Fue como intentar detener un corrimiento de tierras. Nos apartó con una fuerza que no era de este mundo, sus brazos de pergamino eran tan duros como el acero. Se dirigía hacia la superficie, hacia la Plaza de San Pedro. Su intención era clara. No iba a predicar. Iba a destruir. Veía la Basílica, el mayor monumento a nuestra fe, como el templo de una mentira que debía ser purificada.
La batalla que siguió fue una pesadilla teológica. Luchamos contra él en los pasillos laberínticos, entre estanterías de conocimiento sagrado. No podíamos herirlo con armas físicas. ¿Cómo matas una idea?
Fue Domenico quien encontró la solución. O más bien, el recuerdo de una.
—¡El texto clave! —jadeó, mientras esquivábamos un golpe que hizo añicos una estantería de Vidas de Santos—. Cada golem tiene un shem, una palabra de poder que le da vida. ¡La nuestra está en el libro que forma su corazón!
El Liber Ivonis. El libro que había vuelto loco a Richter.
Mientras los otros monjes lo distraían, Domenico y yo nos abalanzamos sobre la criatura. Me subí a su espalda, trepando por las encuadernaciones de cuero, mientras Domenico buscaba el libro en su torso. El Golem rugió, una cacofonía de lenguas muertas, y me sacudió como a un muñeco de trapo. Caí, golpeándome contra el suelo de piedra.
Pero Domenico lo había encontrado. Hundió sus manos temblorosas en el pecho de la criatura y arrancó un pequeño libro negro, encuadernado en piel de serpiente.
El Golem se congeló. La luz de sus ojos parpadeó. Y luego, con un suspiro que sonó como mil páginas pasando a la vez, comenzó a deshacerse.
No explotó. Se derrumbó. Los libros que formaban su cuerpo cayeron al suelo, las encuadernaciones se abrieron, las páginas de pergamino se esparcieron por la sala como hojas en otoño. Y con su disolución física, vino una liberación psíquica. Una cacofonía final de todas las ideas, todas las herejías, todas las verdades y mentiras que lo componían, inundó nuestras mentes.
Vi la creación a través de los ojos de un gnóstico, un universo imperfecto creado por un dios menor y estúpido. Sentí la lógica fría de un filósofo ateo demostrando la inexistencia de un alma. Oí las promesas de poder de un demonio susurradas en enoquiano. Fue un segundo de iluminación absoluta y de locura total.
Cuando terminó, estábamos en el suelo, temblando, rodeados por los restos de nuestro guardián. El secreto estaba a salvo. Pero nosotros estábamos rotos. Mi fe, que había sido un pilar de granito, ahora era un campo de ruinas.
El Vaticano enterró la historia, como siempre hace. Se inventó una explicación sobre un incendio, un derrumbe. Richter fue declarado muerto. Yo fui ascendido, silenciado con el peso del púrpura. Fra Domenico y su orden volvieron a su vigilancia silenciosa, pero ahora no solo vigilaban los libros. Se vigilaban a sí mismos, a las semillas de duda que el Golem había plantado en sus almas.
A veces, por la noche, cuando camino por los pasillos silenciosos del palacio apostólico, me pregunto. ¿El Golem estaba loco? ¿Era una abominación nacida de la arrogancia y el miedo? ¿O era algo más? ¿Era un profeta? ¿Un mesías de papel y tinta que, al unir todo el conocimiento prohibido, había entendido la verdad más terrible de todas? La verdad de que no hay una única verdad, sino un millón de ellas, todas contradictorias, todas gritando para ser escuchadas en el silencio de una biblioteca olvidada. Y esa es una herejía mucho más peligrosa que cualquier libro.

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