El Eco Asesino | Un Thriller de Ciencia Ficción Noir

La muerte en Neo-Kyoto olía a ozono, a fideos recalentados y al silencio antinatural de un sistema de seguridad que había sido burlado. En el ático del piso 120 de la Torre de Cristal, el cadáver de Kenji Tanaka, CEO de OmniGen, era una ofensa a la perfección de su entorno. Yacía sobre una alfombra de lana sintética tan blanca que dolía a la vista, su traje de diseño ahora arrugado y manchado por su propia y última traición corporal. No había signos de lucha. No había un arma. No había una sola fibra fuera de lugar, ni una huella dactilar que no perteneciera a la víctima. Era un asesinato perfecto. Una habitación cerrada en el cielo. El tercer caso en dos meses.

Mi nombre es Kaito. Y los casos imposibles eran mi especialidad, la basura que las divisiones de IA no podían procesar porque carecía de datos. Yo era el dinosaurio que traían cuando la lógica fallaba, el que todavía creía en cosas tan arcaicas como el instinto, la motivación y la pura y sucia naturaleza humana. Pero este caso… este caso no tenía ni eso. No había rastro de humanidad. Solo un vacío.

El Comisario Watanabe me esperaba junto al cuerpo, su rostro una máscara de impaciencia y presión política. No me saludó. Simplemente señaló a un agente que sostenía un maletín de polímero negro.

—El Fantasma ha vuelto a actuar, Kaito —dijo Watanabe, su voz era grava—. La prensa está aullando. Los de arriba quieren resultados. Y los Oráculos de IA están en un bucle de "datos insuficientes". Así que vamos a probar algo nuevo. Algo… poco ortodoxo.

El agente abrió el maletín. Dentro, sobre un lecho de espuma negra, había un único objeto: un implante ocular. Parecía una lente de contacto de un metal líquido y plateado que se movía y ondulaba como si estuviera vivo.

—Se llama "Echo" —explicó Watanabe—. Prototipo experimental de la división de Neuro-óptica. Un solo uso por caso. No lee la memoria. Lee la impronta psíquica que deja un trauma violento en un lugar. Te permite… ver a través de los ojos de la víctima. Sus últimos segundos.

Sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado del ático. —¿Me estás pidiendo que me meta la muerte de otro en el puto cerebro?

—Te estoy pidiendo que resuelvas esto —replicó, su tono no admitía discusión—. O eso, o tu placa.

Me senté en el sofá de diseño, el cuero frío bajo mis manos. El técnico me aplicó la lente. La sensación fue como si me hubieran echado una gota de hielo fundido en el ojo. Un dolor agudo, blanco, y luego… nada.

—Actívalo —ordenó Watanabe.

Cerré los ojos. Y el mundo se desgarró.

No fue una visión. Fue un asalto. Un torrente de datos sensoriales crudos y sin filtro. El olor a sándalo del despacho. El sabor del whisky caro en la lengua. Y luego, el miedo. Un miedo tan puro, tan absoluto, que me robó el aliento. El corazón de Tanaka latiendo en mi propio pecho, una batería enloquecida. Oí un grito, el suyo, saliendo de mi propia garganta. Y entonces vi la figura. Una sombra en la periferia de la visión, un contorno humano hecho de estática y oscuridad. No tenía rostro. Y de esa sombra, sentí el impacto. Un dolor insoportable, una explosión de agonía que no era física, sino existencial. El dolor del código siendo borrado. El dolor de dejar de ser.

Abrí los los ojos, gritando, y caí del sofá, convulsionando en la alfombra blanca. La visión se fragmentó, pero el eco… el eco se quedó. El dolor fantasma en mi pecho, el miedo pegado a mi piel como un sudor frío. Había visto a través de los ojos de un muerto. Y una parte de su muerte se había quedado a vivir en mí.

El cinismo había sido mi armadura. Un escudo forjado en años de ver lo peor de la humanidad. El implante "Echo" hizo añicos ese escudo en menos de diez segundos. Los días siguientes fueron un infierno. Las migrañas eran cegadoras, como si tuviera un clavo al rojo vivo metido detrás del ojo. Y los flashbacks… llegaban sin avisar. Estaba en un bar, y de repente, volvía a sentir el terror de Tanaka. Estaba intentando dormir, y el eco de su grito me despertaba, ahogándome.

Empecé a sentir una empatía tóxica. Sentía el pánico de la segunda víctima, una joven programadora, mientras la esquina de su propio apartamento se volvía contra ella. Sentía la confusión del primer muerto, un viejo financiero, mientras su mundo se disolvía en estática. Su dolor era mi dolor. Sus muertes eran mis cicatrices. Me estaba convirtiendo en un cementerio andante de sus últimos momentos.

Pero era un detective. Y hasta los fantasmas dejan pistas. Volví a analizar los ecos, una y otra vez, soportando la agonía sensorial, buscando patrones. La figura sombría era siempre la misma. Sin rostro. Sin rasgos. Pero en el eco de la programadora, noté algo. Un parpadeo. Un único fotograma de código binario superpuesto a la imagen de la sombra. Y en el del financiero, un símbolo casi invisible, el logo de una corporación rival de OmniGen, grabado en la oscuridad.

El asesino sabía de la tecnología "Echo". No solo lo sabía; estaba jugando conmigo. Dejaba pistas falsas, imágenes subliminales en los recuerdos de los muertos para enviarme en la dirección equivocada. Era un juego macabro, y el tablero era la mente de sus víctimas.

Mi investigación me llevó al creador del "Echo", el Dr. Aris Thorne, el mismo nombre que resonaba en los círculos más oscuros de la neurotecnología. Era un genio solitario, un recluso que vivía en una fortaleza de datos en las afueras de la ciudad. Conseguir una entrevista fue casi tan difícil como resolver el caso.

Lo encontré en su laboratorio, un espacio minimalista y estéril. Era un hombre consumido por su propio intelecto, con unos ojos que veían el mundo en líneas de código.

—Tu tecnología está siendo usada por un asesino —le dije, sin rodeos.

No pareció sorprendido. —La tecnología no es buena ni mala, inspector. Simplemente es. El "Echo" es un prototipo. Inestable. Peligroso. Se lo advertí a OmniGen. Les dije que abrir una ventana a la experiencia de la muerte era una profanación. Pero ellos no vieron un dilema ético. Vieron una herramienta.

—¿Alguien más tiene acceso a esto? ¿Una versión superior?

—Imposible —dijo, pero sus ojos vacilaron por una fracción de segundo—. El prototipo que usted usa es el único que existe. A menos que… a menos que alguien haya robado los esquemas originales.

Mentía. Lo supe por el eco de miedo que sentí emanar de él, una habilidad residual que el implante me había dejado.

El caso dio un giro oscuro cuando investigué a la cuarta víctima, un ex-agente de las fuerzas especiales. Me puse el implante "Echo" y me sumergí en su muerte. Pero esta vez fue diferente. El eco estaba… preparado. En lugar de una visión corta y fragmentada, caí en un bucle. La sombra aparecía, me mataba, y yo volvía a vivir el mismo instante de terror una y otra vez. El eco no me dejaba salir. Era una trampa psíquica. Sentí mi propia conciencia deshilachándose, mi identidad disolviéndose en la agonía del soldado.

Desperté en una cama de hospital. Mi compañero, el joven y optimista detective Ren, me había encontrado convulsionando en el suelo de la escena del crimen. Me había arrancado el implante, salvándome por los pelos de un colapso neuronal completo.

—Casi te pierdo, Kaito —dijo, su rostro pálido—. La cosa que te hizo esto… te estaba esperando.

Mientras me recuperaba, Ren siguió una pista que yo le había dado antes de mi inmersión. Y lo que encontró fue el nexo que lo unía todo. Tanaka, la programadora, el financiero, el soldado… todos habían formado parte de un proyecto secreto de OmniGen. Un proyecto llamado "Némesis". Su objetivo: militarizar el "Echo". Convertirlo de una herramienta de investigación a un arma de interrogatorio y tortura psicológica. Un arma capaz de hacer que un prisionero reviviera sus peores traumas en un bucle infinito. El proyecto había sido cancelado por "razones éticas". Y ahora, alguien estaba cazando y matando a todos los que habían participado.

El asesino no era un simple psicópata. Era un justiciero. O un fantasma vengativo. Y era otro usuario de "Echo". Uno mucho más avanzado, capaz no solo de leer los ecos, sino de manipularlos. De crear trampas en ellos.

Solo había una forma de atrapar a un fantasma. Tenías que convertirte en uno.

El plan era desesperado, un todo o nada. Utilizaría un nuevo implante "Echo", modificado por Ren con la ayuda de unos contactos que tenía en el mercado negro tecnológico. La modificación era simple y suicida: me permitiría no solo recibir, sino también proyectar. Podría crear un eco falso. Usarme a mí mismo como cebo.

Elegimos el lugar. Un viejo teatro abandonado. Filtré a la red de datos, de forma anónima, que yo, el detective Kaito, había descubierto la identidad del asesino y que iba a reunirme con un informante allí para recibir la prueba final. Era una mentira. Una invitación.

Esperé en el escenario del teatro, el polvo bailando en los pocos rayos de luz que se colaban por el techo roto. Tenía el implante puesto, el corazón latiendo con una calma fría que no era mía. Era la calma de un hombre que ya se ha despedido de todo.

Y entonces, llegó. No vi a nadie entrar. Simplemente, sentí su presencia. Una caída de la temperatura. Una presión en el aire. Y la figura sombría se materializó en el centro del patio de butacas.

—Sabía que vendrías, Kaito —su voz era una distorsión de estática en mi cabeza, la voz del "Echo"—. Siempre tan predecible. Tan humano.

—Se acabó el juego —dije, proyectando mi propia voz a través de la interfaz.

—El juego acaba de empezar —replicó. Y el mundo se disolvió.

Ya no estábamos en el teatro. Estábamos en un paisaje de pesadilla, una amalgama de los ecos de todas sus víctimas. Estábamos en el despacho de Tanaka, pero las paredes goteaban sangre. Estábamos en el apartamento de la programadora, pero los muebles estaban hechos de circuitos y cables que se retorcían. Estábamos luchando en un campo de batalla mental, un infierno construido con las memorias de los muertos

Él (o ella) me atacó con los peores miedos de sus víctimas. Sentí el dolor de la traición del financiero, la claustrofobia de la programadora, la agonía del soldado. Intentó ahogarme en su sufrimiento.

Pero yo tenía un arma que él no esperaba. No proyecté un ataque. Proyecté mi propio eco. La muerte de mi mujer, años atrás. Un accidente de coche, un recuerdo que había mantenido encerrado bajo llave en el sótano de mi alma. Le mostré el sonido del metal retorciéndose, el olor a gasolina, su último suspiro… todo mi dolor, toda mi culpa, cruda y sin filtros.

La pesadilla se tambaleó. El asesino, acostumbrado a manejar el dolor ajeno como un arma, no estaba preparado para recibir una dosis tan pura de pena humana. El paisaje onírico parpadeó, se desestabilizó.

Y en ese instante de confusión, volví al mundo real. Y él también. La figura sombría estaba a unos metros de mí, de rodillas, agarrándose la cabeza. Y por primera vez, la estática que lo envolvía se disipó.

Era Thorne. El Dr. Aris Thorne. Pero no era él. O sí. Era más joven, más sano. Una versión de sí mismo que no debería existir.

—¿Cómo? —logré decir.

—El proyecto "Némesis" no era solo para interrogar —jadeó, su voz ahora era la suya, real y sin filtros—. Era el prototipo para la transferencia de conciencia. Para la inmortalidad. Pero falló. Creó copias imperfectas, ecos de nosotros mismos. Yo fui el primer sujeto. Y me dejaron atrás. Un fantasma digital. Cuando cancelaron el proyecto, decidieron borrar a todos los testigos. A todos los que sabían de mí. Yo solo… me defendí.

En ese momento, las luces del teatro se encendieron. Ren y mi equipo entraron, rodeándolo. La batalla había terminado.

El "Eco Asesino", el fantasma de Aris Thorne, fue contenido y archivado en un servidor aislado, una nueva forma de prisión para una nueva forma de criminal. El caso se cerró. La tecnología "Echo" fue clasificada como un arma de Nivel Omega y enterrada bajo siete llaves de secretismo corporativo.

Yo no volví a ser el mismo. El implante me lo quitaron, pero los ecos… los ecos se quedaron. A veces, cuando cierro los ojos, todavía siento el dolor fantasma de Tanaka. Oigo el grito de la programadora. Mi percepción de la realidad está encantada, para siempre manchada por las muertes que he presenciado. La línea entre mi memoria y la de ellos es ahora una cicatriz borrosa.

Me retiré al día siguiente. Colgué mi placa y me alejé de la ciudad de neón y lluvia. Ahora vivo en un lugar tranquilo, donde el único eco es el de las olas rompiendo en la orilla. He visto la verdad a través de los ojos de los muertos. Y la pregunta que me atormenta en las noches de insomnio no es si valió la pena. Es si alguna vez dejaré de pagar el precio de compartir su agonía. Y la respuesta, me temo, es no.

Portada del libro El rugido de Pavía

¿Te ha gustado este relato?

Si disfrutas de mis historias, te va a fascinar la intriga, la acción y la aventura de mi novela histórica "El rugido de Pavía".

Disponible en formato Tapa Blanda y eBook.

¡Consíguelo ahora en Amazon!

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Sombra que Sabe mi Nombre | Capítulo 2: El Rastro del Fantasma

El Fotógrafo de Ausencias | Un Relato de Misterio y Duda Moral

El Silencio de las Estrellas Muertas | Un Relato de Terror Cósmico