Cenizas de Papel, Ecos de Culpa


El cartelito, "Cerrado por Duelo", seguía ahí, colgado como un ahorcado anónimo en la puerta de la librería. Un recordatorio perenne, como una costra que uno se arranca una y otra vez solo para ver la sangre fresca. Seis meses. Una eternidad o un parpadeo, según quién contara los días y, sobre todo, cómo los contara. Para Daniel, el dueño –o lo que quedaba de la cáscara que alguna vez fue un hombre con ese nombre–, cada amanecer era una pala más de tierra sobre el ataúd de su cordura. La pequeña librería, antes un hervidero de susurros entre páginas y el aroma dulzón del papel viejo, ahora no era más que un mausoleo en una calle que ya tenía más lápidas que escaparates.

Yo pasaba por allí a menudo. No por gusto, entiéndeme. Mis rutas no las elijo yo; son más bien como esas migas de pan que te van llevando, quieras o no, hacia el horno. Y esa calle, esa librería, tenía un hedor particular, una mezcla de tinta rancia, polvo acumulado como sudarios y una desesperación tan densa que casi podías cortarla con una navaja oxidada.

Daniel se había convertido en una sombra más entre las estanterías vacías. Lo había visto a través del cristal mugriento, moviéndose como un autómata, los hombros hundidos bajo un peso invisible, la mirada perdida en algún punto más allá de las paredes desconchadas. Coleccionaba fotos de la cría, Elena, como un devoto sus reliquias. Las miraba horas, días, semanas, ahogándose en un mar de culpa tan negro y profundo como el puto Tártaro. La misma letanía, el mismo disco rayado arañando el silencio de su cerebro: "Si no le hubiera mandado a por aquel maldito libro… esa noche…". La culpa, ese parásito insidioso que te devora desde dentro, dejando solo una cáscara hueca. Te jode el sueño, te amarga el café y te convierte la vida en un puto erial.

Una tarde, de esas en las que el cielo plomizo amenaza con desplomarse y el aire huele a ozono y a desastre inminente, lo vi en faena. Estaba fuera, junto al contenedor oxidado que la ciudad había olvidado recoger. Arrojaba cajas. Cajas llenas de libros. Como si cada tomo fuera un ladrillo más en el muro de su tormento, y deshacerse de ellos fuera la única forma de respirar. Volúmenes encuadernados en piel ajada, ediciones de bolsillo con las esquinas dobladas, novelas que habían hecho soñar o llorar a generaciones… todo iba a parar al mismo festín de ratas y olvido. Un sacrilegio, pensarían algunos. Una liberación desesperada, intuía yo.

Justo cuando una edición de tapas carcomidas, con un título que no llegué a distinguir, iba a unirse al banquete de los despojos, una voz lo detuvo. No fue un grito, ni siquiera un reproche. Fue un susurro, apenas un hilo de sonido, pero cargado con el peso de mil tormentas capeadas.

—"Esos… podrían salvar a alguien".

La voz pareció materializarse de la nada, como el vaho en un espejo en una noche helada. Daniel se quedó petrificado, la caja a medio caer, la expresión de su rostro una mezcla de sorpresa y ese terror sordo que te agarra cuando te enfrentas a lo inexplicable.

Yo estaba allí, apoyado en mi hierro, a unos metros. La moto, mi fiel compañera de viajes sin destino, había conocido días mejores. La pintura desconchada, el motor con ese ronroneo irregular que hablaba de kilómetros y de secretos. Nadie me había visto llegar. Nunca lo hacen.

El que había hablado era un tipo… peculiar. Alto, o eso parecía bajo la gabardina raída que le llegaba casi hasta los tobillos, ocultando dios sabe qué. El rostro, sombreado por el ala de un sombrero que también había visto demasiadas lluvias ácidas, era un mapa de arrugas profundas, como surcos excavados por el tiempo y la intemperie. Tenía las manos enfundadas en unos guantes de cuero desgastados, y de entre los pliegues de la gabardina asomaba, casi de forma incongruente, un ejemplar de "El Principito", con las tapas tan sobadas que parecían a punto de deshacerse. Su mirada, lo poco que se adivinaba, era como brasas mortecinas en una hoguera abandonada: un brillo cansado, antiguo, pero con una persistencia inquietante. Desaliñado era quedarse corto; parecía un espantapájaros que hubiera decidido darse un garbeo por la ciudad.

Daniel se giró lentamente, con la rigidez de un muñeco de trapo mal cosido.

—"¿Quién… quién coño eres tú?", balbuceó, y su voz fue un graznido seco.

El motorista desaliñado no se movió. Solo ladeó ligeramente la cabeza, un gesto casi imperceptible.

—"Solo alguien que sabe lo que es perder… y lo que las palabras pueden llegar a pesar". Su voz era grave, rasposa, como si arrastrara cadenas. "Y a veces… lo que pueden llegar a sanar".

—"¿Salvar? ¿Sanar?", gruñó Daniel, con una risa amarga que sonó a cristales rotos. "¿Para qué guardar palabras que ya no importan una mierda? Son solo tinta y papel. Recuerdos. Ceniza". Escupió la última palabra como si fuera veneno.

El extraño dio un paso, luego otro. Se movía con una lentitud deliberada, casi irreal, como si cada movimiento le costara un esfuerzo supremo o como si el aire a su alrededor fuera más denso, más pesado. Dejó su ejemplar de "El Principito" sobre una pila de libros sentenciados, un gesto extrañamente reverente en medio de aquel caos de desesperación.

—"El dolor… el dolor es una bestia curiosa, librero", dijo el motorista, y su voz pareció bajar una octava, volviéndose más íntima, más perturbadora. "Te muerde, te desgarra. Crees que te va a matar. Y a veces lo hace, no te voy a engañar. Lenta, dolorosamente. Pero otras… otras veces, si aguantas la embestida, si aprendes a mirarle a los ojos sin pestañear… cambia. No desaparece, no, eso es una mentira para críos. Pero se transforma. Se convierte en… otra cosa. Una cicatriz. Un eco. A veces, incluso en una brújula jodida que te obliga a buscar un nuevo norte". Señaló el libro con un dedo enguantado. "Elena lo sabía. Ella entendía de esas cosas. Me lo dijo una vez, hace mucho. Fue la última vez que el camino me trajo por esta calle".

El aire alrededor de Daniel pareció congelarse. Se llevó una mano al pecho, como si le hubieran dado un puñetazo invisible. Sus ojos, antes vidriosos y opacos, ahora reflejaban una mezcla de pánico y una incredulidad casi infantil. ¿Cómo podía aquel desconocido… aquel espectro salido de la nada… saber el nombre de su hija? ¿Saber de sus conversaciones? La lógica se desmoronaba, dejando al descubierto el abismo de lo irracional.

—"Tú… tú no puedes…", farfulló Daniel, retrocediendo un paso, tropezando con una caja desparramada.

El motorista pareció sonreír, aunque era difícil asegurarlo bajo la sombra del sombrero. Una sonrisa que no llegaba a los ojos, una mueca que podría haber sido de compasión o de una ironía cruel.

—"Oh, sí que puedo, librero. Hay caminos que uno recorre que no están en los mapas. Y hay conversaciones que se escuchan en el silencio más absoluto". Hizo una pausa, dejando que sus palabras flotaran en el aire viciado, cargadas de un significado ominoso. "Ella venía los martes, ¿recuerdas? Al orfanato de la manzana de al lado. Les leía cuentos. Les pintaba soles en días de lluvia. Hoy… hoy es martes, librero. Y hay pequeños corazones que todavía esperan, aunque la esperanza sea una llama cada vez más débil".

Un escalofrío recorrió la espalda de Daniel, tan helado como el aliento de una tumba. La mención del orfanato, de los martes… eran detalles demasiado íntimos, demasiado precisos. Aquello no era una coincidencia. Aquel hombre, si es que era un hombre, sabía más de lo que era humanamente posible. O quizás… quizás no era humano en absoluto. La idea, absurda y aterradora, comenzó a arraigar en su mente como una mala hierba. La forma en que se movía, esa quietud antinatural, la voz que parecía venir de muy lejos…

El motorista dio media vuelta, con esa misma lentitud exasperante y ominosa.

—"Las palabras tienen poder, librero. El poder de herir, sí. Pero también el poder de construir puentes sobre los abismos. Tienes una elección. Siempre la hay, aunque a veces el dolor nos ciegue y solo veamos el final del precipicio". Se dirigió hacia su moto, que pareció despertar con un leve temblor, como si respondiera a una llamada silenciosa. "Puedes dejar que este lugar se pudra contigo dentro, convertirte en un fantasma más entre fantasmas de papel. O puedes… puedes hacer que su voz siga sonando".

Montó en la moto. El motor arrancó sin el estruendo esperado, más bien con un suspiro metálico, un jadeo cansado. Antes de que Daniel pudiera articular palabra, antes de que su mente pudiera procesar la vorágine de lo imposible, el motorista y su máquina se desvanecieron. No se alejaron rugiendo por la calle. Simplemente… se disolvieron en las sombras alargadas de la tarde, como si nunca hubieran estado allí, dejando solo el eco de sus palabras y un frío inexplicable en el aire. Y el ejemplar de "El Principito", olvidado o deliberadamente dejado, sobre la pila de libros condenados.

Daniel se quedó solo, temblando, el sudor frío perlándole la frente. Miró el libro, luego el vacío donde había estado el motorista. ¿Un sueño? ¿Una alucinación provocada por el dolor y el aislamiento? No. Era demasiado real, demasiado específico. Aquel encuentro había sido una grieta en la realidad, una advertencia… o una invitación.

Los días que siguieron fueron una tortura diferente. Las palabras del extraño resonaban en su cabeza, mezclándose con los recuerdos de Elena, con el peso insoportable de la culpa. El motorista… ¿quién era? ¿O qué era? La imagen de su rostro sombreado, la voz cavernosa, la forma en que parecía conocer sus secretos más íntimos… Un ángel caído, un demonio burlón, o simplemente la Muerte con una Harley destartalada y un gusto por la literatura infantil. La idea de que fuera una personificación de su propio dolor, de su luto, le pareció demasiado poética, demasiado simple. Había algo más, algo tangible y a la vez etéreo en aquella presencia. Algo que olía a tumba y a esperanza a partes iguales.

Una noche, incapaz de dormir, acosado por las pesadillas y los susurros, Daniel bajó a la librería. La oscuridad lo recibió como una vieja amiga. Caminó entre los estantes, rozando los lomos de los libros con los dedos, como si buscara una respuesta que se le escapaba. Sus ojos se posaron en el ejemplar de "El Principito" que el motorista había dejado. Lo cogió. Las tapas estaban frías, sorprendentemente frías al tacto.

Lo abrió. Y allí, en la primera página, escrita con una caligrafía elegante pero temblorosa, como si la mano que la trazó estuviera hecha de humo, había una única frase que no pertenecía al libro original: "El eco de una risa puede llenar un vacío más grande que el universo". Debajo, un pequeño dibujo, apenas un esbozo: una rosa solitaria bajo una campana de cristal.

Aquella noche, Daniel no durmió. Pero tampoco se ahogó en la culpa. Algo había cambiado. Una semilla de inquietud, de terror incluso, pero también de una extraña y frágil determinación. El motorista, fuera lo que fuese, le había mostrado un camino. Un camino aterrador, quizás. Pero un camino, al fin y al cabo. Y en el fondo de su alma destrozada, Daniel sabía que si ignoraba aquella señal, si dejaba que la librería siguiera siendo una tumba, el próximo duelo que se anunciaría sería el suyo propio. Y el motorista fantasma, ese espectro con gabardina y verdades amargas, volvería. Y esa vez, no sería para charlar.

Al día siguiente, el cartel de "Cerrado por Duelo" seguía allí. Pero algo en el aire era diferente. Daniel abrió la puerta. No para vender. No para recordar con amargura. Abrió para dejar entrar un poco de luz, por tenue que fuera.

Comenzó por limpiar. El polvo, las telarañas, los restos de una vida que se había negado a seguir adelante. Luego, los libros. Los rescató del contenedor, uno por uno, limpiándolos con un cuidado casi reverencial. Ya no eran recordatorios de su pérdida, sino herramientas. Armas contra la oscuridad.

Los estantes volvieron a llenarse. Pero no con etiquetas de precios. Sino con otras que decían: "Lleva una historia a casa. Es gratis". Creó un rincón para los más pequeños, con cojines de colores y mesas bajas. Empezó a organizar talleres de escritura, no para aspirantes a novelistas, sino para gente como él, gente que llevaba el alma rota y necesitaba encontrar las palabras para coser los pedazos. Supervivientes de pérdidas, de traumas, de naufragios vitales.

Y en la pared del fondo, la más grande, la que antes acumulaba las novedades más insulsas, empezó a tomar forma un mural. No lo pintó él. Aparecieron manos anónimas, quizás otros a los que el motorista había visitado, o simplemente almas caritativas que habían oído el rumor de que algo bueno estaba naciendo entre aquellas paredes antes sombrías. El mural era Elena. Sonriendo. No una sonrisa triste, ni nostálgica. Una sonrisa llena de vida, de luz, de esa inocencia que el mundo se empeña en pisotear.

Cada libro que salía de la librería llevaba ahora una nueva impronta, una etiqueta discreta en la contraportada, con la misma caligrafía temblorosa que había encontrado en "El Principito": "Donado por alguien que aprendió que el dolor no es un final, sino un prólogo necesario. A veces, la única forma de seguir respirando es ayudar a otros a encontrar su propio aire".

Pasaron los años. De esos que lijan los bordes afilados del dolor, aunque nunca lo borren del todo. La librería se convirtió en un faro. Un refugio. Un lugar donde las heridas no se ocultaban, sino que se compartían, se transformaban. Daniel ya no era una sombra. Había arrugas nuevas en su rostro, sí, pero también una luz en sus ojos que antes no existía. La luz de quien ha encontrado un propósito en medio del naufragio.

Una tarde, mientras Daniel leía "El Principito" a un corrillo de críos absortos, sintió una presencia en la puerta. Levantó la vista.

Allí estaba. El motorista. La misma gabardina, el mismo sombrero, la misma quietud antinatural. Pero esta vez, bajo el ala del sombrero, Daniel creyó distinguir algo parecido a una aprobación, quizás incluso el fantasma de una sonrisa menos sombría.

No hubo palabras. No hacían falta. Sus miradas se cruzaron, y en ese instante, ambos supieron. El dolor de uno, la desesperación que casi lo había consumido, se había convertido en el consuelo de muchos. El espectro, la Muerte, o lo que coño fuera, había venido a cobrar una deuda, pero Daniel la había saldado de una forma inesperada: con vida, con historias, con esperanza.

El motorista asintió lentamente, apenas un gesto, y luego, igual que había llegado, se desvaneció, tragado por las sombras de la calle, dejando tras de sí solo el aroma faintly metálico del aire perturbado y la certeza de que hay pactos que se sellan en el umbral entre la vida y la nada.

Y yo, que había presenciado todo aquello desde mi rincón habitual de observación, apagué mi cigarrillo en la suela de la bota. Una historia curiosa. De esas que te hacen pensar que, incluso en este puto matadero que llamamos mundo, a veces, muy de vez en cuando, una flor puede crecer en medio de un campo de cenizas. Aunque uno siempre tenga que estar atento a los motoristas desaliñados que aparecen de la nada. Nunca se sabe qué clase de prólogo te traen bajo el brazo. Ni qué precio te van a pedir a cambio. Porque el dolor, amigo, siempre pasa factura. La cuestión es si la pagas con tu alma, o con la de otros. Daniel, el librero, había encontrado una tercera vía. Y eso, hasta para un cínico como yo, tenía cierto mérito. Uno jodidamente escaso.

Portada del libro El rugido de Pavía

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