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Mostrando entradas de agosto, 2025

La Erosión Cósmica 5: El Eco en el Silencio (Final)

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  Mi nueva existencia no se medía en días, sino en ciclos. El tiempo, para mí, se había convertido en una variable que podía estirar y comprimir a voluntad, como un músico jugando con el tempo de una canción. Mi conciencia, liberada de la torpe jaula de carne y hueso que había sido Aris Thorne, ahora residía en la singularidad artificial de Kaelen Rhys. Era una diosa en un reino de un solo habitante, un universo de bolsillo tallado en el corazón de la nada. Mi percepción ya no estaba filtrada por un par de retinas. Veía el cosmos en sus componentes más básicos: los flujos de energía cuántica, las cuerdas vibrando en once dimensiones, las elegantes ecuaciones de probabilidad que regían la danza de la materia. Con el mero pensamiento, podía encender estrellas en miniatura, pintar nebulosas con la paleta de la física fundamental, y verlas morir en un instante. Era un poder absoluto. Y era una soledad igualmente absoluta.

La Erosión Cósmica 4: El Testamento de la Última Humana

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  El Proyecto Prometeo se había convertido en la tumba de la esperanza, el mausoleo de la razón. El conocimiento de la oferta de Kaelen Rhys no trajo alivio a nuestro pequeño búnker en el fin del mundo; lo envenenó con una nueva clase de desesperación. La atmósfera ya no era de trabajo frenético, sino de una quietud sepulcral, la calma que precede a la aceptación del veredicto. Los pocos científicos que quedaban habían abandonado sus consolas. ¿Qué sentido tenía seguir midiendo y catalogando los parámetros de nuestra propia ejecución? Se dedicaban a los pequeños y fútiles rituales de los condenados: escribían cartas a familias que nunca las leerían, escuchaban música clásica con los ojos cerrados, intentando absorber una última dosis de belleza humana, o se sentaban en la cantina, bebiendo el alcohol de reserva en un silencio denso y fraternal. El mundo, para ellos, se había reducido a la aceptación.

La Erosión Cósmica 3: El Réquiem de las Constelaciones

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El mundo ya no tenía futuro; solo una rutina de extinción. El apocalipsis se había vuelto jodidamente aburrido. La visión de Andrómeda muriendo en el cielo nocturno, esa herida abierta en el cosmos, se había convertido en el nuevo y macabro espectáculo global. La gente salía de sus refugios por la noche no para ver las estrellas con asombro, sino para verlas desaparecer con una resignación vacía. El caos inicial, los disturbios, los cultos del fin del mundo, toda esa furia de los primeros meses se había consumido a sí misma, dejando tras de sí una apatía generalizada, una depresión colectiva del tamaño de un planeta. La humanidad, enfrentada a una sentencia de muerte ineludible, no había encontrado a Dios ni se había unido en una última y gloriosa muestra de solidaridad. Simplemente, se había rendido.